COVID19, en todas sus variantes, ha sido uno de los hashtags más utilizados en los últimos seis meses. Su prevalencia responde a un hecho verdaderamente excepcional: nunca antes, ni durante las guerras mundiales, un mismo reto había afectado simultáneamente a todos los rincones del planeta. Nos ha llegado en un momento en que, según Hans Rosling, el autor de Factfulness [1]1 — Rosling, H. (2018) Factfulness. Londres: Sceptre Books la Humanidad había conseguido el grado más elevado de progreso de toda su historia, un progreso que no es en absoluto incompatible con la existencia de graves carencias en muchas partes del planeta. Podemos estar mal, e ir mejorando a la vez según la teoría de Rosling. Ahora la pandemia nos confronta con riesgo de retroceder de forma dramática en este progreso a causa de las crisis simultáneas a nivel sanitario, económico y social.

La distancia entre el mundo de 2015, que la las Naciones Unidas proponían mejorar con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, y el 2030, el año escogido como objetivo, se ha convertido en un verdadero abismo; ahora partimos de más atrás aún y cada vez tenemos menos tiempo

Los confinamientos, superados en un primer momento, pero de nuevo perfilándose, amenazantes, en el futuro inmediato han resuelto de forma inesperada el dilema entre salud y economía. Millones han sacrificado su bienestar económico individual porque otros muchos hayan podido salvar la vida. Desgraciadamente, este sacrificio ha sido desigualmente aprovechado: algunos países han sufrido, sí, pero ahora se están recuperando, a pesar de los inevitables rebrotes, gracias a una gestión valiente de la crisis, mientras otros, como Estados Unidos o Brasil, han dejado indefensas a sus poblaciones sin que esto haya servido para salvar la economía. Resultado: la distancia entre el mundo del 2015 que las Naciones Unidas proponían mejorar con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), y el 2030, el año escogido como objetivo, se ha convertido en un verdadero abismo. Ahora salimos de más atrás aún y tenemos solo diez años por delante, y por lo tanto, cada vez menos tiempo para decir que todavía estamos a tiempo. Diez años para reconstruir la economía, dañada por los efectos del virus. Y diez años, solo diez años, para hacer un giro estratégico en la manera en la que conservamos el planeta, antes de que sea demasiado tarde.

Bill Gates escribía hace poco en su blog personal que “la COVID-19 es terrible. El cambio climático podría ser peor.” [2]2 — Gates, B. (2020) Covid-19 is awful, Climate Change could be worse. Disponible en línea. La emergencia climática –la única denominación que hace justicia a la enormidad del problema– es el elefante en la habitación. Un reto insidioso, que compromete el presente y el futuro de todos nosotros y de las próximas generaciones sin llenar de enfermos las unidades de cuidados intensivos, y que por lo tanto, solo ocupa titulares de prensa cuando se producen incendios, sequías o inundaciones catastróficos. Hay, a pesar de todo, un denominador común entre la pandemia y la emergencia climática: en ambos casos hay que atravesar la meta todos juntos; si alguien queda atrasado, o es abandonado a su suerte, esta carrera la perdemos todos.

La deuda ecológica persiste

El pasado 22 de agosto de 2020 el planeta excedió, una vez más, el consumo de recursos que él mismo puede regenerar durante un año natural, según los cálculos de la Global Footprint Network [3]3 — Global Footprint Network (2020) Earth Overshoot Day is August 22, more than three weeks later than last year. Disponible en línea. . Estamos ya, de hecho, y hasta que acabe el año, agotando las reservas de recursos, sin que el planeta las pueda reponer, a ritmo de 1.6 “planetas” por año.

Si después de parar buena parte de la actividad económica del planeta durante tres meses obtenemos una reducción tan exigua de nuestra huella ecológica, ¿qué tendremos que hacer para avanzar en la descarbonización prevista para 2030?

Esta vez, pero, por razón del parón causado por el virus, esta fecha ha llegado tres semanas más tarde que en 2019. La pandemia ha tenido el efecto de reducir la huella ecológica de la humanidad en un 9.3% entre el uno de enero y la fecha del llamado “Overshoot Day 2020”. En términos de cumplimiento de los ODS, si analizamos el número 13 (“acción contra el clima”), seguramente la noticia es positiva, a pesar de que de validez efímera. En cambio, si nos fijamos en el ODS 8 (“crecimiento económico sostenible y trabajo para todos”) y el ODS 10 (“reducción de las desigualdades”) el precio pagado ha sido inasumible. La preocupante cuestión que emerge de este cálculo es: si después de parar buena parte de la actividad económica del planeta durante tres meses obtenemos una reducción tan exigua de nuestra huella ecológica, qué tendremos que hacer para avanzar en la descarbonización prevista para 2030, que según muchos expertos implica una bajada anual de las emisiones del 8 o 9% durante los próximos 10 años? Obviamente, con las recetas convencionales no tendremos bastante. No basta pararnos, tenemos que empezar a actuar de forma radicalmente diferente.

