Estamos en un momento en el que Europa necesita volver a tener sentido para la gente, resultar comprensible y útil. La simple apelación a “más Europa”, aunque apunte a un objetivo que defendemos los federalistas, no puede ocultar el hecho de que hay maneras diferentes de plantear esa mayor integración, que el ritmo de esa integración puede ser diferenciado y que algunas cosas que se han planteado como una necesidad sin alternativas permitían otro modo de realización. Hemos de reconocer que tanto la praxis de la integración furtiva como ese tono imperativo de su correspondiente narrativa sugería una rendición ante la supuesta necesidad de ciertos imperativos que despolitizaban tales decisiones y resultaban irritantes para una ciudadanía que ya no tolera como en otros momentos ser tratada como un destinatario pasivo de decisiones tecnocráticas. Estamos ante el reto de volver a ganar no tanto unas elecciones como la voluntad de la gente, sin la cual un proyecto como el de la Unión Europea no puede sostenerse. Necesitamos más Europa, por supuesto, pero sin que ello signifique que esa Europa no pueda y deba ser también diferente. En este sentido, la indeterminación con que Juncker planteó las opciones futuras de la Unión al presentar el Libro blanco el año pasado puede ser considerada como un punto de partida abierto que contrasta con el modo cerrado como se nos comunicaban las decisiones adoptadas, una invitación a la reflexión y el debate más apropiado en una sociedad democrática que la apelación a la inevitabilidad de las cosas.

Déficit de inteligibilidad

Mi hipótesis es que la UE vive un «momento teórico», es decir, un momento en el que la innovación conceptual es fundamental si queremos escapar del atasco en el que nos encontramos, que es, antes que nada, un déficit conceptual. Entre los muchos déficits que se achacan a la UE, uno de los menos denunciados y no por ello menos importante es el déficit de inteligibilidad. Hay grandes controversias acerca de si Europa es democrática o justa, representativa o eficaz, pero de lo que no cabe ninguna duda es que resulta actualmente ininteligible, que no hay quien la entienda. Europa ha perdido a sus soberanos y no ha recuperado uno a nivel europeo, sustituido por una máquina, consensual o asimétrica según los casos, que consagra la irresponsabilidad. Europa no tendrá sentido mientras no haya una narrativa que pueda ser entendida y aceptada por su ciudadanía. Entender la UE no es un ejercicio meramente descriptivo, sino una reflexión de la que se siguen consecuencias normativas, es decir, que determina cuáles son las expectativas razonables qué podemos plantear en relación con su modo de gobierno, legitimidad y democraticidad. No da igual que la entendamos como una negociación intergubernamental o como un experimento transnacional; no plantearemos las mismas soluciones si la concebimos como una agregación de intereses o una puesta en común exigida por las transformaciones políticas de las sociedades contemporáneas, sus posibilidades y sus riesgos específicos. Pues bien, sostengo que la UE debe ser entendida como una democracia compleja, no a partir de los modelos de democracia vinculados a la forma del estado nacional y, por eso mismo, con unas grandes potencialidades a la hora de pensar cómo organizar políticamente espacios más densos, abiertos y complejos.

Comprendo las suspicacias frente a los enfoques demasiado teóricos que suelen vagar cómodamente por el espacio de la teoría y se desentienden del diseño institucional o la complejidad del juego político. Pero si alguna pretensión tiene la filosofía política es la de suturar esa escisión entre lo teórico y lo práctico, entre lo normativo y lo descriptivo, que es todo un síntoma del agotamiento de las teorías acerca de Europa. Probablemente de lo que estemos más necesitados es de una teoría de Europa que no sea ni una mera descripción de la mecánica institucional ni una vaga nebulosa cosmopolita.

La filosofía política es fundamental para entender una polity tan singular como la UE y su novedad en relación con el modelo del estado nación. Tiene incluso alguna ventaja comparativa en la medida en que no es una disciplina cuya trayectoria esté tan estrechamente ligada al universo conceptual de los estados como es el caso de la ciencia política, las relaciones internacionales o el derecho constitucional. Al mismo tiempo, la UE plantea un enorme desafío a la filosofía política y a la teoría de la democracia, en la medida en que le obliga a verificar ciertos presupuestos y a examinar su resistencia conceptual y práctica en nuevos contextos.

