El análisis de los conflictos territoriales de soberanía permite entender que estos se presentan bajo una doble dimensión, planteando de manera escalonada la cuestión de la legitimidad del sujeto político soberano (demos) y la de la decisión jurídicamente soberana necesaria para resolver el conflicto. Las lecciones que pueden sacarse de ese análisis son claves para abordar después el debate normativo. En este artículo, se abordarán los conceptes de soberanía, conflictos territoriales, nacionalismo y autodeterminación.
Introducción
Entre las preguntas que se nos propusieron como guía para la reflexión en este trabajo figuraba una que entiendo es fundamental para tratar la cuestión de los conflictos de soberanía. Se planteaba si puede tener sentido hablar de soberanía en el siglo XXI, en un contexto internacional marcado por la globalización. Considero que la respuesta a la pregunta es necesariamente afirmativa. Y en una doble dirección. Desde el punto de vista analítico o descriptivo, los conflictos de soberanía, independientemente de la valoración que podamos tener al respecto, son ilustración clara de que la soberanía sigue teniendo sentido en nuestras sociedades. Por otro lado, en una perspectiva normativa, interesada por la justicia, no parece posible reflexionar sobre dichos conflictos sin posicionarse de alguna manera sobre la decisión soberana (en quién ha de recaer, en qué condiciones, según qué procedimiento, etc.).
Esta es una constatación que me parece inapelable, pero he de reconocer que no nos dice nada en particular sobre la naturaleza especial de los conflictos que aquí nos interesan. Antes de centrarme en ellos, creo que es preciso con todo definir aquello que se encuentra en el centro del conflicto. Es decir, la soberanía, qué es y, quizás antes, qué no es [1]1 — A les dues primeres seccions segueixo dos treballs que considero fonamentals sobre el tema de la sobirania, ambdós de dos de reputats juristes francesos: Troper (2011) i Beaud (1994). El primer utilitza l’enfocament típicament iusrealista, centrat en la descripció del fenomen observat, que aquí miro de seguir. El segon és una de les obres de referència en l’estudi de l’Estat i de la sobirania des del seu moment teòric fundador (Bodin) fins a l’actualitat. . El uso, a mi entender, poco riguroso del concepto, tan extendido hoy, creo que obliga a situar con un mínimo de precisión los términos del debate, empezando por aquel que se encuentra en el centro del conflicto.
La banalización de la soberanía
Según un discurso que parece haber ganado mucho terreno, tanto en ciencias sociales como en el debate público, la soberanía se encontraría en crisis. Ya no sería aquello que en algún tiempo pasado fue: un poder absoluto, irresistible e indivisible. Ilustración de ello sería la presión a la que los Estados se verían sometidos desde hace varias décadas, tanto por arriba como por abajo, para compartir un poder que se presenta como anteriormente concentrado e incompartible. Por arriba, la globalización, el mercado, los procesos de integración supraestatal o los de convergencia internacional en diferentes sectores (militar, comercial, etc.) serían una señal de la mutación a la que se habría visto sometida la soberanía. Por abajo, la democratización a nivel estatal, la separación de poderes, los derechos fundamentales (o humanos), la descentralización del poder o los derechos de las minorías serían también ilustración de lo mismo. Mas cabe preguntar si aquello de lo que se habla cuando se hace esa constatación de una soberanía en crisis, o en claro retroceso o mutación, es de la soberanía o de algo diferente.
Si observamos lo que sucede en el orden internacional, no cabe duda de que los Estados se encuentran inmersos en una red de influencias que puede llevar a pensar que ya no hacen lo que quieren, que no son dueños de sus decisiones o de su destino. Algunos ejemplos recientes, como el de la crisis griega en 2015, parecen confirmar dicha impresión. Creo a pesar de todo que conviene al respecto hacer dos comentarios.
Por un lado, puede preguntarse si esto representa en realidad una novedad en el siglo XXI, si los Estados hace un par de siglos (o más atrás), en la que se presenta como la edad de oro de la soberanía, no tenían ya su independencia expuesta a presiones del mismo estilo, en muchos casos peores, por cuanto la guerra y el afán de conquista podían amenazar más seriamente que hoy la existencia e independencia de los Estados. Que el fenómeno de la globalización (más bien su aceleración, pues puede pensarse que no se trata de un fenómeno reciente) haya alimentado o aumentado la percepción que los Estados y sus pueblos pueden tener de depender de otros Estados y pueblos (las llamadas “interdependencias”) entiendo que no es algo que permita presentar este fenómeno como algo radicalmente nuevo.
Hay que evitar la confusión entre soberanía y otros fenómenos, como el poder efectivo o la capacidad de influencia. Sin duda, en el mundo hay actores que tienen una gran capacidad de influencia sobre los estados, pero la decisión soberana sigue siendo prerrogativa exclusiva del Estado
Por otro lado, y es quizás lo fundamental aquí, importa evitar la confusión entre soberanía y otras cosas y términos, como el poder efectivo o la capacidad de influencia. Existen indudablemente en el mundo actores con una elevada capacidad de influencia sobre los Estados. Gigantes económicos como Amazon, Google o Facebook pueden presionar para obtener políticas estatales ventajosas para sus intereses, de tal suerte que se podría pensar que son ellos los que imponen su voluntad a los Estados. Con mayor razón organismos internacionales como el FMI o la OMC. Del mismo modo, parece evidente que Estados como China, Rusia o los Estados Unidos tienen un mayor poder y peso en los equilibrios internacionales y en la evolución de las tendencias dominantes en nuestras sociedades que otros como Colombia, Portugal o Cuba. La capacidad de todos esos grandes actores internacionales para conseguir que su voluntad sea aceptada y seguida por un elevado número de Estados es innegable, pero ha de preguntarse qué relación tiene esto con la soberanía y si la afecta de alguna manera (Troper 2011: 80).
Llevada esa reflexión sobre la soberanía en crisis hasta sus últimas consecuencias, podríamos incluso acabar pensando que, en realidad, muchos Estados entre los menos influyentes ya no son soberanos porque soberanos, propiamente hablando, lo serían los mercados, las grandes empresas y multinacionales, así como los Estados más poderosos, pues son los que parecen con mayor frecuencia acabar imponiendo su voluntad. Ahora bien, aplicar el concepto de soberanía a multinacionales o a organismos internacionales (o solo a un puñado de Estados) sobre la base de su gran capacidad de influencia en las decisiones de un elevado número de Estados sería aberrante. Primero porque no tiene sentido utilizar el concepto de soberanía para hablar del poder de un gigante económico como Amazon. Implicaría, en cualquier caso, romper con la manera como tradicionalmente se ha venido usando el concepto, vinculado con la forma estatal. Segundo, porque el uso del término “soberanía” en un sentido tan libre se estaría utilizando por añadidura desconectado de los hechos, pues lo que se pretendería describir y explicar con él no correspondería en absoluto a lo que realmente sucede.
En efecto, las grandes empresas pueden tener y tienen una gran capacidad de influencia en las decisiones de los Estados, pero no se sigue de esto que las decisiones de los Estados sean decisiones soberanas de las grandes empresas. Estas no disponen, por lo demás, como sí tiene el Estado, de mecanismos coercitivos para obligar a terceros a hacer o dejar de hacer aquello que el soberano desea que se haga o se deje de hacer. Tienen, sí -insisto en ello-, capacidad de influencia. Pero ésta no tiene que ver con la soberanía. Pensar lo contrario nos llevaría a conclusiones tan extrañas y hasta absurdas como que hay Estados más soberanos (EE. UU., China) que otros (España, Marruecos), que hay territorios subestatales (California, Baviera, etc.) más soberanos que muchos Estados independientes, o que Google, Amazon o el FMI son soberanos mientras que muchos pequeños (en influencia) Estados no lo son.
El hecho de que los Estados tomen decisiones bajo la presión de los mercados o de terceros Estados, temerosos de las consecuencias que podría tener no ceder a dicha presión, no hace, pues, que los primeros dejen de decidir soberanamente, ni que los segundos actúen como soberanos suplantando a los primeros. Las presiones y amenazas pueden ser fuertes -pensemos de nuevo en Grecia-, pero ceder a ellas no supone una pérdida o transferencia de la soberanía por parte del Estado que así actúa. Si el Estado es libre de no ceder a la presión, eligiendo quizás un camino sembrado de mayores problemas y penurias, y si esta decisión es inapelable y no puede ser evitada más que recurriendo al uso -ilegítimo- de la fuerza contra él, entonces la decisión soberana sigue siendo prerrogativa exclusiva del Estado. Grecia cedió ciertamente a la presión y a las amenazas que presentaban un horizonte oscuro, pero lo hizo soberanamente. Lo cual significa que habría podido hacer lo contrario. Ejemplos no faltan, desde luego, de Estados sometidos a una gran presión por las fuerzas dominantes a nivel internacional que deciden no hacer caso y seguir su propia línea.
Si fuera cierta la lógica que se utiliza cuando se dice que la soberanía está en crisis o que ya no existe como consecuencia de su relativización en el orden internacional, dichos Estados “rebeldes” a las presiones y amenazas dominantes (piénsese en Cuba, Venezuela, Irán, e incluso el Reino Unido con el Brexit) no podrían imponer su voluntad en su territorio y seguir implementando en él las políticas que prefieran, pues las fuerzas dominantes a nivel internacional, limitadoras -jurídicamente- de su soberanía, simplemente lo impedirían. En la medida en que no es esto lo que sucede, sino lo contrario (se pueden tomar decisiones soberanas difíciles, que aíslen a un Estado y a su pueblo, que le hagan pasar penurias, etc., pero que mantienen de facto la independencia de dicho Estado y pueblo), la tesis que dice que los Estados no son ya soberanos en el siglo XXI, o que la soberanía ha dejado de existir debido a las presiones, amenazas o interdependencias que se observan ciertamente en el orden internacional, parece tener un perfil más ideológico que analítico.
Si nos fijamos bien, ocurre lo mismo respecto de la crisis de la soberanía a la que se apela como consecuencia del desarrollo del derecho internacional, que éste -se supone- generaría. Por una parte, no se ha de pasar por alto que el derecho internacional es fundamentalmente derecho interestatal. No hay un legislador internacional que produzca las fuentes normativas en derecho internacional. Este es creación de los Estados, que actúan -soberanamente- como colegisladores. Y lo hacen, como regla general, por voluntad propia (bajo la presión a la que antes me referí o no), es decir, en ejercicio de su soberanía. Las competencias que de este modo delegan hacia arriba, a organismos internacionales, no son más que la expresión de esa voluntad o aceptación soberana de que ciertas cuestiones sean en adelante reguladas por derecho internacional. Lo cual significa que, en principio, los Estados que así actúan han de privilegiar las normas internacionales competentes respecto de sus propias normas en un ámbito concreto sometido a derecho internacional. Pero esto no es tampoco óbice, como se sabe, para que los Estados se sustraigan al derecho internacional cuando les conviene y así lo desean. Sirva de ejemplo (uno entre muchos) la negativa francesa a entregar a Comores la isla de Mayota [2]2 — Vegeu Cagiao, 2017. . Esta debería haberse independizado del Estado francés en 1975 junto con las otras islas del archipiélago si Francia hubiera aceptado las reglas de derecho internacional en materia de autodeterminación (que, por supuesto, se había obligado a cumplir). Unas reglas que impedían que se troceara el territorio colonial candidato a la independencia (Resolución 3161 ONU [3]3 — Seguida de nombroses altres resolucions que recorden la infracció a la legalitat internacional per part de França en no lliurar Mayotte al nou estat de les Comores. ), exigiendo que se contabilizara el total de los votos emitidos en el referéndum celebrado al efecto. Pero Francia consideró que el voto favorable a la permanencia en el Estado francés de una amplia mayoría de la población en Mayota le autorizaba, en aplicación de su propio derecho (art. 53 de la Constitución de 1958), a mantener a dicha isla bajo su autoridad (Sentencia 75-59 del TC francés de 30 de diciembre de 1975). Es un caso, entre muchos otros, de Estados, grandes o pequeños, más o menos poderosos, que no dudan en seguir el derecho internacional en función de sus intereses.
No hay, pues, un debilitamiento, mutación o desaparición de la soberanía estatal derivada o provocada por la evolución de las relaciones internacionales o el desarrollo del derecho internacional. Dichas relaciones y dicho desarrollo serían, de hecho, imposibles e incomprensibles si se dejara de lado el papel de los Estados como actores soberanos en el orden internacional.