Cooperación o extinción

El concepto clave es la cooperación, auténtica alma del ODS 17 (“Alianzas”), quizás el más infravalorado de todos. La pandemia nos ha hecho agudamente conscientes de que los problemas globales necesitan de una cooperación global a gran escala, como la que ahora tiene lugar en la investigación de tratamientos y vacunas contra la COVID-19. Ninguna empresa, ninguna ciudad, ninguna sociedad, ningún país, ningún bloque económico, será capaz por si solo de afrontar con éxito el doble reto pandemia-emergencia climática. Razones, pues, para la desesperanza? No precisamente. Tenemos un ejemplo, quizás el único en la historia reciente, de caso de éxito en la forma en la que el mundo se enfrentó al temible “agujero de ozono”. Todavía a día de hoy el Protocolo de Montreal, firmado en 1987, constituye la única iniciativa que ha conseguido poner de acuerdo a 196 países más la Unión Europea a la hora de limitar el uso y prever la sustitución progresiva a lo largo de décadas de los agentes expandentes a base de clorofluorocarbonios que destruían la capa de ozono.

Desde las primeras evidencias científicas en 1973 hasta la firma de este acuerdo universal pasaron solo 14 años. Noam Chomsky habla en un ensayo reciente del dilema entre “cooperación o extinción” [4]4 — Chomsky, N (2020) Cooperación o Extinción. Barcelona: Ediciones B. y se muestra escéptico respecto a la capacidad de la sociedad para salir del callejón sin salida. El agujero de ozono tuvo la virtud de ser apto para espectaculares titulares de prensa, gracias a que se lo podía fotografiar y a que todo el mundo entendía qué pasaría si no conseguíamos cerrarlo. Desgraciadamente la emergencia climática no posee estos atributos, y por tanto es espacio fértil para los negacionistas. Lo que sí está claro es que un acuerdo global es posible, y que hay que llegar a él sin tener que esperar a que el deterioro del planeta sea irreversible.

Cooperación política: ¿un oxímoron?

La cooperación es una actividad de riesgo en el ámbito político. A causa de la falta de precedentes a escala global, los gobiernos de todo el mundo, y especialmente los occidentales, han tenido graves problemas para articular respuestas efectivas a la pandemia. La sensación de muchos es que se ha roto el contrato social tácito que establecía que la población se confinaba para permitir a los gobiernos ganar tiempo y preparar una buena estrategia de lucha. La realidad es que, en muchos casos, no ha sido así. La decepción de los ciudadanos y las críticas feroces e interesadas de partidos de la oposición en muchos países han derivado en la pérdida de confianza en las clases dirigentes, abriendo la puerta de par en par a los populismos, que encuentran en las crisis un terreno ideal para conseguir adeptos, incluso en sociedades de larga tradición democrática. Hay que esperar, pero, que la manifiesta incompetencia de los gobiernos que han aplicado recetas populistas en varias partes del mundo actúe como catalizador de procesos de cambio hacia políticas más sensatas, una vez la población se dé cuenta de que no hay respuestas sencillas a los problemas graves a los que se enfrentan. Y hay que confiar también en que la clase política, ante la magnitud del reto, levante los ojos del corto plazo, es decir, de las próximas elecciones, y haga lo que se supone que tiene que hacer: llegar a consensos, a pesar de las diferencias legítimas, que desbloqueen la acción de gobierno, dar ejemplo de comportamiento y priorizar, por encima de cualquier otra cosa, la gestión profesional y eficaz. Solo así será capaz de recuperar el reconocimiento de la sociedad, aunque el premio no está nunca garantizado: Winston Churchill perdió las elecciones después de liderar su país con éxito durante la segunda guerra mundial.