La Unión Europea tiene un desafío democrático, pero también implica un desafío para la filosofía política. Así pues, la pregunta que hemos de hacernos es doble. ¿Qué contribución debe hacer la teoría política para entender la Unión Europea y qué desafío plantea a la teoría política una polity tan novedosa como la Unión Europea? Si lo primero exige organizar las instituciones y procedimientos de decisión de manera que estén a la altura de nuestros criterios de democraticidad, lo segundo implica revisar tales criterios de democraticidad para que no sean incompatibles con la compleja realidad de la Unión Europea. La primera operación por sí sola conduce a un normativismo extremo ajeno a las condiciones de posibilidad en las que se desenvuelve de hecho nuestra vida política; si únicamente realizáramos la segunda operación, estaríamos rebajando nuestros ideales democráticos a la facticidad de nuestro mediocre «ir tirando». A mi juicio, el único modo de evitar el moralismo y el cinismo es entender el doble desafío democrático —teórico y practico— de la Unión Europea y resolverlo en el seno de una teoría de la democracia compleja. Esta operación no sería una especie de juego de suma cero entre la teoría y la práctica, entre los vales democráticos y las realidades políticas, sino una enorme posibilidad para ambas, de manera que, si lo hacemos bien, tendríamos una teoría de la democracia más sofisticada y unas instituciones europeas más democráticas.

Se trataría, en primer lugar, de perseguir los fines de la Unión Europea en relación con los de los estados miembros sin subordinar estos a aquellos. El actual modelo ha tenido un alto coste, en términos de desafección y victimización. La clave sería una idea novedosa de poder a nivel europeo que tomara plenamente en consideración los intereses de los estados miembros sin imponerse sobre ellos. Para que tal cosa sea concebible y comprensible no solamente hacen falta grandes innovaciones políticas en Europa sino, sobre todo, en el pensamiento político. No se trata de encontrar nuevas instituciones para adaptar ideas familiares a nuevos contextos, sino entender que los cambios en la configuración de nuestras realidades sociales, en Europa y en el mundo, exigen una reconstrucción de la teoría de la democracia que la despoje de todo lo que se le ha ido vinculando como si fuera parte esencial de ella (soberanía, territorialidad, homogeneidad, estatalidad, por ejemplo) y no un aditamento contingente del que puede y debe prescindir.

La Unión Europea debe ser entendida como una democracia compleja, no a partir de los modelos de democracia vinculados a la forma del estado nacional, y por eso mismo tiene grandes potencialidades

Hasta ahora hemos resuelto esta cuestión o bien tratando de extender los conceptos básicos de la democracia —como demos, representación o control popular— al ámbito europeo o con el truco de considerar que nos encontrábamos ante una realidad sui generis y que, por consiguiente, las categorías básicas de la democracia podían permanecer inalteradas admitiendo en este caso una inofensiva excepción. Pero el problema sigue esperándonos con toda su gravedad: ¿cómo pensamos y construimos una realidad democrática disociada de su fundamento territorial y de la realidad de un estado soberano? Resolver este problema no implica sólo innovación institucional sino, sobre todo, reconsideración de nuestro concepto de democracia o, planteado en sentido inverso: sólo seremos capaces de la innovación institucional que hemos de hacer si volvemos a pensar nuestro concepto de democracia y las categorías asociadas a ella

Democracia compleja

El concepto de una democracia compleja puede servir para dos cosas: para renovar un concepto de democracia cuyas principales categorías fueron acuñadas en épocas de gran simplicidad y para repensar nuestros estándares de democraticidad sin violentar la naturaleza de una entidad política tan compleja como la actual Unión Europea. No deberíamos rendirnos a la dificultad del asunto, tanto teórica como práctica, y dar por sentado que la Unión Europea ha transpasado unos límites de complejidad más allá de los cuales la idea misma de democracia dejaría de tener sentido.

Una de las mayores simplificaciones ha sido la de pensar la democracia, también la democracia de la Unión Europea, sobre la base del modelo del estado nacional. Buena parte de la semántica del déficit democrático tiene como transfondo la idea de una estatalidad deficitaria, de un estado fallido incluso, cuando lo que debería pensarse es una realidad institucional no estatal en la que se ponen en juego otros actores, otras lógicas y otra legitimidad. Si Tocqueville aseguraba que había prescindido de los viejos modelos para entender la democracia en América, ¿de qué tendríamos que prescindir para configurar la democracia en Europa?