A idéntica conclusión se llega cuando se observa con detenimiento lo que sucede dentro de las fronteras estatales. Como antes se dijo, la separación horizontal y vertical de poderes, la democratización y protección de los derechos fundamentales, de los derechos de las minorías representan con toda seguridad límites a la actuación soberana del Estado. Mas cabe nuevamente preguntarse si estos límites expresan una mutación o crisis de la soberanía estatal, o si no son en realidad precisamente expresión de dicha soberanía.
El largo y costoso proceso de liberalización y democratización de los Estados iniciado tras las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII ha conllevado un progresivo reparto y división del poder, su especialización a nivel horizontal, mediante la atribución a órganos diferentes de la capacidad de gobernar, de hacer la ley y de impartir justicia, y también, allí donde se ha optado por una forma de Estado federal o descentralizada, de llevar a cabo esa misma (o parecida) separación a nivel territorial, poniendo la función ejecutiva, legislativa y judicial a menor distancia de los ciudadanos en una serie de ámbitos que quedan así bajo su responsabilidad. El mencionado proceso ha llevado, de este modo, a que Estados que anteriormente acumulaban el poder en unas pocas manos hayan ido adaptándose a una mayor participación y protagonismo del pueblo, que es el sujeto político en nombre del cual el poder se asume y ejerce en Estados que se empiezan a considerar democráticos.
Ahora bien, no parece que esto haya cambiado nada, o nada especialmente relevante, respecto de la soberanía en su sentido clásico. Ni la soberanía imputada al sujeto político originario (el pueblo o nación), ni la soberanía del Estado y sus poderes (representantes del pueblo) parecen haberse visto afectadas por la democratización y liberalización progresiva de los Estados. Podría entenderse incluso que el peso teórico, legitimador del poder, que adquiere el sujeto soberano popular en nuestras democracias es algo que, más que debilitar o relativizar, refuerza su soberanía. Bastaría para mostrarlo el elevado número de referéndums populares que en los últimos 50 o 60 años se ha considerado necesario organizar para tomar decisiones fundamentales que -se entiende- solo el auténtico soberano puede tomar. Pero esto puede parecer también un detalle habida cuenta de que el funcionamiento normal de los Estados democráticos se canaliza por medio de los órganos de representación más que por la democracia directa.
La tesis según la cual la soberanía se encontraría en crisis insiste en los límites que tienen los poderes públicos, los representantes del pueblo, en el ejercicio de sus responsabilidades, de tal suerte que no pueden ya hacer lo que quieran. Esto es algo que diferencia, sin duda, a un Estado democrático de otro que no lo sea, en el que los gobernantes tienen mayor libertad para obrar con impunidad. Pero no es nada seguro, una vez más, que esto introduzca una diferencia en términos de soberanía entre uno y otro Estado, en el sentido, por ejemplo, de decir que uno de los dos, el Estado no democrático, sería plenamente soberano porque sus gobernantes pueden hacer lo que les plazca, mientras que el Estado democrático no sería soberano, al estar sus poderes fiscalizados y no poder así estos hacer lo que gusten. Un distinguo de este tipo sería de lo más extraño y no creo, de hecho, que haya base sólida para defenderlo. Lo que tenemos en realidad en ambos casos, tanto en el Estado democrático como en el que no lo es, es una decisión soberana que implica en un caso gobernar a espaldas de la ciudadanía, sin tener en cuenta sus necesidades, intereses y aspiraciones, y en el otro caso lo contrario. Un Estado en el que se acepta dividir el poder, crear estructuras de participación popular y de fiscalización del poder político, que se compromete a respetar los derechos humanos, etc., es un Estado en el que, pudiéndose hacer lo contrario (no hace falta quizás dar ejemplos), se decide soberanamente (de nuevo aquí la presión -popular- puede jugar algún papel, pues las democracias, como sabemos, no han caído del cielo) dar ese paso, autolimitando su poder en la medida en que queda sometido a controles diversos.
Por otro lado, como tampoco conviene dar una imagen idílica de los Estados democráticos, que sería probablemente poco realista, ha de reconocerse que no faltan ejemplos para mostrar que un Estado democrático (con poderes divididos y limitados) goza de un poder irresistible dentro de sus fronteras para cometer actos reprochables y vulnerar derechos humanos cuando sus órganos o representantes entienden que el fin justifica en un caso concreto medios inmorales propios de un Estado no democrático. Y todo ello con independencia de la división de poderes y de las garantías constitucionales existentes. Se dirá que estos casos son excepcionales y que no han de ser tomados como la regla, pero ello no cambia nada al hecho de que en ciertas situaciones los poderes del Estado aceptan actuar autolimitándonse, es decir respetando el margen de actuación que parece fijado por las normas que regulan su actuación, y en otros deciden actuar ignorando conscientemente dicho margen. Y en ambos casos estamos ante actos soberanos característicos e imputables al Estado. Creo por ello que tomamos un camino equivocado cuando relacionamos la soberanía como algo que hace acto de aparición en la actuación del Estado (de sus órganos) contraria a derecho, permaneciendo sin embargo ausente o desaparecida en todos aquellos casos en que el Estado parece seguir la regla de derecho [4]4 — Encara que es tracti d’una qüestió molt complexa de teoria del dret, impossible de tractar en unes quantes paraules, s’ha d’advertir que en aquest punt hi ha una concepció bastant idealitzada, i alhora molt estesa, sobre l’obrar dels òrgans representants de la sobirania en sistemes democràtics, opinió o concepció que sembla entendre que aquest obrar sobirà contra la regla de dret és una cosa molt excepcional. El caràcter excepcional dels abusos de dret permetria així sostenir la diferència entre un obrar no sobirà (el que segueix la regla de dret), que definiria els nostres sistemes democràtics, i un obrar sobirà a qui li seria indiferent la regla de dret. Ara bé, una mirada atenta a la realitat del dret permet revelar un quadre bastant diferent: fora dels casos, sí molt extraordinaris, de ruptura amb l’ordre establert (canvi revolucionari), els abusos que els òrgans estatals poden cometre a l’exercici de les seves funcions (més comuns que allò que la tesi de l’excepcionalitat diu) adquireixen sempre forma jurídica durant el temps que duri la seva validesa, la qual cosa significa que són sistemàticament avalats i assumits pel propi Estat de dret. És així com, per donar un exemple entre molts d’altres, un Tribunal Suprem pot decidir canviar les regles de competència judicial sobre la marxa per jutjar i condemnar per sedició a individus visiblement molestos per al sistema (Sentència 459/2019 del Tribunal Suprem espanyol de 14 d’octubre de 2019). La qual cosa significa que jurídicament no parlem de decisions que es prenen contra la regla de dret, sinó el contrari, en el marc d’aquesta. Així, s’estaria parlant de decisions que política o moralment poden merèixer seriosos retrets, però que jurídicament acaben revestint l’hàbit d’autoritat del dret, sent reconeguts pel sistema. La qual cosa ens indica també que, d’alguna manera, sent el dret, com és, una activitat fonamentalment interpretativa, potser no resulta pertinent parlar d’una sobirania contrària a dret en la mesura que és precisament el rol del sobirà conservar el monopoli sobre la creació de dret i la seva modificació, podent així adaptar-lo a la seva voluntat i romanent dins dels marges del sistema jurídic. .
Sea como fuere, creo que de lo antedicho se puede sacar la conclusión de que en el debate académico, con mayor razón en el público, ha ganado mucho terreno un uso banalizado, poco riguroso del concepto de soberanía. Banalizar equivale a restar importancia, a hacer que algo sea o se vuelva ordinario, insustancial. Al utilizar el término en el orden internacional centrándose en su carácter absoluto, o en el poder o capacidad de influencia, se pierde el sentido del concepto de soberanía en dicho orden. Como veremos, éste nunca (ni en el siglo XXI ni en el XVII) adopta un perfil absoluto, ilimitado o irresistible en el orden internacional, pues la simple presencia de otros Estados supone como regla general un límite para la soberanía estatal (Beaud 1994: 16-17). Por otro lado, como ya se vio, la consideración de la soberanía como algo que solo tienen los más poderosos (actores internacionales) es algo que llevaría a conclusiones absurdas. Asimismo, el uso del concepto de soberanía como sinónimo de “competencia” en el orden estatal o interno es algo que también genera confusión y que distrae del auténtico sentido del concepto. Naturalmente, si cualquier competencia atribuye soberanía a quien queda a cargo de ella (la gestión del tráfico, por ejemplo), no ha de sorprender que, a resultas de dicha banalización, el discurso político y hasta académico hable de la soberanía de Parlamentos regionales (como así pasa en Cataluña) o incluso de municipios, y se llene de expresiones de lo más abigarradas (soberanía municipal, soberanía energética, soberanía alimentaria, etc.) que tienen, por añadidura, la pretensión de expresar algo serio u original sobre la soberanía, cuando en realidad solo consiguen deformar y oscurecer el concepto.
Eso a lo que hacen referencia los críticos de la soberanía y del Estado cuando hablan de su crisis o desaparición no tiene nada que ver con el concepto de soberanía tal y como se ha pensado tradicionalmente
Ha de llamarse la atención, pues, sobre estos usos poco rigurosos del concepto de soberanía. No nos ayudan a acercarnos con ideas claras a problemas como los que aquí nos interesan. Un acercamiento analítico o descriptivo a la cuestión de la soberanía creo que muestra que aquello a lo que hacen referencia los críticos de la soberanía y del Estado, hablando de su crisis o desaparición, no tiene en realidad nada que ver con el concepto de soberanía tal como se viene pensando y usando tradicionalmente en los Estados en que se encuentra organizado nuestro mundo. La banalización de la soberanía acaba siendo así algo parecido a los significantes vacíos, en los que cualquiera puede meter cualquier contenido en un concepto, por disparatado que sea. Lo cual puede tener su interés, ciertamente, como estrategia política. Pero desde luego no analíticamente.
La soberanía a examen
Como lo he comentado, hay una gran confusión generada en torno al concepto de soberanía [5]5 — Per entendre l’abast del problema, pot ser útil llegir dos estudis recents sobre les deliberacions del Tribunal Constitucional francès en les sentències en què, en relació principalment amb la UE, ha tractat la qüestió de la sobirania: Beaud 2018; Hamann 2018. Els dos autors mostren a través de l’estudi de les actes de deliberació del Tribunal Constitucional l’escàs rigor jurídic i inconsistència amb què els seus membres utilitzen un concepte al qual, malgrat tot, atribueixen una importància fonamental en les seves decisions. . En las versiones más extendidas y seguidas en la actualidad, se trata de un término que ha ganado una connotación negativa y que tiende en no pocas ocasiones a considerarse como algo opuesto o enfrentado a la regla de derecho. Como ya se comentó, la soberanía sería así algo parecido a un obrar de espaldas a la ley, sin importar ésta, siguiendo solo la voluntad de quien la ejerce (la soberanía) [6]6 — Pot notar-se de manera significativa que, entorn del conflicte sobiranista entre l’Estat espanyol i la majoria política catalana sobre el dret dels catalans a decidir el seu futur en referèndum, ha pogut prosperar en el debat aquesta imatge d’un nacionalisme català sobiranista representant del ‘decisionisme’ i enfrontat a la regla de dret (quedava així la reivindicació de la sobirania associada al desig de governar sense límits, sense importar la regla de dret) davant un Estat espanyol, representant i garant de la legalitat democràtica i de l’Estat de dret. , como se haría en una dictadura. Esta lectura o interpretación decisionista se aleja de una manera que puede considerarse fundamental de la soberanía tal y como Bodin la concibe en Les Six Livres de la République (1576). Tratemos de centrarnos en ella siquiera resumidamente.
Olivier Beaud explica que el paso de la soberanía medieval a la moderna teorizada por Bodin implicaba una doble ruptura (1994: 42-3). Primero, una ruptura interna, hacia abajo, en la medida en que el Rey ya no necesitaría el consentimiento de los estados y señores para tomar las decisiones políticas esenciales. Segundo, una ruptura externa, o hacia afuera, ruptura que implicaba que el Estado no podía ser dominado por la Iglesia o el Imperio. Como lo explica Beaud, el esfuerzo teórico de Bodin encuentra su justificación (en un periodo de guerras de religión) en esa doble ruptura: es el paso de una soberanía limitada, desde dentro y desde fuera, a una soberanía ilimitada en el marco territorial del Estado. En juego está el propio principio de la soberanía, que, como lo entendió Hobbes, y más tarde recordó Schmitt (2003), plantea siempre un conflicto en el que necesariamente una de las potencias en disputa ha de imponerse a la otra: “o bien el poder civil, es decir, el poder de la República, debe subordinarse al poder espiritual, y en ese caso no hay más soberanía que la soberanía espiritual, o bien el poder espiritual debe subordinarse al poder temporal, y entonces no hay más supremacía que la supremacía temporal” (Hobbes 1999: 350-1; mi traducción).
