Aunque algunas terminologías próximas al concepto de interseccionalidad son ya incorporadas en normativas autonómicas y estatales, el concepto mismo sigue siendo poco conocido y aplicado en los feminismos, y en especial, en el seno de las políticas públicas [1]. Para rastrear la emergencia de la interseccionalidad como una de las aportaciones feministas más significativas es necesario comprender el contexto histórico que supuso “el giro de la conciencia feminista”, en el salto de la segunda a la tercera ola feminista [2]. En este contexto, como veremos a continuación, se fueron elaborando las bases conceptuales y políticas de la interseccionalidad siempre que lo entendamos como la “sinergia inseparable” entre la investigación crítica y la praxis feminista, convirtiéndose desde entonces en una herramienta fundamental de y para las teorías críticas, incluyendo las teorías críticas del derecho y los estudios activistas.

Orígenes de la interseccionalidad

Desde la década de los años 70 se fueron elaborando importantes críticas a los conceptos de “mujer” y “opresión” que fundamentaron los feminismos de la segunda ola feminista (los feminismos liberal, radical y socialista). Así, por ejemplo, los feminismos lesbianos destacaron la ausencia de la orientación sexual en estos análisis y revelaron la “heterosexualidad obligatoria” como un régimen político, evidenciando que la “mujer” y la “opresión” fueron teorizados a partir de marcos de pensamiento heterosexuales [3]. Igualmente, las feministas negras norteamericanas cuestionaron la ausencia de “raza” y clase en el pensamiento feminista [4]. También las feministas chicanas, a partir de sus vivencias y teorizaciones sobre la frontera geográfica, que también era lingüística, sexual y epistémica, señalaron la necesidad de tener en cuenta las experiencias de las mujeres migrantes y originarias de comunidades ancestrales y, por lo tanto, su identidad múltiple [5]. Por su parte, el “feminismo del Tercer Mundo” denunció el tratamiento que desde algunos sectores feministas de izquierdas se venía haciendo de la “Mujer media del Tercer Mundo” como una mujer esencialmente víctima de la cultura o de la religión, tratamiento que acababa legitimando el salvacionismo de las mujeres del sur global por parte de las feministas del norte [6].

Este devenir crítico que se ha denominado feminismos periféricos, de otros o del Sur constituye una genealogía feminista que ha venido cuestionando la idea de que existe “una opresión” compartida y esencial que explica la subordinación de “la mujer” [7]. Más bien, el punto de partida de la tercera ola feminista supuso poner en evidencia que la “mujer” a la cual remite la segunda ola era, en términos de sujeto jurídico, una mujer blanca, heterosexual, de clase media y con cierto nivel cultural, cuya experiencia de opresión fue interpretada como la universal, sustituyendo las de todas las otras mujeres. Desde este punto de vista, podemos señalar que, si las prácticas y las reflexiones feministas no incorporan las variables de orientación sexual, “raza”, clase, colonialismo, diversidad funcional o edad, entre otras posibles según los contextos, corren un elevado riesgo de reproducir sesgos heterosexistas, racistas, clasistas, etc., con las importantes implicaciones que eso tiene en las teorías y prácticas emancipadoras.

A menudo, los estudios sobre interseccionalidad suelen situar su origen en el feminismo negro norteamericano a partir de la obra de la abogada afroamericana Kimberlé W. Crenshaw [8] [9] o, como mucho, en el famoso Manifiesto del Combahee River Collective (1977) [10]. Sin embargo, reconociendo las innegables aportaciones que desde allí también alimentaron el origen de la interseccionalidad, según mi opinión, esta tarea de reconfiguración epistemológica vino determinada por la sinergia generada a partir de todas las propuestas críticas ya presentadas, teniendo siempre en cuenta que, por una parte, no están arriba expuestas todas las que son, y de otro, también desde otras latitudes y espacios se han ido elaborando teorías y prácticas sobre la multiplicidad de las discriminaciones aunque no se denominaran interseccionales.

En este sentido amplio, podemos entender la interseccionalidad como el abordaje de las problemáticas y propuestas feministas a partir de variables como sexo-género, “raza”, clase, orientación/identidad sexual o diversidad funcional, entre otras posibilidades, examinando la manera que estas posibles variables se co-constituyen de manera situada. Con otras palabras, se trata de comprender que las subordinaciones de las mujeres no sólo tienen que ver con lo que hacen los hombres.