Pues probablemente deberíamos comenzar abandonando el prejuicio de pensar que hay una incompatibilidad entre complejidad y democracia. ¿No podría ser más bien que al aumentar su complejidad las sociedades tienden a ser más democráticas o que, dicho de otra manera, es más verosimil que se gobiernen democráticamente? Se podría hablar así de las ventajas de la complejidad para la democracia y las ventajas de la democracia para las realidades complejas; lo primero, porque la multiplicación de actores, intereses e instancias de gobernanza equilibra el ejercicio del poder y dificulta la imposición unilateral, mientras que lo segundo se debe a que la democracia permite articular esa pluralidad mejor que cualquier otro sistema de gobierno. La democracia no está reñida con la complejidad; es, por el contrario, el sistema de gobierno que mejor la gestiona debido a su dinamismo interno y a su capacidad de autotransformación.

Frente a la inaceptable conclusión de Carl Schmitt de que la democracia sólo es posible bajo las condiciones de una exclusión o aniquilación de lo heterogéneo, podemos constatar que muchos sistemas nacionales de gobierno operan con éxito en condiciones de profunda heterogeneidad. No deberíamos excluir de antemano la posibilidad de adaptar las instituciones democráticas a contextos que de entrada no lo ponen nada fácil. Es cierto que la complejidad técnica de muchas de nuestras decisiones, la densidad institucional, la dificultad de delimitar los problemas o los efectos de las decisiones… son propiedades que contrastan con las categorías mediante las cuales solemos otorgar el certificado de calidad democrática y que tienen un tono de simpleza, inmediatez y abarcabilidad. Si las ficciones útiles de la democracia fueron categorías que permitieron conferir un formato político a las sociedades que había que democratizar, hoy, en sociedades más complejas, su aplicación irreflexiva puede despolitizarlas fatalmente. Como advirtió Kelsen, la idea de un interés general y una solidaridad orgánica que trasciende los intereses de grupo, clase o nacionalidad es, en última instancia, una ilusión antipolítica. La construcción de la voluntad general no puede ser hoy sino un compromiso entre diferentes (actores, niveles institucionales, pluralidad de valores, culturas políticas… ).

Hay democracia únicamente cuando los gobernados obedecen a leyes de las que, con todas las mediaciones institucionales de una sociedad compleja, son autores. ¿Es posible insistir en dicha autorialidad en sistemas políticos complejos que no pasan por la forma ya experimentada de la democracia representativa en la escala del estado nacional? Este es el desafío principal que constelaciones políticas postnacionales como la UE o los procesos de gobernanza global plantean actualmente al pensamiento político, donde se trata de preservar la complejidad y gestionarla, no de suprimirla.

Más que un déficit democrático, puede que Europa tenga un dilema democrático. Hablar de déficit es banalizar un poco la complejidad del asunto y suscitar unas expectativas que serían satisfechas cuando se aplicaran a la UE los criterios que rigen las democracias de los estados. Que tengamos, más bien, un dilema democrático significa que estamos ante algo que propiamente no se puede resolver y que únicamente cabe re-equilibrar. Hay dos vectores diferentes de democratización —el de los estados miembros y el de los desafíos transnacionales— ninguno de los cuales se puede subsumir completamente en el otro y este carácter compuesto de la Unión debe ser respetado en cualquier compromiso democrático que se alcance. Por eso la primera complejidad de la Unión procede del hecho de que intervienen tres lógicas —la de los estados, la intergubernamental y la transnacional— y sería absurdo esperar la solución a nuestros problemas de la supresión de alguno de estos planos o de su completa subordinación. La agenda de Europa debería despedirse completamente de la semántica de la armonización y la unidad para transitar hacia la gestión equilibrada de constelaciones complejas. Y debería hacerlo en un momento histórico en el que es más imperiosa la necesidad de entender la democracia como poder compartido: con gobiernos sub-nacionales y con instituciones supra-nacionales, con una variedad de organizaciones públicas y privadas, con ONGs y agencias internacionales.