En esta capacidad de adquirir una autonomía decisional, en lo que hace a la forma (procedimiento) y al fondo (el qué de la decisión), de no depender jurídicamente de terceros actores, a los que la ley, por añadidura, va dirigida, radica la novedad y clave de la soberanía moderna tal y como la piensa Bodin para el Estado (Beaud 1994: 73). Y todo ello independientemente de cómo se gobierne después, con mayor prudencia, escuchando a quienes dirigen al soberano demandas particulares o le dan consejos, en cuyo caso podría entenderse que la decisión del soberano no sería fruto de su sola y única voluntad (tratándose en todo caso de su voluntad soberana, pues podría no hacerles caso), o sin la debida prudencia, gobernando cual tirano. Mas importa notar que no es el obrar soberano más o menos prudente, el buen gobierno (cuestión más bien de naturaleza filosófica o moral), lo que define la soberanía. Lo que la caracteriza es esa capacidad de decidir en última instancia y sin posterior recurso sobre el derecho aplicable a una situación. Punto en el que, sin duda, se hace inevitable el cruce con el decisionismo antes mencionado, si bien la cuestión de la legalidad o ilegalidad de la decisión soberana no reviste especial pertinencia, por lo ya dicho [7]7 — Vegeu nota 4. .
Este es el concepto de soberanía que tradicionalmente se viene aparejando, por razones obvias, al Estado. Nos encontramos también en éste, lógicamente, pues para él fue pensado, con ese monopolio formal de la decisión interna y externa, que, como plasmó Bodin (“la puissance de donner et casser la loy à tous en general, et à chacun en particulier” – 1576: 306), no necesita del consentimiento de los subordinados y gobernados para considerar su obediencia como algo debido. En esta unilateralidad, en esta capacidad para hacer suyo y regular cualquier asunto o problema del que entienda necesario ocuparse, tenemos el núcleo del concepto de soberanía.
Ha de notarse, sin embargo, que sus expresiones adoptan un rostro diferente en el orden interno y en el externo. Es también algo sobre lo que suele haber cierta confusión. El poder de mando unilateral del Estado y de sus órganos se despliega en una relación con los gobernados que es de tipo vertical o jerárquico. El Estado que, por medio de su Parlamento o de sus jueces, se dirige a los ciudadanos o a sus órganos inferiores por medio de una ley o de una sentencia, lo hace (o puede hacerlo) sin tener en cuenta su parecer, y éstos han de obedecer, les guste más o menos aquello que se haya decidido. En este sentido, ese poder de mando adquiere en el orden interno un carácter absoluto [8]8 — Ho il·lustra bé, novament, el conflicte català, en el qual se li ha repetit constantment a la majoria política catalana que, encara que no li agradin les lleis espanyoles, ha d’obeir-les. Ja es coneix, d’altra banda, el càstig dur que ha comportat la seva desobediència, decretada per l’Estat espanyol. .
En el orden internacional, en cambio, las relaciones del soberano estatal ya no son de carácter vertical y jerárquico, sino todo lo contrario. Un Estado no puede imponerle legítimamente a otro una decisión suya más que mediante el consentimiento de éste. Lo cual hace que la soberanía estatal tenga respecto del resto de actores un carácter relativo en el orden internacional, nunca absoluto (Beaud 1994: 16). Y así funciona, de hecho, como ya se indicó, el derecho internacional, que no deja de ser fundamentalmente una creación colectiva de Estados que aceptan someterse en un determinado ámbito a una regla de derecho creada (o aceptada por lo general) por ellos conjuntamente. Cambia, pues, el contexto en el que se ejercita la soberanía, el cual lleva a que sus formas sean sin duda más prudentes en el trato entre iguales que en la relación jerárquica, pero desde luego no aquello que la define o constituye, que no es otra cosa que la unilateralidad de la decisión.
Podría decirse que el concepto jurídico de soberanía queda resumidamente recogido en lo expuesto en los párrafos precedentes. Ahora bien, como lo indica Beaud (1994: 20), importa también centrarse en un aspecto que puede considerarse desconectado de lo estrictamente jurídico, no pudiendo estarlo, o al menos no totalmente. Me refiero a la legitimidad política que sostiene la soberanía jurídica. Creo que importa entender que esta es una faceta o dimensión fundamental del concepto, si bien es cierto que suele pasar desapercibida en contextos políticos -sobre todo en los considerados democráticos- en los que la existencia y poder de dominación del Estado se perciben como algo natural, que ya no requiere especial justificación. Supongo que pasa en esto algo parecido a lo que encontramos en la explicación banal y más extendida del Estado de derecho y del principio de jerarquía normativa, fundamental en él, en la que todo parece seguir una lógica de impecable coherencia, aunque en realidad la coherencia de dicha explicación resulte dudosa. En efecto, si se nos explica que debemos obedecer las normas jurídicas y darlas por buenas (válidas) porque encuentran cobertura en una norma superior que es la que da validez (Kelsen 1999: 193), y viene así a legitimar indirectamente a la norma jurídica inferior, entonces nos encontramos con un problema grave, y es que cuando llegamos a la norma jurídica superior, la Constitución, nos sería ya imposible, siguiendo la lógica empleada, explicar y justificar jurídicamente la obediencia debida a ésta, y así su validez en el sistema. Si no hay norma jurídica superior y anterior que sea la norma de habilitación de la Constitución, ésta se queda sin norma que la habilite y dé validez. De hecho, si tal norma hubiese, la Constitución no sería ya la norma suprema de un sistema estatal, sino que lo sería esa otra norma jurídica. Como en derecho tenemos aquí un problema insoluble, se entiende sin dificultad que las explicaciones o respuestas aportadas recurran a argumentos extrajurídicos, como sería el caso de Kelsen al hablar de una norma fundamental “como hipótesis lógico-transcendental (Kelsen 1999: 201) [9]9 — Aquesta hipòtesi o norma hipotètica vindria a jugar el paper del contracte social a Rousseau, o del vel de la ignorància a Rawls, com a ficcions útils per justificar o legitimar un determinat ordre social. en la que encontraría su fuente de validez (y legitimidad) la Constitución como norma superior de un sistema jurídico.
Y es que en problemas como estos se revela la dimensión inevitablemente política del derecho, como fenómeno social de juridificación del poder. O por decirlo con Ross, la relación inevitable entre derecho y realidad (2014: 15). Y así, del mismo modo que es imposible explicar la validez de la norma suprema recurriendo al principio de la jerarquía normativa, también lo es explicar jurídicamente, es decir, recurriendo a una norma de derecho positivo o a un principio jurídico, que el soberano tenga derecho a ejercer ese poder de mando. La explicación o justificación de esa legitimidad que tiene el soberano viene, pues, de algo que ya no tiene nada que ver con el derecho positivo, encontrando su fundamento más bien en argumentos morales, políticos, étnicos, etc. Esto es lo que hace que Beaud pueda hablar de una “ambivalencia estructural de la soberanía”, en la medida en que es al mismo tiempo “una prerrogativa jurídica” (un poder de mando jurídicamente regulado) y “una invocación del principio de legitimidad” (que precede necesariamente el momento de la regulación jurídica del ejercicio de la soberanía) (Beaud 1994: 20). Ocurre simplemente que cuando el segundo se naturaliza o normaliza, tendemos a no verlo, a considerar que ha desaparecido, quedando así solo a la vista la soberanía en la primera dimensión, la jurídica.
Esta es la doble dimensión teórica de la soberanía: jurídica, como juridificación del poder de mando del Estado, y política, como justificación o legitimación de ese poder de mando. Volveré sobre esta cuestión, sobre la manera como se presenta en los conflictos de soberanía que aquí nos interesan, pero importa tratar de ver rápidamente si la teoría se encuentra bien representada en la praxis en el derecho y la política comparada. Y es que llevarían razón quienes dicen que la soberanía y el Estado están en crisis, que son ya conceptos desfasados, si la teoría aquí expuesta no encontrara apoyo o ilustración suficiente en la experiencia contemporánea.
En su dimensión jurídica, la soberanía parece tener todavía un sitio de privilegio en el derecho comparado si tenemos en cuenta la manera como actúan los Estados: las decisiones de los órganos encargados de ejercer el poder de mando del Estado se aplican y se entienden como merecedoras de obediencia dentro de las fronteras estatales, sean o no populares
En la primera de sus dimensiones, la jurídica, la soberanía parece tener en el derecho comparado una presencia y un lugar todavía privilegiados si atendemos a la manera como los Estados actúan y se explican sus decisiones (principalmente las más graves o importantes). En el orden interno, las decisiones de los órganos encargados de ejercer el poder de mando del Estado se aplican y se entienden merecedoras de la debida obediencia dentro de las fronteras estatales. Da igual, de hecho, que estas decisiones sean más o menos populares. Como ya se ha dicho, para ilustrarlo bastaría con citar algunas de las decisiones más controvertidas del gobierno o de la justicia española durante el proceso independentista catalán, o del actual ejecutivo estadounidense o británico [10]10 — En el moment en què es va redactar aquest article, Donald Trump era encara el president dels Estats Units. . Podrían multiplicarse los ejemplos. El poder de mando de dichos órganos (y del Estado in fine) es muy amplio, y en vano se hablará de poderes limitados en términos demasiado categóricos, pues, por más que se encuentren, en efecto, jurídicamente limitados, no hay que olvidar lo ya comentado: puede resultar sencillo para un órgano estatal en el ejercicio de sus competencias extender los límites que puede tener a priori en la medida en que dispone (más bien comparten los tres poderes) de un monopolio en la interpretación de la regla de derecho. El control de los tres poderes constituidos por una mayoría política (no necesariamente de los tres), o una posición común entre los partidos mayoritarios ante un problema determinado, puede permitir ejercer el monopolio de la interpretación jurídica con gran eficacia para perseguir determinados fines.
También parece muy evidente que el marco territorial de la soberanía estatal mantiene todavía su impermeabilidad característica en lo que hace a decisiones que revisten la expresión soberana de otros Estados. Así ocurre con las sentencias, leyes y demás normas jurídicas estatales cuya validez se encuentra circunscrita a su solo territorio estatal, no pudiendo por lo general desplegar efectos jurídicos en otros Estados (por ejemplo, las sentencias) más que mediante el visto bueno que los Estados decidan acordarles. En el ámbito interno, la soberanía, como concepto operativo, organizativo y explicativo, parece mantener como regla general la firmeza, consistencia y rigidez tradicionales.
Cabe preguntarse si pasa lo mismo en el ámbito externo del Estado, en sus relaciones con terceros Estados. Aquí conviene quizás separar el marco comunitario europeo del resto de relaciones interestatales. No porque, como veremos, ambas relaciones tengan una naturaleza distinta o porque permitan ver cosas diferentes en lo que a la soberanía se refiere, sino porque se ha hecho bastante común pensar que la UE ha establecido unas relaciones entre los Estados miembros que comprometen la soberanía estatal. La delegación de competencias estatales a la UE, algunas de ellas de gran importancia (como la política monetaria), añadido a la influencia innegable que la UE tiene en las políticas de los Estados miembros, puede hacer pensar que la soberanía se ha visto sometida a un proceso de debilitamiento en el marco comunitario. En realidad, creo que esta opinión no encuentra un apoyo sólido, ni teórico, ni empírico.
Desde el punto de vista teórico, hemos asistido en la UE a una delegación de competencias hacia arriba en el marco de un proceso de construcción federativa aún muy lejos de constituir un Estado federal o federación, que es la forma jurídico-política a la que, como ya se ha comentado, la doctrina considera en posesión de una soberanía que ya no tendrían sus unidades federadas (Beaud 2007: 70-83). A diferencia de la Confederación, en la que se entiende que falta la soberanía que sí tienen sus unidades federadas [11]11 — Pot notar-se de passada com el concepte de sobirania, lluny de perdre força, continua sent operatiu en la teoria del federalisme per distingir formes federatives de dret intern o constitucional, d’una banda, i de dret internacional, per l’altre. . El grado mayor o menor de dicha delegación de competencias no tiene capacidad para cambiar nada respecto de la soberanía que se entiende residenciada en los Estados miembros, no al menos mientras esa delegación cuantitativa o material no implique, en un momento dado, un salto cualitativo o formal a otro modelo (evolución posible). Así lo entienden, de hecho, diferentes órganos judiciales de última instancia en los Estados miembros, como el francés o el alemán, para los que la supremacía del derecho comunitario encuentra su fuente habilitadora en el propio derecho constitucional estatal, esto es, en sus respectivas Constituciones, que se siguen considerando como norma suprema. Significativo de la manera como esto se entiende es la expresión utilizada por el Tribunal Constitucional francés, que considera que las delegaciones de competencias a la UE no implican una transferencia de soberanía en la medida en que no suponen un cambio en “las condiciones esenciales de ejercicio de la soberanía nacional” (Sentencia 70-39 del Tribunal Constitucional francés de 19 de junio de de 1970 [12]12 — Aquesta expressió serà represa en les seves decisions ulteriors en la matèria, tant en les seves decisions sobre Maastricht (I, II i III), com sobre el Projecte de Constitució europea i el Tractat de Lisboa. ). También es conocida la expresión del Tribunal Constitucional alemán en referencia a los Estados miembros como “dueños de los Tratados” (BVerfGE 89, 115, sentencia del Tribunal Constitucional alemán de 12 de octubre de 1993), es decir, del marco comunitario en el que se desarrollan las relaciones interestatales.