La cooperación tiene que cambiar

En el mundo de las empresas, la situación es, afortunadamente, diferente. Lo que llamamos “hacer negocio” es un acto de cooperación a lo largo de complejas cadenas de valor. La cooperación – interesada– entre partes es un eficiente mecanismo que permite armonizar objetivos empresariales que muchas veces entran en legítima competencia. Cada acto empresarial exitoso lo es gracias a que todas las partes extraen un beneficio tangible, grande o pequeño, pero en cualquier caso suficiente para validar la transacción y seguir adelante. El mundo de los negocios progresa a base de miles de “win-wins” diarios y cotidianos, salvo cuando hablamos de monopolios u oligopolios. Por eso, la gestión de la pandemia por parte de las empresas de medida mediana o grande, aquellas que tienen más medios y más recursos, ha sido, en general, más exitosa, incluso en aquellos casos en los que su actividad ha sido afectada por completo.

El valor para el accionista tiene que ser reemplazado por el valor para la sociedad, entendida de manera amplia: empresas con un propósito clar que tiene que poder alinearse de forma directa con la consecución del bien común

Para las pequeñas y algunas medianas empresas de sectores directamente afectados como el turismo, la hostelería, la automoción, el transporte y el comercio, las consecuencias de la pandemia están siendo devastadoras. Estas empresas constituyen en muchos casos el tejido básico de muchas economías regionales y locales. Su desaparición no podrá ser compensada por las grandes empresas, el fin último de las cuales no ha sido durando las últimas décadas la de generar ocupación, sino la de pagar dividendos a sus accionistas. Ahora la pandemia las pone ante un espejo que devuelve una imagen nada halagadora. El valor para el accionista, un axioma empresarial desde hace 30 años, tiene que ser reemplazado por el valor para la sociedad, entendido de manera amplia. Proveedores, clientes, empleados, accionistas, comunidades, centros educativos y de investigación, ONGs, sociedad civil, y, sobre todo, el planeta: todos tendrían que formar parte de la hoja de ruta de las empresas con conciencia. Empresas con un propósito claro que tiene que poderse alinear de forma directa con la consecución del bien común. Se trata sin duda de un golpe de timón radical que, a pesar de todo, hay que dar con el convencimiento de que la sociedad y los consumidores lo sabremos recompensar.

Más allá de los balances

Uno de los frenos que encuentran las empresas a la hora de orientar su actividad es la tiranía de los balances y la presentación trimestral de resultados. Los tradicionales criterios de valoración de resultados ya no sirven. En un mundo pandémico y con el clima acelerando hacia el desastre no podemos permitir que el beneficio sobre ventas continúe rigiendo las decisiones estratégicas. El balance trimestral –si es que hay que seguirlo publicando– tiene que incluir los impactos sobre cada uno de los públicos relevantes, y la valoración del éxito conseguido por la empresa tiene que basarse en qué cambios positivos ha ayudado a producir para cada uno de ellos. En este contexto, el beneficio empresarial y el crecimiento por el crecimiento pasan a ocupar una posición secundaria.

En un mundo pandémico y con el clima acelerando hacia el desastre, no podemos permitir que el beneficio sobre las ventas continúe rigiendo las decisiones estratégicas: el beneficio empresarial y el crecimiento por el crecimiento pasan a ocupar una posición secundaria

Las empresas, al fin y al cabo, hemos sido responsables en buena parte de la degradación de nuestro entorno, puesto que cada producto, cada servicio que hemos generado, ha ido aparejado a un conjunto de externalidades negativas que nuestros consumidores no han pagado, porque nadie las había incluido en el precio. Es momento de que esto cambie. Una camiseta de algodón producida en Bangladesh y transportada por vía marítima a miles de kilómetros (que el mayorista de ropa compra a un euro y vende en la tienda de ropa a cinco para que el consumidor final pague 20) es una evidencia de que no estamos compensando las disrupciones que esta producción provoca en los bosques, en los océanos o al aire que respiramos. Los consumidores tenemos que afilar nuestro conocimiento sobre el coste real de la actividad económica y aliarnos para exigir transparencia. Tenemos mucho más poder del que imaginamos. Nuestras decisiones de consumo muy informadas son el primer paso para reconducir la economía hacia el camino de la sostenibilidad. Las empresas, por su parte, tenemos que confiar en que nos puede ir bien haciendo el bien. El bien común tiene que ser nuestra guía principal, y el factor de alineación que sirva para poner de acuerdo a empresas y gobiernos, con la colaboración público-privada como elemento indispensable para salir adelante.

Crecimiento – ¿sin crecimiento?