La tercera ola feminista puso en evidencia que la “mujer” a la cual remite la segunda ola era una mujer blanca, heterosexual, de clase media y con cierto nivel cultural. Su experiencia de opresión fue interpretada como universal, substituyendo al resto

Desde este enfoque, ni todas las mujeres sufren las mismas violencias ni todas las violencias sobre las mujeres se constituyen bajo los mismos ejes, lo cual tiene implicaciones fundamentales en el ámbito de las políticas públicas a la hora de prevenir y abordar las múltiples formas de las violencias sobre la diversidad existente de mujeres. Bajo esta perspectiva, desde la obligación de recogida de datos específicos en el ámbito de las violencias machistas por parte de las administraciones, hasta la implementación de estándares internacionales como la diligencia debida, pasando por la elaboración de diagnósticos coparticipados con las personas afectadas, un enfoque interseccional supone también reconfigurar la construcción de las políticas públicas a partir del reconocimiento de la subjetividad política y de la agencia de las personas afectadas quien, lejos de ser consideradas únicamente víctimas, poseen saberes y conocimientos propios imprescindibles para una política pública que pretenda la transformación social.

El reconocimiento de la interseccionalidad en la normativa internacional y estatal

Aunque no nombra directamente la interseccionalidad, la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar las violencias contras las mujeres, Convención de Belem do Pará (1994), es el primer documento que alude a la multiplicidad de factores que generan la vulnerabilidad de las mujeres a la violencia. Por su parte, la Declaración y Plataforma de Acción de Beijing (1995) reconoce por primera vez, en el marco del sistema universal de protección de los derechos humanos, que la multiplicidad de factores puede ocasionar discriminación en contra de las mujeres. Pero no será hasta la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las formas conexas de Intolerancia, Conferencia de Durban (2001), cuando se reconoce expresamente el concepto de “discriminación múltiple” en varias ocasiones, vinculada a los factores raza y género, y de manera nueva en el derecho internacional. Sin embargo, es necesario señalar que han sido las Observaciones y Recomendaciones Generales de las diferentes Convenciones las que han introducido la interseccionalidad en el ámbito internacional a partir de los Comités, a pesar de ser soft law. También es destacable la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, donde se han formulado sentencias históricas [12], reconociendo la discriminación interseccional llevada a cabo por parte de los estados.

Existen reconocidas autorías a la hora de abordar el complejo debate, todavía no resuelto, sobre convergencias y divergencias entre las discriminaciones múltiple, compuesta o interseccional o entre el enfoque unitario, múltiple o interseccional. A modo de síntesis, podemos afirmar que aunque la discriminación múltiple ha estado presente en el discurso institucional desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos, donde ya se reconocía la potencial discriminación por una pluralidad de motivos, a los que abogan por el uso de la discriminación interseccional y no múltiple, argumentan que mientras la primera permite entender los efectos propios que genera este tipo de discriminación, configurando por lo tanto un nuevo tipo de discriminación, la segunda se limitaría a entender los efectos de manera aditiva.

Si la discriminación múltiple, de manera generalizada, hace alusión a discriminaciones separadas que coinciden en una situación dada, la interseccional genera además una forma nueva y específica de discriminación que afectaría de manera sistemática en determinados grupos de mujeres. A modo de ejemplo, de este último caso podríamos citar la esterilización de las mujeres con diversidad funcional o el asedio que sufren las mujeres gitanas en los hipermercados por parte de la seguridad contratada por los mencionados centros. De hecho, actualmente, en el ámbito del derecho antidiscriminatorio, la interseccionalidad es entendida como «la discriminación por más de un motivo cuando la contribución específica de cada uno es indiscernible (efecto sinérgico), o cuando los efectos totales de las discriminaciones se pueden apreciar únicamente teniendo en cuenta la combinación de dos o más motivos (efecto cumulativo)».