Una mirada rápida a la evidencia empírica muestra asimismo que los Estados miembros de la UE siguen considerándose soberanos (y que la UE así los ve también) y actuando en consecuencia. La crisis griega puede haber dado la impresión de que los griegos han perdido la soberanía en beneficio de la UE o de la Troika, pero si así hubiese sido, no se habría organizado un referéndum popular en Grecia para saber qué hacer, pues directamente se le habría ordenado qué hacer, sin posibilidad ni capacidad de resistir por parte del Estado griego [13]13 — La comparació amb el cas català pot ser de nou instructiva. . Cierto que éste cedió finalmente. Pero podría no haberlo hecho. Y esto es algo que solo puede hacer un Estado soberano.
Se ve con claridad igualmente en el Brexit. Hay quien piensa que los británicos han cometido un error muy grave, que su economía va a entrar necesariamente en recesión, y que el horizonte que tienen es totalmente oscuro. Pues bien, a pesar de los malos augurios y presiones que los británicos han recibido, al final han decidido salir de la UE, pudiendo haber hecho lo contrario, claro. El Brexit es sin duda el ejemplo reciente más claro de que los Estados miembros siguen teniendo un control absoluto y unilateral sobre su propio destino. La UE, por otro lado, no ha discutido (la regla jurídica en los Tratados era clara al respecto, por otro lado) la capacidad del Reino Unido para tomar unilateralmente una decisión tan importante como ésa. Ningún Estado ha cuestionado que el Reino Unido pudiese tomar unilateralmente esa decisión (como sí se ha hecho en Canadá o en España, por ejemplo, con Quebec y Cataluña respectivamente). Y la decisión soberana del pueblo británico expresada en referéndum se ha considerado, en mayor o menor medida, merecedora de respeto por parte de los diferentes actores políticos, internos y externos.
La evidencia empírica muestra que los Estados miembros se encuentran en la UE sometidos a tendencias políticas determinadas, que tienen ciertamente un impacto sobre el margen de maniobra del que disponen en sus políticas internas (en la medida en que comparten políticas comunes), pero, aparte de que los Estados siguen gestionando el grueso de los problemas que afectan a los ciudadanos, su mantenimiento en el sistema comunitario no puede ser presentado como una imposición de la UE o de terceros Estados. La conclusión que puede sacarse de ello es simplemente que los Estados ven mayores ventajas que inconvenientes en el marco comunitario común, y por esa razón permanecen en él voluntariamente y siguen cooperando. Pero estamos hablando de la decisión libre de Estados con capacidad para salir de esa relación y retomar absolutamente todas las competencias delegadas sin que nadie pueda alegar el menor argumento jurídico para oponerse a ello. Y esto es característico de la soberanía.
Idéntica situación tenemos en el orden internacional, fuera del marco comunitario, en las relaciones entre los diferentes Estados. Como ya se ha dicho, el derecho internacional es fundamentalmente una creación de los Estados soberanos, que consienten en regular determinadas esferas o parcelas que se encuentran bajo su exclusiva responsabilidad por medio de normas comunes. Mas sabemos también que no es poco común que un Estado decida en un caso determinado que le afecte especialmente no seguir las reglas previstas por un acuerdo o tratado internacional, privilegiando de este modo sus propios intereses, que se pueden encontrar en dicho caso mejor cubiertos por una norma estatal propia. Ya he mencionado que ejemplos capaces de ilustrar esto no faltan, desde luego. Y aunque ciertamente pueda deplorarse que los Estados no respeten sus compromisos internacionales, o lo hagan a beneficio de inventario, no hay razón objetiva para presentar el derecho internacional como un marco en el que los Estados se encontrarían con una soberanía amputada o limitada, o como si la soberanía (y su reivindicación) fuera algo contradictorio con el derecho internacional [14]14 — Cal lamentar la proliferació en mitjans de comunicació de comentaris molt esbiaixats i gruixuts sobre la sobirania i el dret internacional. Valgui com a il·lustració el comentari realitzat fa uns quants dies per Máriam Martínez-Bascuñán, politòloga i directora d’opinió del fins fa poc principal mitjà escrit espanyol (El País), que no va tenir cap problema en escriure a l’esmentat diari la següent afirmació, en reacció a una decisió del Primer Ministre britànic: “el mur de la identitat és el nou nacionalisme proteccionista i identitari, que parla de sobiranies com un absolut. Però tot sobiranisme és un populisme, i tot populisme és reaccionari: elevar-lo a atribut indivisible implica la destrucció de facto de qualsevol dret internacional, com ens ha mostrat el premier britànic” (2020). . Estamos todavía en las antípodas del tipo de marco (Estado mundial) capaz de despojar a los Estados de su soberanía [15]15 — Una cosa que, fora d’això, no representaria probablement la fi de la sobirania, sinó la seva reducció a un únic posseïdor o actor sobirà. . De modo que, efectivamente, podemos lamentar que los Estados no cumplan sus compromisos internacionales, tal y como podemos también lamentar que los gobernantes abusen en sus respectivos Estados del poder de que disponen. Pero, como ya se ha dicho antes, cometeríamos un grave error si asimilásemos la soberanía a las decisiones reprochables o que pueden parecernos contrarias al derecho en vigor, como si las decisiones virtuosas, aquellas que sí nos parecen seguir las reglas de derecho, pudiesen intervenir en un espacio ausente o vacío de soberanía.
Si en la dimensión jurídica no se aprecia en absoluto la desaparición o pérdida de terreno de la soberanía, como concepto fundamental en la ordenación de nuestras sociedades, tampoco en la dimensión política, más atenta a la legitimación del poder de mando, parece que el concepto de soberanía haya perdido su carácter operativo, la fuerza que tradicionalmente ha venido teniendo.
Entra aquí en juego el concepto de “pueblo” o “nación”, que nos interesará especialmente en la próxima sección al abordar el tema de los conflictos territoriales de soberanía. El poder de mando del Estado, de sus órganos supremos, se entiende legitimado por cuanto actúa en representación del sujeto político que se considera el auténtico soberano: el pueblo o nación. Es algo que encontramos por lo general en las Constituciones, la justificación de un poder de mando, al que los ciudadanos deben obediencia, por la razón de constituirse como un poder elegido por los propios ciudadanos, de tal suerte que al obedecer al poder así formado, los ciudadanos no están obedeciendo (indirectamente) más que a su propia voluntad (Kelsen 2006: 42). Y se trata de un principio que dista de ser algo puramente teórico o abstracto. No faltan desde luego los Estados que someten su propia Constitución, norma jurídica suprema que ordena precisamente el ejercicio de la soberanía, a ratificación por parte del pueblo o nación. Lo cual significa que se entiende que la voluntad soberana, aquella en la que descansa tanto la validez como la legitimidad última de la norma constitucional, no es la voluntad de los representantes, sino la de los ciudadanos. Cuesta de hecho imaginar hoy que una Constitución pueda entrar en vigor en un Estado democrático sin que el pueblo la haya refrendado en referéndum.
A diferencia de la decisión soberana directa (el pueblo que se expresa en referéndum), cuya voluntad no necesita de mayor justificación que su propia existencia, el ejercicio de la soberanía por medio de los representantes necesita una legitimidad que encuentra precisamente en el sujeto que se presenta como auténtico soberano (pueblo o nación). Prueba de ello en el derecho constitucional comparado la encontramos en los referéndums populares de alcance constitucional, cuya fiscalización por parte del Tribunal Constitucional se considera ilegítima (por ejemplo: sentencia 92-308 del Tribunal Constitucional francés de 9 de abril de 1992), mientras que el principio que rige la expresión de la soberanía mediada por los representantes en el Parlamento (la ley) es precisamente el contrario, debiendo ser controladas judicialmente aquellas leyes cuya constitucionalidad sea cuestionada.
En la Unión Europea, los estados miembros son sometidos a tendencias políticas que tienen un impacto sobre el margen de maniobra del que disponen en sus políticas internas, pero encuentran más ventajas que inconvenientes y por esta razón permanecen en ella voluntariamente
Idéntica lógica domina en el orden internacional, en lo que hace a las obligaciones contraídas por los Estados, en representación de sus pueblos. En la adhesión a la UE, por ejemplo, así como en la progresiva evolución de sus Tratados, se ha podido observar tanto la importancia acordada a la participación directa del pueblo (recuérdese el Tratado por el que se buscaba establecer una Constitución europea), como fuente imprescindible de legitimidad (y validez) del marco propuesto, como también la necesidad de que el marco legal supraestatal fuese compatible con el marco soberano estatal. No se ha de entender de otra forma la obligatoriedad de la reforma constitucional francesa o alemana, entendida como paso previo necesario para poder adherirse al Tratado de Maastricht.
En resumen, puede comprobarse tras este rápido repaso que, lejos de ser una noción o un concepto desfasado, la soberanía sigue siendo algo central en el orden estatal e internacional del siglo XXI, un concepto al que una y otra vez se recurre para explicar o justificar actos, decisiones y aspiraciones que, por el momento, somos incapaces de justificar o explicar de otra forma. Por ello es normal que la soberanía siga siendo en el siglo XXI una aspiración lógica de los pueblos y que pueda dar lugar a conflictos.
Los conflictos territoriales de soberanía
Los conflictos que aquí nos interesan tienen una característica principal que los distingue de aquellos otros conflictos territoriales de soberanía en los que encontramos frente a frente a dos (o más) Estados que se disputan un territorio. En los casos que nos interesan aquí observamos una asimetría en la base del conflicto. No se trata de Estados que pueden dirigirse uno a otro de igual a igual, sino que la relación entre las partes se encuentra de entrada marcada por la jerarquía o desigualdad entre ellas. El conflicto se da entre un Estado soberano y un colectivo humano territorializado, una minoría estructural parte de ese Estado [16]16 — Aquest és un punt a tenir en compte després en el debat normatiu. La teoria liberal fa la promesa a les minories d’avui que podran ser les majories de demà gràcies a l’alternança política en el joc democràtic. Aquest és, sens dubte, un punt fort que aporta estabilitat i confiança al sistema en les democràcies liberals. El problema és que aquest vell mecanisme no serveix en el nostre cas, ja que és impossible que una minoria nacional territorializada pugui convertir-se en la majoria nacional en un Estat que compta amb una (àmplia) majoria nacional diferent. D’aquesta manera, la impossibilitat de ser un dia majoria en l’Estat en el qual una minoria nacional estructural es troba és una cosa que tendeix a legitimar o a fer més comprensibles, des de la pròpia perspectiva liberal, les demandes de sortida de l’Estat formulades per la minoria. , que reclama un derecho a, o la posibilidad de, constituirse como Estado independiente.
Este tipo de demanda surge, pues, de un colectivo humano territorializado no soberano, frente a otro que sí lo es. Dicha demanda no cuestiona a priori la soberanía de la comunidad ya organizada como Estado, cuya legitimidad tampoco se tiene por qué discutir. Aquello que sí se cuestiona, en cambio, es su legitimidad para extender su poder de mando a la comunidad territorializada no soberana que reclama precisamente su reconocimiento como comunidad soberana. Dicho de otra manera, lo que está en juego no es la soberanía del Estado existente en el seno del cual surge dicha demanda (en realidad, esta soberanía es reconocida en la medida en que la demanda hace recaer sobre el Estado soberano la respuesta a dar a la demanda), sino la legitimidad del soberano para gobernar e imponer su voluntad a una comunidad que se percibe como diferenciada, que no lo reconoce como soberano legítimo en su territorio.