La narrativa de Europa como democracia compleja parece estar condenada al fracaso cuando lo que pretendemos es que la gente lo entienda. Europa corre el riesgo de convertirse en víctima de la complejidad en unos momentos en los que la política gira hacia el populismo y los mensajes simples. Ahora bien, ¿es preferible que dicha narrativa sea comprensible si lo comprendido tiene muy poco que ver con aquello que había que explicar? Y además, complejidad no es lo mismo que complicación. La complejidad tiene no tanto que ver con la explicación de todas las recursividades que intervienen en la vida institucional de la Unión Europea —frente a nuestras ideas de causalidad y atribución, placidamente instaladas en el marco categorial de los estados soberanos— sino con la capacidad de hacer entender que estamos jugando a un juego menos intuitivo, en el que hemos de comprender la lógica, extraña para la mentalidad nacional pero no especialmente obstrusa, de las interdependencias, las soberanías compartidas, los riesgos y las oportunidades comunes o los intereses vinculantes.

Es cierto que la gente tiene grandes dificultades a la hora de reconocer en Europa una estructura democrática, cuando la autodeterminación parece sucumbir frente a complejos sistemas de negociación y constricciones de todo tipo apenas justificadas, que entronizan el principio de lo técnicamente posible frente a lo que parece políticamente deseable para la evidencia inmediata. Sobre la base de esta dificultad, el debate enfrenta a quienes consideran que hay que reinventar la democracia más allá de los confines del estado nación y quienes consideran que basta con extender nuestra concepción tradicional de la democracia a un espacio más amplio; entre los que parecen no incomodarse demasiado con una democracia postparlamentaria y quienes ven la posibilidad de liberar a la democracia de su viejo formato nacional.

La integración europea únicamente resultará valiosa cuando represente un avance en la provisión de ciertos bienes públicos que los estados ya no están en condiciones de garantizar y la gente así lo entienda

En el trasfondo de los debates acerca de la UE está siempre la disputa acerca de la naturaleza de la democracia. Pero conviene no olvidar que debemos comprender la naturaleza de la UE para poder responder a la cuestión de su democraticidad. Esto no significa únicamente entender su funcionamiento institucional de hecho y rendirse a ese juego tantas veces mediocre, sino entender la lógica y los fines para los que se supone que está ese nivel institucional, así como el contexto global en el que se ha de mover. Si la EU fuera susceptible de una democratización convencional, entonces no habríamos necesitado crearla; para los requerimientos de una democracia ya teníamos a los estados nacionales. Tuvo que haber algún déficit en el nivel de los estados nacionales para que surgiera la idea y la necesidad de inventar otro nivel de gobernanza.

La necesaria integración —que es algo más que una mera agregación— de las políticas en Europa, en la medida en que implica una cierta renuncia a determinado tipo de prerrogativas nacionales, solo será económicamente exitosa y democráticamente aceptable si la ciudadanía entiende que esa renuncia es compensada por nuevas capacidades de configuración. La integración europea únicamente resultará valiosa cuando represente un avance en la provisión de ciertos bienes públicos que los estados ya no están en condiciones de garantizar y la gente así lo entienda. Ahora bien, esa democracia no tendrá exactamente la forma en la que la conocemos, sino que supondrá una transformación de la democracia. Alguien podría objetar si no se tratará del viejo truco de llamar democracia a lo que hay y renunciar a cualquier aspiración normativa. Para desmontar esta crítica, la democracia compleja de la UE deberá ser capaz de acreditarse como la forma de organización de las sociedades complejas que mejor resuelve la dificultad de adoptar democráticamente sus decisiones, en los nuevos contextos, conforme a los criterios políticos clásicos de legitimidad y justicia

No deberíamos olvidar tampoco que la configuración de Europa se está llevando a cabo en un tiempo en el que tenemos que pensar también la estructura constitucional del sistema global. La UE puede estar en la vanguardia del combate por configurar espacios democráticos más allá del estado nacional y puede reducir la incongruencia que se produce entre las interdependencias globales y los instrumentos políticos que tenemos a nuestra disposición.

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Daniel Innerarity

Daniel Innerarity és Catedràtic de Filosofia Política i Social a la Universitat del País Basc, investigador de la Fundació Ikerbasque i director de l'Institut de Governança Democràtica. Recentment ha publicat els llibres Pandemocracia: una filosofía de la crisis del coronavirus (2020), Una teoría de la democracia compleja: Gobernar en el siglo XXI (2019), Política para perplejos (2018), Comprender la Democracia (2018) i La democracia en Europa (2017). Col·labora regularment com a articulista en diversos mitjans de comunicació, entre els quals El País i La Vanguardia, i ha estat coordinador del monogràfic 46 de la revista IDEES sobre el futur del projecte europeu.