En el caso europeo, a partir del año 2000, el concepto de discriminación múltiple se insertó en la Directiva 2000/43/CE para la implementación del principio de igualdad de trato sin distinción de origen racial y en la Directiva 2000/78/CE de no discriminación en el empleo y en la formación, que estableció un marco general para combatir la discriminación partiendo de la religión o creencia, discapacidad, edad y orientación sexual en materia laboral. Sin embargo, estas normativas abordan separadamente las desigualdades y no mencionan la interseccionalidad. Mientras tanto, hasta el año 2000 el género ha sido abordado en Europa desde un enfoque unitario, en las últimas dos décadas, el enfoque múltiple ha sido adoptado en la legislación y en la agenda política europea y, sólo muy recientemente, se entrevé la posibilidad de un enfoque interseccional, aunque acompañada, eso sí, de intensos debates.

En el caso de España, a modo de ejemplo, podemos citar la Ley 3/2007 para la igualdad efectiva de hombres y mujeres, que en el artículo 20.c ya hacía referencia a la discriminación múltiple, y también la Ley 1/2004, de medidas de protección integral contra la Violencia de Género, al arte. 32.4 refiere la necesidad de atender especialmente la situación de las mujeres que puedan tener más riesgo de sufrir la violencia de género. Con respecto a las leyes autonómicas más destacables, la Ley autonómica del País Vasco para la Igualdad de Mujeres y Hombres, Ley 4/2005, recoge en su art. 1.c la necesidad de garantizar los derechos fundamentales “de aquellas mujeres o grupos de mujeres que sufran una múltiple discriminación”, y en su artículo 16.c, sobre la adecuación de estadísticas y estudios, apunta la necesidad de diseñar e introducir los indicadores y mecanismos necesarios que permitan el conocimiento de la incidencia de otras variables cuya concurrencia resulta generadora de situaciones de discriminación múltiple. Por su parte, en la Ley catalana 11/2014, de 10 de octubre, para garantizar los derechos de las lesbianas, gais, bisexuales, transgéneros o intersexuales y para erradicar la homofobia, la bifobia y la transfobia, su artículo 4.e también define la discriminación múltiple.

Aunque utilicen el concepto de interseccionalidad, las políticas feministas y de igualdad reproducen desigualdades entre las mujeres y refuerzan las estigmatizaciones

Sin embargo, en general, estas disposiciones no han ido acompañadas hasta ahora de dispositivos eficaces que en el ámbito de la política pública garantizaran su desarrollo y cumplimiento. De allí el enorme reto que enfrenta la reciente Ley catalana 17/2020, del 22 de diciembre, de modificación de la Ley 5/2008, del derecho de las mujeres a erradicar la violencia machista, al incorporar expresa y directamente, ahora sí, el concepto de interseccionalidad en su artículo 3.k, ya que no se cuenta con antecedentes prácticos significativos de implementación de este concepto en el ámbito de las políticas públicas contra las violencias machistas en España.

A modo de conclusión

A partir de una reflexión feminista interseccional, más allá de los debates teóricos e institucionales sobre la incorporación del concepto en el ámbito jurídico e institucional, podemos señalar al menos tres alcances fundamentales de la misma en el plano de la política y la ética feministas. En primer lugar, los análisis interseccionales desplazan el foco hacia la dimensión del poder como elemento constitutivo de las relaciones sociales, no sólo sobre las mujeres, sino también entre los mismos grupos de activismo político feminista, sus agendas y propuestas legislativas. En segundo lugar, señalan el papel del derecho en la producción de efectos excluyentes de las políticas de igualdad al centrarse en el género de manera aislada. Y finalmente requieren la intersección entre disciplinas y saberes diversos que permita la deconstrucción y la descolonización de los discursos jurídicos feministas, que, todavía en nombre de todas las mujeres, sólo reconocen como sujetos de derechos reales y concretos a algunos perfiles de mujeres.

En este sentido, la interseccionalidad nos interpela a hacernos cargo de una responsabilidad histórica y generacional en el seno de los feminismos: revelar como también las políticas legislativas feministas y las políticas públicas de igualdad están reproduciendo desigualdades entre las mismas mujeres, y reforzando las estigmatizaciones, aunque estas mismas políticas y leyes puedan utilizar el concepto de interseccionalidad. Sólo a partir de este despertar, primer paso necesario para el desmontaje de las estructuras de poder que en el interior de los feminismos sostienen la mencionada reproducción, podremos construir una agenda pública feminista interseccional que responda a las múltiples necesidades y demandas de las mujeres en su diversidad.