Cuando esto ocurre, la experiencia política comparada muestra que el problema de fondo es de tipo nacional, es decir, que tenemos pueblos o naciones que no comparten la percepción de sí mismos como un único pueblo o nación, imagen que en cambio sí suele proyectar el Estado al que pertenecen. Cuando los pueblos o naciones no se reconocen en sus representantes, los perciben como actores políticos “extranjeros”, despreocupados por sus intereses y aspiraciones, surge inmediatamente un problema de legitimidad del poder de mando. En la sección anterior dije que la soberanía del Estado (el poder de mando de sus representantes) es unilateral en el orden interno en el sentido de que no necesita el consentimiento de los gobernados para entender su obediencia como algo debido. Ahora bien, esto solo es cierto o vale en aquellos casos en los que la soberanía no es cuestionada desde el punto de vista de su legitimidad en la dimensión política. Al mal gobernante de un Estado, aquel que por sus actos decepciona a los gobernados, se le cuestionará personalmente, pero no se discutirá la soberanía que él, como gobernante, representa. Su crisis personal de legitimidad podrá llevar a su sustitución por otro representante que genere mayor confianza. En cambio, lo que la falta de legitimidad del soberano implica es, en los casos que nos interesan, el rechazo a seguir siendo gobernados por un personal estatal que se considera como representante de otro pueblo o nación y, por ello, con una predisposición natural a favorecer los intereses y aspiraciones de su pueblo o nación, y a subordinar o discriminar, con idéntica naturalidad, los del colectivo humano territorializado que se percibe como pueblo o nación diferente.
Así configurado el conflicto, y en la medida en que nos interesa especialmente pensarlo dentro de parámetros democráticos, parece claro que la soberanía del Estado en el que surge ese tipo de demanda, esa capacidad de decidir unilateralmente qué hacer con ella, es la clave aquí para encontrar alguna solución. Ya hemos visto que todo Estado soberano tiene un poder unilateral y absoluto de decisión en su esfera doméstica. Es así en los conflictos que nos interesan, como se ha podido observar en las repetidas alusiones de la UE al conflicto catalán como un problema doméstico. Creo además que es conveniente aceptar esta realidad, es decir, que se trata de un asunto interno, que ha de ser idealmente resuelto en los márgenes del Estado en que la demanda de reconocimiento surge, y cuya resolución, tratándose de contextos democráticos, es muy difícil de llevar al ámbito supraestatal de manera democráticamente ordenada y garantista.
La evidencia empírica muestra una vez más que esta realidad (el hecho de que se trate de un problema interno) no prejuzga en absoluto del resultado más o menos satisfactorio, mejor o peor alineado con los valores de la democracia, al que el Estado prefiera llegar por su cuenta. Hay Estados que haciendo uso de su soberanía han podido dar, de una u otra forma, una respuesta positiva a las demandas de reconocimiento así planteadas (Reino Unido, Canadá, Dinamarca, Bélgica, etc.), mientras que otros (España, Turquía, Marruecos, etc.) han decidido ir en sentido opuesto. Esto debería hacernos pensar que no es propiamente la soberanía, ni el hecho de que tenga un carácter absoluto en la esfera interna, lo que constituye un obstáculo para encontrar salidas civilizadas y justas a dichos conflictos. Podría, de hecho, hacerse un símil con los derechos humanos en su relación con la soberanía estatal. Son todavía bastantes los Estados en los que los derechos humanos no se garantizan ni son respetados como sería de esperar que lo fueran. Pero hay muchos otros en los que el compromiso con la defensa de los derechos humanos es mucho más firme. Lo cual nos indica de nuevo que no es pertinente poner el foco en la soberanía estatal, como si fuera de por sí un obstáculo o algo negativo para asegurar el buen gobierno, la libertad, el orden y la paz. Conviene más bien poner el foco en un ejercicio de la soberanía más o menos alineado con los valores democráticos. Allí donde la democracia ha podido consolidarse con mayor o menor convicción y firmeza, los derechos humanos se encuentran más protegidos, mientras que no lo están, o lo están mucho menos, en Estados aún alejados de los valores y principios democráticos. Hay razones para pensar que lo mismo puede pasar con el reconocimiento nacional que traducen las demandas de independencia o autodeterminación.
No hay estados sin pueblo o nación. Y es la nación quien legitima su existencia: la cuestión del ‘demos’ es anterior a la regulación jurídica de la soberanía
La pregunta, de este modo, podría formularse así: ¿cómo ha de reaccionar un Estado democrático que constate que su legitimidad soberana se encuentra cuestionada en una parte de su territorio? Creo que a esta pregunta conviene responder en dos tiempos. Habida cuenta de que suele ponerse en tela de juicio la legitimidad democrática de las demandas de autodeterminación o de independencia que surgen en los Estados democráticos, importa centrarse en esta primera cuestión antes de responder a la pregunta.
¿En democracia, quién decide qué es y qué no es un pueblo (o nación)?
Partamos de una simple constatación: los Estados democráticos existentes (a veces incluso los que no lo son) encuentran su poder de mando legitimado en la existencia de un pueblo o nación cuyos intereses han de representar y defender. No hay de hecho Estados sin pueblo o nación. Y es el pueblo (o nación) el que legitima su creación y existencia. Esto significa que, como ya se ha dicho, la cuestión de la legitimidad del sujeto político soberano, del demos, es anterior a la regulación jurídica de la soberanía, del poder de sus órganos o de su estructura de actuación (el Estado). Por eso es fundamental adquirir el reconocimiento (interno y externo) como pueblo o nación. Esto nos indica asimismo que estamos ante un problema que no es jurídico, en el sentido de que podría tener solución si las normas en vigor en el Estado en que surge esa demanda previesen alguna, pero no en el caso contrario. Tenemos, al revés, un problema que es de naturaleza política (“existencial”, por decirlo con Schmitt – 2003: 353) y que plantea una cuestión central, casi podría decirse que fundadora en democracia: la cuestión de la determinación del sujeto político legítimo en democracia (demos).
Las reservas expresadas contra las demandas de reconocimiento nacional o de independencia en contextos democráticos suelen insistir en los problemas de legitimidad que arrastran éstas al tratarse de demandas realizadas contra sistemas democráticos, en los que se supone que los ciudadanos deben poder desarrollar sin problemas sus planes de vida siguiendo sus concepciones particulares de la vida buena. Cuando se replica que hay derechos y libertades que solo están garantizados y razonablemente bien cubiertos cuando un sistema democrático los atiende como derechos de un colectivo o de una comunidad territorializada determinada, entendiéndose que dichos derechos y libertades necesitan un contexto social protegido que garantice su efectividad frente a los usos y prácticas del grupo nacional mayoritario o dominante en el Estado, entonces suele ponerse en cuestión la legitimidad de dichos derechos colectivos en sociedades que reconocen, garantizan y respetan los derechos individuales de todos. Además, la reivindicación de derechos colectivos sobre la base de la pertenencia nacional suele ser considerada como una marca evidente de nacionalismo, lo cual, debido a la mala imagen de que goza éste, lleva a considerar dichas demandas como indeseables e ilegítimas. Importa ver qué falla en esta argumentación y por qué ha de considerarse injusta.
No me detendré aquí, por razones de espacio, en la cuestión de los derechos colectivos, un tema sobre el que hay literatura especializada abundante y sólida (a la que remito, entre otros: Kymlicka 1999, 2007; Taylor 1992; Norman 2006; Gagnon 2011; Van Parijs 2011; Parekh 2005) que ha podido argumentar no solo la necesidad, en contextos como los que nos interesan aquí, de que el liberalismo abandone su individualismo metodológico y el mito del Estado neutro en cuestiones culturales, abriéndose más al reconocimiento de derechos colectivos, sino también la compatibilidad y coherencia de estos mismos derechos colectivos con los valores y principios liberales y democráticos que persigue toda sociedad preocupada por la libertad, la igualdad y la justicia. Me centraré en exclusiva en los problemas que presentan las reservas expresadas sobre las demandas de las minorías nacionales en materia de reconocimiento por tratarse precisamente de movimientos nacionalistas.
Puede decirse que en esto la argumentación se encuentra viciada desde el principio. El nacionalismo ha pasado a considerarse algo extremadamente peligroso para la democracia. Tanto en el debate público como en las ciencias sociales no especializadas en el tema (pasa con muchos intelectuales de prestigio internacional), tiende a caracterizarse el nacionalismo como algo que conecta necesariamente con la extrema derecha, el fascismo, las discriminaciones y persecuciones étnico-religiosas, etc. (Miller 1995: 5, Billig 1995). De este modo, definir un movimiento como nacionalista equivale en la práctica a condenarlo de entrada, a privarlo de legitimidad en sistemas democráticos que defienden valores opuestos (no discriminación, igualdad, justicia, etc.) a los que, según la lectura indicada, encarnaría el nacionalismo. Así las cosas, una comunidad nacional sin Estado se encontraría en una situación especialmente complicada, al no poder reivindicar legítimamente (como nacionalismo que es) aquello de lo que ya dispone la comunidad nacional del Estado democrático en el que se encuentra. La discusión no tiene mucho más recorrido para quien así argumente.
El problema de esta argumentación, como decía, es que se encuentra viciada desde el inicio. Es algo fácilmente constatable para todo aquel que acepte acercarse con un mínimo de paciencia y ganas de aprender a la literatura especializada en el nacionalismo (Cagiao 2018). Los estudios sobre nacionalismo y nación han demostrado en los últimos treinta o cuarenta años que nuestra percepción de ese fenómeno se encuentra profundamente marcada por los intereses de los Estados nación que los ciudadanos vamos interiorizando progresiva y eficazmente a través de los procesos de socialización en los que transcurren nuestras vidas desde la infancia. Son Estados nación a los que, lógicamente, las reivindicaciones nacionalistas de las comunidades nacionales subestatales, contrarias al relato nacional propio de la comunidad nacional estatal, no agradan. El fenómeno del nacionalismo -es algo que se encuentra documentado con todo lujo de detalles en los estudios especializados- no es, pues, algo que tenga que ver únicamente con la extrema derecha o las comunidades nacionales sin Estado (ambas experiencias nacionalistas, claro). De hecho, inicialmente, en los primeros pasos del nacionalismo en nuestra modernidad política, se trata de un fenómeno asociado al esfuerzo del Estado moderno, de sus élites, para modernizar, liberalizar y democratizar el país (Gellner 1983; Hobsbawm 1990; Greenfeld 1993, Thiesse 1999; Alvarez Junco 2016).
Esto significa que el nacionalismo se encuentra en nuestra modernidad política estrechamente vinculado a la creación, desarrollo y consolidación del Estado moderno. Y por una razón, por lo demás, muy sencilla de entender, y que los estudios especializados han explicado también: las naciones no son fenómenos naturales, sino que se trata de constructos sociales, comunidades pensadas e imaginadas para generar un cemento social en contextos en muchos casos de lo más heterogéneos desde el punto de vista étnico o cultural. Ahora bien, si la nación ha de ser construida y recreada constantemente una vez creada, generación tras generación (pues su rol como cemento social no desaparece), y si lo característico del nacionalismo es poner en marcha y sostener ese proceso de construcción y recreación nacional, entonces no hay motivo alguno para considerar que hay nacionalismo en las reivindicaciones de las comunidades sin Estado que se perciben como naciones distintas, pero no por parte del Estado y su mayoría nacional (Billig 1995; Gagnon, Lecours, Nootens 2007). Y si aceptamos -no hay razón para hacer lo contrario- que hay nacionalismos de Estado que han conseguido hacer suyos los valores liberales y democráticos (Francia, Alemania, España y muchos más), entonces tampoco puede aceptarse que el nacionalismo sea algo necesariamente enfrentado con la democracia (Tamir 1993, 2019; Calhoun 1997).
La estrategia preferida de los nacionalismos de estado es diferenciar entre nacionalismo cívico y nacionalismo étnico, o bien entre patriotismo y nacionalismo. Pero los estudios demuestran que no hay naciones puramente cívicas: siempre hay un trabajo selectivo en el ámbito etno-cultural
Cuando se llega a este punto de la explicación, la estrategia preferida de los nacionalismos de Estado es reconocer parte de lo que se ha explicado en el párrafo anterior para acabar utilizando un distinguo entre nacionalismo cívico (o político) y nacionalismo étnico (o cultural), o bien entre patriotismo y nacionalismo, que sigue manteniendo en el fondo la condena del nacionalismo subestatal. El nacionalismo cívico, como el patriotismo, sería un cúmulo de racionalidad democrática y liberal, de virtudes ilustradas (libertad, igualdad, fraternidad, amor por lo propio y hasta por lo ajeno, etc.), mientras que el nacionalismo étnico, como el nacionalismo tout court, sería lo contrario, algo así como un estado de fiebre destructora, de odio a todo lo ajeno, una tendencia inevitable al egoísmo, a la discriminación, etc. Por añadidura, el nacionalismo cívico fundaría su nación en valores y derechos individuales, universales y transculturales (la voluntad de ser miembro de ella, el pluralismo, la no discriminación por razones etno-culturales, etc.), mientras que el étnico lo haría atendiendo a criterios etno-culturales rígidos y cerrados, mostrando así su hostilidad hacia la alteridad, el pluralismo y la libertad.