Si las empresas somos –al menos parcialmente– responsables del desbarajuste en el que nos encontramos, entonces tenemos que ser responsables también de aportar las soluciones. Soluciones que no son fáciles de implementar porque implican postergar la satisfacción de las “necesidades” de nuestros accionistas. En un futuro no muy lejano tendrá que ser factible presentar a una junta general de accionistas un informe en el cual unos resultados económicos estables o incluso decrecientes respecto del año anterior sean valorados positivamente si se han conseguido con un menor impacto sobre el medio ambiente, con un menor consumo de recursos, incrementando la circularidad de las operaciones, y demostrando que la actividad de la empresa ha beneficiado a amplias capas de la sociedad.

Muchas empresas dicen que ya han integrado los ODS en su estrategia, ¿pero cuántas están dispuestas a renunciar al crecimiento por el crecimiento a fin de beneficiar a la sociedad? Hay que dejar atrás el famoso síndrome del espectador descrito ahora hace cincuenta años: cuesta mucho ser lo primero al dar auxilio a una víctima cuando a nuestro alrededor muchos solo miran la emergencia. Todos pensamos que tiene que ser el vecino quien actúe primero. Las empresas –y los gobiernos– con conciencia tienen que actuar como si la salvación del mundo dependiera solo de cada una de ellas, y de cada uno de nosotros, porque en el fondo es así. El planeta es aquella persona que ha sufrido un grave accidente en un camino solitario donde aparte de nosotros no hay nadie más para poderla ayudar.

¿’Reset’ o normalidad?

¿Utopía? Antes de la pandemia, posiblemente sí. Ahora la pandemia nos ofrece la posibilidad de hacer un reset al sistema, de evaluar los efectos de este macro experimento forzoso que ha llevado a la economía mundial a la paralización, y de sacar valiosas consecuencias para el futuro inmediato de la humanidad.

La pandemia nos ofrece la posibilidad de hacerle un reset al sistema y sacar valiosas consecuencias para el futuro inmediato de la humanidad; hacen falta líderes que se atrevan a plantear que no hay crecimiento infinito en un mundo finito

Einstein decía que es de locos esperar resultados diferentes si hacemos lo mismo una y otra vez. “Business as usual”, por lo tanto, no es ya una opción válida. El mundo empresarial tiene que aprender las lecciones que está impartiendo la COVID-19 y extraer las conclusiones correctas, que ayuden a proyectar la actividad de los próximos diez años hacia la consecución de los ODS. La pandemia ha despertado muchas conciencias, incluyendo al más alto nivel, pero una cosa es entender y otra muy diferente, actuar. La brecha entre pensamiento y acción es enorme. Aun así, hemos visto que es posible tomar decisiones dolorosas de un día para otro. Ya nos advertía Greta Thunberg cuando nos decía que “nuestra casa se está quemando”. El sentido de urgencia es posiblemente uno de los menos urgentes de los sentidos. Por eso hacen falta líderes, a todos el niveles, que se levanten por encima del statu quo y se atrevan a plantear lo que muchos no quieren sentir: no hay crecimiento infinito en un mundo finito.

Un meme que circulaba hace días por la red afirmaba: “No podemos volver a la normalidad – porque la normalidad era el problema”. Encontramos entre todos, pues, la nueva normalidad donde la cooperación entre empresas, entre países, entre gobiernos, sea la opción por defecto, y aprovechemos esta oportunidad. Es la segunda que tenemos en el siglo XXI, después de la gran crisis económica del 2008. Quizás no habrá una tercera, antes de que sea demasiado tarde.

  • REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

    1 —

    Rosling, H. (2018) Factfulness. Londres: Sceptre Books

    2 —

    Gates, B. (2020) Covid-19 is awful, Climate Change could be worse. Disponible en línea.

    3 —

    Global Footprint Network (2020) Earth Overshoot Day is August 22, more than three weeks later than last year. Disponible en línea.

    4 —

    Chomsky, N (2020) Cooperación o Extinción. Barcelona: Ediciones B.

Carles Navarro

Carles Navarro

Carles Navarro es Ingeniero químico por IQS y tiene un máster en dirección comercial y marketing por ESADE. Ingresó el 1989 en la empresa química BASF Española SL, de la que es director general desde 2016. Ha dirigido empresas del grupo BASF en Turquía y en Canadá. Actualmente es presidente de la Federación Empresarial de la Industria Química Española (FEIQUE), miembro del Comité Ejecutivo y presidente de la Comisión de Desarrollo Sostenible y Medio Ambiente de CEOE y vicepresidente de la Cámara de Comercio Alemana para España.