Nuevamente conviene notar que tenemos aquí una presentación de los hechos que es desmentida por los estudios especializados. Estos explican que no hay naciones (o nacionalismos) puramente cívicas, pues en todas las naciones existentes creadas por nacionalismos se ha realizado un trabajo selectivo, es decir, discriminatorio, en el ámbito etno-cultural, seleccionando su lengua nacional, su cultura nacional, su historia nacional, etc. entre las varias existentes en su territorio, y utilizando de este modo en ese proceso de creación y consolidación nacional tanto criterios cívicos como étnicos (Máiz 2004, 2005). Y lo mismo sucede con el nacionalismo de comunidades nacionales sin Estado. Pretender que su nacionalismo sea puramente étnico, como si la pertenencia nacional solo la entendieran como una cuestión de filiación o de pureza etno-cultural, es algo que no se verifica en los hechos. No hay más que ver cómo la demanda de independencia formulada por el nacionalismo subestatal en lugares como Escocia o Cataluña se hace sobre la base de la voluntad de los habitantes de esos territorios (culturalmente marcados por el pluralismo), y no en base a un origen o a una pureza étnica del pueblo o nación llamada a independizarse.
De todo lo antedicho se infiere sin dificultad que no hay razón para condenar de entrada las demandas formuladas por comunidades nacionales sin Estado, pues no piden más que lo que la comunidad nacional del Estado ya tiene. Y en vano se dirá que no han de atenderse esas demandas porque lo que buscan es hacer nacionalismo, si lo que hace el Estado desde mucho tiempo atrás también es nacionalismo. Si es legítimo que un Estado democrático haga nacionalismo (y agrade o no, sorprenda más o menos, así es y ha sido), no debería plantear ningún problema que una comunidad nacional sin Estado aspire a hacer lo mismo.
Han de subrayarse además dos cosas, para ir ya tratando de responder a la pregunta de esta sección. La primera de ellas, como ya se ha comentado, es que en nuestra experiencia política comparada contemporánea no hay Estados sin nación o pueblo. Resulta imposible -o eso parece- pensar la democracia sin un pueblo autor y destinatario de esa misma democracia políticamente organizada. Es algo que la evidencia empírica muestra con claridad. Allí donde falta un pueblo o nación que legitime una democracia organizada bajo la forma de Estado, falta la condición de posibilidad fundamental de dicho Estado. La UE, su proyecto de Constitución fallida y las dificultades a que hace frente su integración política creo que lo reflejan meridianamente. Por el contrario, la reunificación alemana, por tomar este ejemplo, pudo realizarse más rápidamente y de una manera que podría calificarse sin duda de muy “natural”, muy a pesar de las notables diferencias ideológicas que separaban a ambas partes. La existencia o la ausencia de una comunidad fácilmente imaginada (Anderson 1983) como pueblo o nación parece que sigue siendo algo fundamental en democracia.
Ahora bien, si esta primera observación es aceptada (y parece difícil que no lo sea), entonces tenemos también que aceptar el papel fundamental de los nacionalismos en todo este proceso. Como queda dicho, son ellos los que crean, consolidan y proyectan las naciones o pueblos creados, con sus respectivos Estados y sistemas democráticos, allí donde la democracia ha podido implantarse. Y todo ello independientemente de cómo se presenten (lógicamente de manera interesada) los diferentes proyectos de creación de un Estado para un pueblo o nación determinada. Habida cuenta de la imagen tan negativa que se tiene en nuestras sociedades del nacionalismo, es normal, por otro lado, que los movimientos o partidos políticos, los gobiernos, etc., traten de no verse asociados a él. No es, por lo demás, poco común que incluso los movimientos independentistas en contextos democráticos traten de alejarse discursivamente del nacionalismo, negando que su proyecto sea de tipo nacionalista o tenga algo que ver con él. Es una estrategia que se entiende perfectamente sabiendo la percepción tan negativa del nacionalismo que domina hoy en democracia. Ahora bien, el hecho de que los movimientos independentistas (o los nacionalismos de Estado) huyan de su categorización como nacionalismos no ha de llevarnos a pensar que lo que dicen es cierto. Un ejemplo interesante, que lo ilustra a mi entender bastante bien, es el del derecho a decidir tal como se ha defendido en Cataluña. Sus impulsores y teóricos (ver por ejemplo Barceló y otros 2015, López 2017) lo han presentado de una manera intelectualmente muy elaborada como un proyecto normativamente desconectado del nacionalismo [17]17 — “La seva relació [la del dret a decidir] amb la nació només és empírica (el dret a decidir se sol donar allà on hi ha nacions sense estat), no normativa (no és l’existència de la nació la que el legitima)” (López 2015: 28). Aquí la pregunta que cal fer és sobre el sentit d’una teoria normativa que no s’ajusta a l’experiència empírica. Si només les comunitats humanes territorializades que es perceben com a pobles o nacions (en sentit polític o ple) desitgen tenir un Estat propi, la qüestió de la voluntat de ser (legitimadora el projecte) és llavors inseparable de l’existència del poble o nació, de tal manera que sembla impossible que pugui sorgir una demanda com la del dret a decidir dissociada de la qüestió nacional. Noti’s que el mateix Jaume López ho diu també: “No es tracta d’entrar en debats nominalistes. Tampoc amb aquells que continuen considerant que la millor manera de referir-se a aquestes aspiracions és identificant-les amb el dret a l’autodeterminació. Si s’entén que és una determinada concepció del principi democràtic (i de l’estat), i no el principi de nacionalitat, la qual cosa fonamenta la reivindicació, si s’entén que no és que una nació tingui el dret a decidir, sinó que és una nació perquè reclama el seu dret a decidir (i possiblement aquesta sigui la millor definició de nació que avui podem tenir). Si tot això s’entén, no importa com s’anomeni” (López 2017: 124; la cursiva és meva). En efecte, si s’entén que el dret a decidir per si sol pot ser reclamat a la pràctica per una comunitat humana que es percebi com un poble o nació mereixedora d’aquest dret, llavors no s’entén quin interès –a banda de l’anteriorment comentat: allunyar-se de la mala imatge que arrossega el nacionalisme en la nostra societats– pot tenir una teoria normativa que obri aquest dret a altres col·lectius humans (no nacionals) que sabem no tindran el menor interès per aquesta reivindicació. Si se li dona la volta –sense trair el seu sentit, crec– a la frase citada en cursiva de Jaume López, es podria dir, llavors, que la reivindicació del dret a decidir revela l’existència d’una nació, que és el subjecte polític –i no un altre– que té dret a decidir. , pero es poco creíble, como ya se ha indicado, que esta desconexión pueda ser cierta desde el momento que lo que se busca es crear un Estado para los catalanes, entendidos estos como pueblo o demos diferenciado. Esto es, como una nación o proyecto de nation-building adosado a un Estado.
Esta actitud o tendencia a buscar un alejamiento discursivo respecto del nacionalismo es algo que también puede apreciarse en las teorías de la secesión. No faltan desde luego quienes han podido argumentar la legitimidad del derecho de secesión (la independencia) sobre bases exclusivamente individualistas, mostrándose además muy críticos con las teorías nacionalistas de la secesión [18]18 — Beran és un dels teòrics més citats i representatius d’aquest enfocament. Vegeu, per exemple: 1984, 1998. . Estas teorías individualistas o plebiscitarias de la secesión explican que cualquier colectivo humano territorializado, independientemente de que sea o no una comunidad nacional, e independientemente de sus características culturales, étnicas, religiosas, etc., debería poder independizarse bajo ciertas condiciones si así lo expresa mayoritariamente en un referéndum. Las críticas que desde esta posición, o desde la tendencia remedialista dominante en la doctrina [19]19 — Se sol prendre Buchanan com l’autor de referència en l’enfocament remeier: 1997, 2013. Per a una discussió de les teories de la secessió, vegeu el llibre publicat recentment per Bossacoma (2020). , se hacen a las teorías nacionalistas de la secesión tienen mucho que ver con la actitud o tendencia a la que me he referido. Si nos fijamos con un poco de detenimiento, no es difícil llegar a la conclusión de que lo que tendríamos en esas teorías plebiscitarias de la secesión, si surgiera un proceso de independencia (en el paso de la teoría a la realidad), es exactamente lo mismo que tendríamos según las teorías nacionalistas de la secesión: un pueblo o nación en proceso de independencia y tratando de crear un nuevo Estado. Las teorías individualistas o plebiscitarias de la secesión tienen en este sentido un grave problema de realismo. Y es que la independencia y creación de un nuevo Estado no es algo (como regla general) caprichoso que se haga en el mundo real entre un grupo de vecinos o de gente con ciertas afinidades electivas concentradas en un punto del planeta. Es algo que implica, se presente como se presente (como proyecto nacional o no, como nacionalismo asumido o no), la existencia imaginada de una comunidad nacional o pueblo, que es el sujeto político pensado para la democracia, y que precisamente porque existe con tal percepción de sí misma desea tener un Estado.
Si tiramos todavía un poco más del hilo de los estudios sobre nacionalismo que he ido siguiendo en esta sección, se llega, ya para cerrarla, a una conclusión clara. Si es cierto que los nacionalismos crean las naciones trabajando a la par en la dimensión étnica (seleccionando lengua, símbolos, mitos, etc.) y en la cívica (Máiz, 2004, Archilés 2018, Delanty y O’Mahony 2002), en la progresiva adaptación del nacionalismo a los valores democráticos adquiere especial importancia la segunda dimensión, es decir, la nación como comunidad abierta de pertenencia voluntaria de los ciudadanos, cuya legitimidad como sujeto político soberano goza -ha de gozar- del consentimiento de los gobernados. Suele citarse a Renan (el plebiscito cotidiano) como uno de los pensadores que mejor representan esta versión cívica del nacionalismo. No sin oportunismo, todo sea dicho, el francés reivindicó para Francia a Alsacia y Lorena en base a la voluntad de sus habitantes de ser franceses, factor que debía imperar, en su opinión, frente al criterio etno-cultural, claramente favorable a su pertenencia a Alemania (Renan 1982). Oportunismo aparte, éste es el modelo que lega el nacionalismo liberal a la democracia, y que encontramos, por ejemplo, tanto en la teoría como en la experiencia comparada del derecho de autodeterminación. En ella, se deja en manos de la población candidata a constituirse en sujeto político soberano la decisión final de seguir siendo parte del demos en que se encuentra o de formar uno nuevo. De hecho, si no fuera así, lo apropiado sería quizás hablar de “heterodeterminación”. Es el aspirante a la soberanía el que ha de autodeterminarse, es decir, decidir unilateralmente si es o no un pueblo que quiere convertirse en soberano y disponer de un Estado propio. Y al pueblo del Estado (y a sus representantes) en el que surge esa demanda solo le compete gestionar soberanamente dicha demanda, no darle una respuesta.
La norma, en sistemas organizados por pueblos o naciones libres, es que el consentimiento de los ciudadanos sea decisivo a la hora de considerar legítimo el poder de mando delegado al Estat
La deformación de los hechos que encontramos por lo general en la argumentación de los nacionalismos de Estado dominantes respecto de las demandas de los nacionalismos subestatales, que tiende a presentarlas como ilegítimas desde el punto de vista de los valores liberales y democráticos, acaba de este modo actuando como juez y parte, mostrándose especialmente injusta. Lo más normal en este debate es que se prefiera una forma de nacionalismo (o patriotismo) metodológico, siempre favorable a los intereses de la comunidad nacional dominante (la que ya tiene un Estado), frente al acercamiento analítico y desapasionado al problema. Ahora bien, si lo que se ha explicado en esta sección tiene una base sólida, entonces es algo que se ha de tener en cuenta en el debate normativo si queremos reflexionar en un marco democrático sobre las soluciones justas a los problemas planteados por estos conflictos.
¿Cómo reaccionar en democracia cuando se cuestiona la legitimidad del soberano?
Hasta el momento he tratado de limitarme a describir primero la manera como la soberanía se entiende y practica en nuestras sociedades, y luego los conflictos territoriales de soberanía que nos interesan aquí. Dar un paso más nos introduce ya en la dimensión teórico-normativa, atendiendo a lo que se debería hacer en democracia para dar una salida justa a dichos conflictos.
Como se ha comentado, la cuestión fundamental del demos o sujeto político (colectivo) de la democracia es anterior a la de la regla de derecho, esto es, a la cuestión de la ordenación o regulación jurídica de la soberanía estatal, mediante su división horizontal y vertical de poderes, sus mecanismos de control, de garantías de los derechos reconocidos, etc. Ello implica, como también se ha visto, la existencia de una comunidad imaginada (Anderson 1983) como pueblo o nación, que es la que en nuestra tradición democrática adquiere el rango de auténtico soberano. Lo normal, en sistemas organizados para pueblos o naciones libres, es que el consentimiento de los ciudadanos sea decisivo a la hora de entender legitimado el poder de mando delegado al Estado. Como lo expliqué, el consentimiento de los ciudadanos puede no ser relevante para cuestionar la soberanía jurídica (que se ha de cuestionar en cualquier caso en términos de “validez”, no de “legitimidad”), la que se encuentra regulada mediante las normas competentes, pero sí lo es cuando hablamos de la legitimidad del sujeto político soberano (pueblo o nación) para imponer su voluntad en un territorio en el que dicha legitimidad es discutida. Dicho de otro modo, las normas, gusten o no, se entiende que han de ser obedecidas. Pero caso muy diferente es cuando lo que se cuestiona es la legitimidad del sujeto político en cuyo nombre se adoptan dichas normas. Cuando la nación en nombre de la que las decisiones colectivas se toman no se percibe como la nación de un colectivo humano territorializado, que se ve más bien como una nación diferente, el recurso por parte del Estado al principio de legalidad (según el cual el derecho estatal ha de ser obedecido) ya no responde de manera pertinente y justa al problema planteado. Es lo que reflejan en cierto sentido, y con acierto, las palabras de Renan en su famosa conferencia sobre la nación: “una nación no debería por su propio interés anexionar o retener por la fuerza a otro país” (1982: 55; mi traducción).
Es algo que en la política y en el derecho comparado se ha entendido, como se puede ver con la regulación del derecho de autodeterminación en derecho internacional, ofreciéndoles a los pueblos o naciones la posibilidad de decidir libre y unilateralmente (respecto del Estado en el que se encuentren) su futuro como pueblos o naciones. Es obligado reconocer, en cambio, que este derecho, tal como se encuentra configurado en la actualidad, da cobertura únicamente a casos extremos, en los que los pueblos o naciones que aspiran a constituirse como Estados independientes han padecido la colonización o se encuentran en una situación de discriminación y violación flagrante y sistemática de sus derechos humanos. Ninguna solución se ofrece, sin embargo, a los pueblos o naciones que aspiran a la autodeterminación (interna o externa, pero decidida por ellas) encontrándose en contextos democráticos. Por lo demás, puede pensarse también que, si el derecho internacional en la materia es un avance de gran valor como guía en la gestión de estos conflictos, no ha de obviarse que no es quizás la mejor herramienta para alcanzar los objetivos perseguidos, pues los Estados, como ya se ha dicho, pueden aplicar el derecho internacional como mejor les convenga en este tema. Es por ello por lo que entiendo que conviene centrarse en el ámbito estatal. No solo se encuentra mejor y más claramente conectado con la democracia, sino que es también, por otro lado, el espacio en el se han podido observar los avances más significativos en nuestro tema, mediante lo que puede entenderse como una constitucionalización del derecho de secesión en aquellos contextos políticos que han sabido hacer una lectura democrática del problema que nos ocupa.
El primer caso que conviene mencionar es sin duda el de Canadá, principalmente la intervención de su Tribunal Supremo en 1998 (Renvoi relatif à la sécession du Québec. R.C.S. 217), con un dictamen que se ha ganado a pulso el ser desde entonces considerado como el leading case en los conflictos territoriales de soberanía en contextos democráticos (Delledonne y Martinico 2019, Cagiao y Gagnon 2019). Su argumentación se alinea a la perfección con las lecciones antes explicadas en materia de legitimidad del sujeto político soberano, y la necesidad del consentimiento del pueblo o nación que cuestiona precisamente la legitimidad del pueblo o nación del Estado. Su razonamiento desde la perspectiva del derecho internacional es muy claro en el sentido de reconocer que el derecho de autodeterminación de los pueblos, tal como se interpreta de manera dominante, no asiste a la provincia de Quebec para facilitar su independencia unilateral, sin negociación con el Estado canadiense. Pueden apreciarse en este punto los límites y hasta el carácter frustrante del derecho internacional en la materia, cuya evolución entiendo como un paso necesario, y más coherente en cualquier caso con el principio de autodeterminación que su permanencia en el estado actual.
Mucho más interesante es la aportación que hace el TS en el ámbito del derecho constitucional canadiense. El TS reconoce que no hay en derecho constitucional canadiense un derecho reconocido a las provincias de separarse unilateralmente del Estado. De este modo, Quebec solo podría independizarse si contara con el visto bueno del Estado. Pero lo importante del dictamen del TS no es la lectura en clave legalista (y sin reproche) que hace del caso, negando que en derecho internacional y en derecho constitucional canadiense exista un derecho unilateral a la independencia para un caso como el quebequense, sino la aportación que hace justo a continuación. El TS explica que en un sistema como el canadiense las reglas de derecho han de interpretarse atendiendo a los cuatro principios fundamentales de la Federación canadiense, que son el federalismo, el constitucionalismo y la regla de derecho, la democracia y el respeto de los derechos de las minorías. Según el TS, estos principios han de tenerse en cuenta al mismo tiempo, como principios de igual importancia o rango, en el sentido de que no imperan unos sobre otros (§49).
Para lo que aquí nos interesa, importa sobre todo fijarse en el uso que hace del principio democrático. Si el TS insiste en que el principio del constitucionalismo y la regla de derecho obligan al debido respeto de las normas en vigor (§67) -normas que prohíben la secesión unilateral de Quebec-, ello no impedirá que afirme con igual determinación que “un sistema democrático de gobierno tiene que tomar en consideración esas voces disidentes” (§68) que puedan emerger en el seno del sistema. En opinión del TS, “el orden constitucional canadiense no podría permanecer indiferente ante la expresión clara de una mayoría clara de quebequenses de desear separarse de Canadá” (§92; mi traducción). De donde surgiría, como así lo expresa, una “obligación de negociar” para ambas partes (para el Estado canadiense también) en aras de modificar la Constitución y poder así encontrar una solución legal. La voluntad soberana (o con dicha aspiración) expresada por una minoría nacional territorializada no debería de este modo, tal como lo entiende el TS, ser ignorada o bloqueada por la mayoría nacional acogiéndose al argumento de la legalidad contraria a esa aspiración. Y todo ello muy a pesar de que el derecho en vigor le permita a dicha mayoría nacional permanecer inmóvil frente a las demandas de la minoría disidente. Tal como lo expresa con meridiana claridad el TS canadiense, dicha actitud, ciertamente legal, sería contraria al principio democrático. Razón por la que la búsqueda del equilibrio entre los principios antes mencionados obligaría moralmente a buscar políticamente una solución para hacer que el principio de la regla de derecho y el principio democrático no permanezcan enfrentados y en contradicción uno con el otro.
El segundo caso que no es posible no comentar, siquiera brevemente, en este trabajo es la reciente experiencia escocesa en el Reino Unido. A diferencia del caso de Quebec y Canadá, en donde puede realmente hablarse de un conflicto que ha tensionado las relaciones entre centro y periferia durante varias décadas, el de Escocia en el Reino Unido se caracteriza sobre todo por la naturalidad con la que se ha dado respuesta a las demandas del nacionalismo escocés. Lo cual hace que sea incluso difícil hablar de un conflicto territorial de soberanía y explica quizás también el menor interés doctrinal que ha podido suscitar con respecto a la experiencia canadiense. Creo, con todo, que la manera como se trató la demanda de referéndum de independencia por parte del Gobierno británico marca ejemplarmente la línea a seguir en contextos democráticos. Se inscribe también a la perfección en la doctrina sentada por el TS canadiense. La reivindicación del nacionalismo escocés no ha venido precedida por ningún tipo de agravio que pudiera justificarla (de tipo remedialista). La autonomía de que goza Escocia, por otro lado, en un sistema democrático como el británico también la excluye como sujeto político idóneo para reclamar su derecho a la autodeterminación sobre la base de la normativa internacional. Mas ello no ha sido un obstáculo para que el Estado británico reconozca tanto el sujeto político que aspira a la independencia como pueblo o nación (el reconocimiento de Escocia como nación en el Reino Unido ha ayudado sin duda a una mejor comprensión de sus demandas), como la legitimidad de su aspiración a constituirse como Estado separado.
Como se sabe, el resultado del referéndum fue favorable a la permanencia de Escocia en el Reino Unido, lo cual ha de verse como un gran refuerzo de la legitimidad del sujeto político soberano británico. Esto es algo que suele pasar desapercibido, en buena parte por el temor obsesivo que hay ante la posibilidad de la secesión. Mas creo que haríamos bien en entender que un referéndum de independencia no es únicamente una experiencia en la que se expresa la voluntad soberana de un pueblo diferenciado de constituirse como Estado independiente. Cuando el resultado del referéndum es contrario a la independencia, lo que ese referéndum expresa no es en realidad la voluntad de un pueblo diferenciado del pueblo del Estado, sino la voluntad de ese mismo pueblo o nación del Estado (una parte de él) de seguir siendo ese pueblo o nación y contribuyendo a su bienestar, prosperidad y seguridad. Dicho de otra manera, si el referéndum supone ciertamente un desafío a la legitimidad del sujeto político soberano del Estado en el territorio en el que esa demanda surge, el resultado de éste puede perfectamente reforzar o renovar dicha legitimidad. Y es en este punto en el que creo que debería insistirse en los contextos democráticos.
Es cierto que el desafío que representa un movimiento secesionista es desagradable y que la mayoría nacional tiene sobradas razones para preferir no tener que enfrentar ese problema, para desear incluso que dicho movimiento no existiera. Pero cuando ese problema aparece, ha de enfrentarse democráticamente, por dos razones. La primera de ellas, como ya se ha visto, es de justicia y viene arropada por el principio democrático: la minoría nacional que cuestiona la legitimidad de la soberanía de la mayoría nacional en su territorio tiene el mismo derecho que la mayoría nacional a disponer de aquello de lo que ésta ya dispone: un Estado propio. Lo que se le ha de pedir a la minoría nacional es que adopte en su actuación medios democráticos, no que justifique por qué quiere un Estado. Pero la segunda de las razones me parece tanto o más importante que la primera. Conecta con lo mejor de la tradición del nacionalismo liberal y con la frase que cité anteriormente de Renan, reconociendo que el sujeto político soberano, el pueblo o nación, no se le ha de imponer por la fuerza a poblaciones que quizás no se reconozcan en él. De ahí la importancia del consentimiento como medio para evitar que las naciones o pueblos ya constituidos se conviertan en una prisión para otros pueblos o naciones, y generar internamente las condiciones para que esos conflictos territoriales simplemente dejen de producirse, al ganarse el soberano estatal el reconocimiento de su legitimidad como sujeto político.
La minoría nacional que cuestiona la legitimidad de la soberanía de la mayoría nacional en su territorio tiene el mismo derecho que la mayoría nacional de disponer de eso de que esta ya dispone: un estado propio
Esto último es algo además que, si se piensa bien, no necesariamente ha de pasar por la organización de referéndums de independencia. Hay sin duda otras soluciones, de tipo federal, por ejemplo, que, como lo muestran casos como el de Bélgica (con Flandes) o Dinamarca (con Groenlandia), pueden bastar para desactivar lo que podría convertirse en un conflicto territorial de soberanía de permanecer el Estado (su mayoría nacional) indiferente u hostil a las demandas de mejor acomodación y de reconocimiento de sus minorías nacionales internas. En cualquier caso, la vía democrática no puede ser quedarse de brazos cruzados (Ferraiuolo 2018), dejando de este modo que el conflicto se vuelva crónico e incluso empeore, recurriendo sin más a una legalidad que obviamente favorece al sujeto político soberano autor de dicha legalidad, en contra de aquellos otros sujetos políticos aspirantes a la soberanía que pueda haber dentro de sus fronteras.
Conclusión
He tratado de explicar aquí la manera como la soberanía, muy a pesar de lo que afirman los discursos hostiles a ella, se entiende y practica en nuestras sociedades, todavía hoy en el siglo XXI. Un análisis atento a los hechos creo que no permite apreciar diferencias sustanciales entre el entendimiento y uso del concepto a nivel estatal e internacional hoy día y hace cincuenta o cien años. La ambivalencia estructural de la soberanía (Beaud 1994), permanentemente en equilibrio entre su juridificación, mediante reglas que ordenen su ejercicio a nivel estatal, y su dimensión política, que apela al principio de legitimidad del sujeto político que reclama para sí la soberanía, sigue estando de actualidad. Lo reflejan a la perfección, entre muchos otros casos, precisamente los conflictos de soberanía que aquí nos han interesado, al cuestionar la legitimidad del sujeto político soberano (nación o pueblo) para extender su poder de mando, por medio de la soberanía organizada jurídicamente, al territorio en el que una población puede considerarse mayoritariamente como un sujeto político (nación o pueblo) diferente, merecedor, por ello, de aquello de que ya disfruta el pueblo o nación del Estado en que se encuentra: su reconocimiento como pueblo o nación diferente, del que se deriva la legitimidad de su aspiración a constituirse como un sujeto político soberano (reconocido como tal desde dentro -por sus habitantes- y desde fuera), y, en consecuencia, a poder disponer del monopolio jurídico para organizar y regular unilateralmente el ejercicio de la soberanía en el nuevo Estado creado.
Obsérvese que lo que se cuestiona en estos conflictos no es la soberanía del Estado en su dimensión jurídica, la capacidad del Estado para regular como desee cualquier asunto (como la posibilidad de la independencia de uno de sus territorios) del que entienda necesario ocuparse. Esta soberanía del Estado es generalmente reconocida, de hecho, por parte de los movimientos independentistas, conscientes de que una respuesta a la demanda que plantean necesita la intervención soberana del Estado, que es quien, en definitiva, puede abrir la puerta de salida, como en el Reino Unido, o bien cerrarla, como en España. Puede parecer normal que el nacionalismo catalán critique la decisión del Estado español de no aceptar la solución referendaria, pero incluso su amago de hacer camino por la vía de la ilegalidad (así declarada por parte del Estado español) y la unilateralidad refleja en el fondo el convencimiento del nacionalismo catalán de que el conflicto solo puede resolverse en democracia, de manera cívica y pacífica, mediante un acto de soberanía del Estado español que habilite una vía transitable. Lo que en realidad se cuestiona en estos conflictos no es, pues, la soberanía jurídica del Estado, sino la soberanía política, la legitimidad de la nación o pueblo del Estado para imponer su poder de mando y voluntad a un colectivo humano territorializado que se percibe (o puede percibirse) mayoritariamente como un pueblo o nación diferente. De ahí la importancia del reconocimiento (como pueblo o nación) como paso previo a una salida democrática negociada.
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Notas
1 —A les dues primeres seccions segueixo dos treballs que considero fonamentals sobre el tema de la sobirania, ambdós de dos de reputats juristes francesos: Troper (2011) i Beaud (1994). El primer utilitza l’enfocament típicament iusrealista, centrat en la descripció del fenomen observat, que aquí miro de seguir. El segon és una de les obres de referència en l’estudi de l’Estat i de la sobirania des del seu moment teòric fundador (Bodin) fins a l’actualitat.
2 —Vegeu Cagiao, 2017.
3 —Seguida de nombroses altres resolucions que recorden la infracció a la legalitat internacional per part de França en no lliurar Mayotte al nou estat de les Comores.
4 —Encara que es tracti d’una qüestió molt complexa de teoria del dret, impossible de tractar en unes quantes paraules, s’ha d’advertir que en aquest punt hi ha una concepció bastant idealitzada, i alhora molt estesa, sobre l’obrar dels òrgans representants de la sobirania en sistemes democràtics, opinió o concepció que sembla entendre que aquest obrar sobirà contra la regla de dret és una cosa molt excepcional. El caràcter excepcional dels abusos de dret permetria així sostenir la diferència entre un obrar no sobirà (el que segueix la regla de dret), que definiria els nostres sistemes democràtics, i un obrar sobirà a qui li seria indiferent la regla de dret. Ara bé, una mirada atenta a la realitat del dret permet revelar un quadre bastant diferent: fora dels casos, sí molt extraordinaris, de ruptura amb l’ordre establert (canvi revolucionari), els abusos que els òrgans estatals poden cometre a l’exercici de les seves funcions (més comuns que allò que la tesi de l’excepcionalitat diu) adquireixen sempre forma jurídica durant el temps que duri la seva validesa, la qual cosa significa que són sistemàticament avalats i assumits pel propi Estat de dret. És així com, per donar un exemple entre molts d’altres, un Tribunal Suprem pot decidir canviar les regles de competència judicial sobre la marxa per jutjar i condemnar per sedició a individus visiblement molestos per al sistema (Sentència 459/2019 del Tribunal Suprem espanyol de 14 d’octubre de 2019). La qual cosa significa que jurídicament no parlem de decisions que es prenen contra la regla de dret, sinó el contrari, en el marc d’aquesta. Així, s’estaria parlant de decisions que política o moralment poden merèixer seriosos retrets, però que jurídicament acaben revestint l’hàbit d’autoritat del dret, sent reconeguts pel sistema. La qual cosa ens indica també que, d’alguna manera, sent el dret, com és, una activitat fonamentalment interpretativa, potser no resulta pertinent parlar d’una sobirania contrària a dret en la mesura que és precisament el rol del sobirà conservar el monopoli sobre la creació de dret i la seva modificació, podent així adaptar-lo a la seva voluntat i romanent dins dels marges del sistema jurídic.
5 —Per entendre l’abast del problema, pot ser útil llegir dos estudis recents sobre les deliberacions del Tribunal Constitucional francès en les sentències en què, en relació principalment amb la UE, ha tractat la qüestió de la sobirania: Beaud 2018; Hamann 2018. Els dos autors mostren a través de l’estudi de les actes de deliberació del Tribunal Constitucional l’escàs rigor jurídic i inconsistència amb què els seus membres utilitzen un concepte al qual, malgrat tot, atribueixen una importància fonamental en les seves decisions.
6 —Pot notar-se de manera significativa que, entorn del conflicte sobiranista entre l’Estat espanyol i la majoria política catalana sobre el dret dels catalans a decidir el seu futur en referèndum, ha pogut prosperar en el debat aquesta imatge d’un nacionalisme català sobiranista representant del ‘decisionisme’ i enfrontat a la regla de dret (quedava així la reivindicació de la sobirania associada al desig de governar sense límits, sense importar la regla de dret) davant un Estat espanyol, representant i garant de la legalitat democràtica i de l’Estat de dret.
7 —Vegeu nota 4.
8 —Ho il·lustra bé, novament, el conflicte català, en el qual se li ha repetit constantment a la majoria política catalana que, encara que no li agradin les lleis espanyoles, ha d’obeir-les. Ja es coneix, d’altra banda, el càstig dur que ha comportat la seva desobediència, decretada per l’Estat espanyol.
9 —Aquesta hipòtesi o norma hipotètica vindria a jugar el paper del contracte social a Rousseau, o del vel de la ignorància a Rawls, com a ficcions útils per justificar o legitimar un determinat ordre social.
10 —En el moment en què es va redactar aquest article, Donald Trump era encara el president dels Estats Units.
11 —Pot notar-se de passada com el concepte de sobirania, lluny de perdre força, continua sent operatiu en la teoria del federalisme per distingir formes federatives de dret intern o constitucional, d’una banda, i de dret internacional, per l’altre.
12 —Aquesta expressió serà represa en les seves decisions ulteriors en la matèria, tant en les seves decisions sobre Maastricht (I, II i III), com sobre el Projecte de Constitució europea i el Tractat de Lisboa.
13 —La comparació amb el cas català pot ser de nou instructiva.
14 —Cal lamentar la proliferació en mitjans de comunicació de comentaris molt esbiaixats i gruixuts sobre la sobirania i el dret internacional. Valgui com a il·lustració el comentari realitzat fa uns quants dies per Máriam Martínez-Bascuñán, politòloga i directora d’opinió del fins fa poc principal mitjà escrit espanyol (El País), que no va tenir cap problema en escriure a l’esmentat diari la següent afirmació, en reacció a una decisió del Primer Ministre britànic: “el mur de la identitat és el nou nacionalisme proteccionista i identitari, que parla de sobiranies com un absolut. Però tot sobiranisme és un populisme, i tot populisme és reaccionari: elevar-lo a atribut indivisible implica la destrucció de facto de qualsevol dret internacional, com ens ha mostrat el premier britànic” (2020).
15 —Una cosa que, fora d’això, no representaria probablement la fi de la sobirania, sinó la seva reducció a un únic posseïdor o actor sobirà.
16 —Aquest és un punt a tenir en compte després en el debat normatiu. La teoria liberal fa la promesa a les minories d’avui que podran ser les majories de demà gràcies a l’alternança política en el joc democràtic. Aquest és, sens dubte, un punt fort que aporta estabilitat i confiança al sistema en les democràcies liberals. El problema és que aquest vell mecanisme no serveix en el nostre cas, ja que és impossible que una minoria nacional territorializada pugui convertir-se en la majoria nacional en un Estat que compta amb una (àmplia) majoria nacional diferent. D’aquesta manera, la impossibilitat de ser un dia majoria en l’Estat en el qual una minoria nacional estructural es troba és una cosa que tendeix a legitimar o a fer més comprensibles, des de la pròpia perspectiva liberal, les demandes de sortida de l’Estat formulades per la minoria.
17 —“La seva relació [la del dret a decidir] amb la nació només és empírica (el dret a decidir se sol donar allà on hi ha nacions sense estat), no normativa (no és l’existència de la nació la que el legitima)” (López 2015: 28). Aquí la pregunta que cal fer és sobre el sentit d’una teoria normativa que no s’ajusta a l’experiència empírica. Si només les comunitats humanes territorializades que es perceben com a pobles o nacions (en sentit polític o ple) desitgen tenir un Estat propi, la qüestió de la voluntat de ser (legitimadora el projecte) és llavors inseparable de l’existència del poble o nació, de tal manera que sembla impossible que pugui sorgir una demanda com la del dret a decidir dissociada de la qüestió nacional. Noti’s que el mateix Jaume López ho diu també: “No es tracta d’entrar en debats nominalistes. Tampoc amb aquells que continuen considerant que la millor manera de referir-se a aquestes aspiracions és identificant-les amb el dret a l’autodeterminació. Si s’entén que és una determinada concepció del principi democràtic (i de l’estat), i no el principi de nacionalitat, la qual cosa fonamenta la reivindicació, si s’entén que no és que una nació tingui el dret a decidir, sinó que és una nació perquè reclama el seu dret a decidir (i possiblement aquesta sigui la millor definició de nació que avui podem tenir). Si tot això s’entén, no importa com s’anomeni” (López 2017: 124; la cursiva és meva). En efecte, si s’entén que el dret a decidir per si sol pot ser reclamat a la pràctica per una comunitat humana que es percebi com un poble o nació mereixedora d’aquest dret, llavors no s’entén quin interès –a banda de l’anteriorment comentat: allunyar-se de la mala imatge que arrossega el nacionalisme en la nostra societats– pot tenir una teoria normativa que obri aquest dret a altres col·lectius humans (no nacionals) que sabem no tindran el menor interès per aquesta reivindicació. Si se li dona la volta –sense trair el seu sentit, crec– a la frase citada en cursiva de Jaume López, es podria dir, llavors, que la reivindicació del dret a decidir revela l’existència d’una nació, que és el subjecte polític –i no un altre– que té dret a decidir.
18 —Beran és un dels teòrics més citats i representatius d’aquest enfocament. Vegeu, per exemple: 1984, 1998.
19 —Se sol prendre Buchanan com l’autor de referència en l’enfocament remeier: 1997, 2013. Per a una discussió de les teories de la secessió, vegeu el llibre publicat recentment per Bossacoma (2020).
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Jorge Cagiao Conde
Jorge Cagiao Conde es profesor titular de Derecho español en la Universidad de Tours (Francia) y director de la colección Auctoritas (Le Manuscrit, París). Sus investigaciones se han centrado en la teoría del federalismo, con especial émfasis en el caso español, y también en el estudio de las naciones y de los nacionalismos en España, del pluralismo cultural y lingüístico en democracia y del derecho a la autodeterminación de los pueblos. Es autor de varios libros como Tres maneras de entender el federalismo: Pi y Margall, Salmerón y Almirall (2014). Entre sus últimas publicaciones se encuentran los títulos Micronacionalismos. ¿No seremos todos nacionalistas? (2018), España después del 15M (2019) y Fédéralisme et Sécession (2019).