Las minorías nacionales europeas después de 1919

La Sociedad de Naciones tropezó inicialmente con tres carencias: la defección norteamericana, la exclusión de Alemania y la ausencia rusa. Francia exigió en Alemania unas reparaciones de guerra inviables, la inflación galopante desestabilizó la frágil República de Weimar, los franceses ocuparon el Ruhr entre 1923 y en 1925, a Austria le fue negado el derecho a unirse a Alemania después de perder Hungría y las posesiones eslavas del desaparecido Imperio Austrohúngaro. Pero la Sociedad de Naciones creó organismos que perduran como la Organización Internacional del Trabajo, que intervino con éxito en conflictos como el de las islas Aland entre Finlandia y Suecia, el reparto de Silesia entre Alemania y Polonia en 1921, la salvaguardia de Bulgaria ante Grecia en 1925, el conflicto entre Bolivia y Paraguay en 1932 y entre Perú y Colombia en 1938.

En Europa, la Sociedad de Naciones no se podía desentender de la problemática de las minorías nacionales si quería impedir otra guerra. Ocho millones de alemanes estaban fuera de las fronteras de la República de Weimar. Tres millones de magiares habían pasado a depender de estados vecinos. Polonia tenía un 5% de alemanes, residentes desde hacía mucho tiempo en los territorios de la nueva república. El 28% de la población de la nueva Checoslovaquia estaba habitada por alemanes, igual que el 5% de Rumanía, que también incluía una minoría húngara todavía mayor. En muchos casos hacer coincidir fronteras y etnias era imposible porque estas coincidían en el mismo territorio, pero también porque las nuevas fronteras estaban subordinadas a los intereses de las potencias vencedoras en dos aspectos: limitar la influencia y la fuerza de Alemania y crear entre esta y la Rusia soviética una zona lo bastante resistente desde el punto de vista estratégico, a fin de que Francia contara con nuevos aliados en torno a Alemania que le permitieran suplir a la desaparecida alianza franco-rusa anterior a 1914.

Era necesario evitar en la Europa central y oriental soluciones tan brutales como la del intercambio masivo, en 1923, entre Turquía y Grecia de un millón y medio griegos anatolios y medio millón de musulmanes residentes en Grecia, expulsados los unos y los otros de sus lugares de nacimiento a la vez que perdían sus bienes. Era imprescindible garantizar unos derechos individuales a las minorías de etnia, lengua y religión, sin llegar a reconocer el derecho colectivo al autogobierno porque este era considerado un asunto interno de cada estado y la Sociedad de Naciones no cuestionaba la soberanía de los estados miembros. En caso de reclamación de una minoría amparada por los tratados, la infracción podía acabar en el Tribunal Permanente de Justicia Internacional creado en La Haya en 1921 si el estado denunciado y encontrado culpable, presentaba recurso. Si había insurrección armada de la minoría, la Sociedad de Naciones se tenía que negar a intervenir. En realidad, la protección de las minorías de “raza, lengua y/o religión” ahogaba el derecho de autodeterminación nacional, reducido a simples derechos individuales. En ningún caso se podía favorecer el independentismo.

El tratado de junio de 1919 con la Polonia reunificada e independiente sirvió de modelo para los otros tratados con los nuevos estados de Europa central y oriental como Checoslovaquia, Austria, Yugoslavia, Rumania, Grecia, Bulgaria, Hungría y Turquía, que tuvieron que aceptar también este punto en los tratados de paz que fijaban sus límites. Y también afectaban a Finlandia, Albania, Letonia, Lituania e Irak.

Una primera apelación catalana a la Sociedad de Naciones fue presentada a la reunión de su consejo a San Sebastián en julio de 1920 y volvió a ser presentada en noviembre de 1920 sin ninguna posibilidad de ser sometida a trámite. La firmaba el Comité pro Catalunya de Vicenç A. Ballester, el Centre Nacionalista Català de Nueva York y la Ligue Nationale Catalane de París, con 165 firmas más del catalanismo radical. La demanda de la revisión del tratado de Utrecht de 1714 y la independencia no permitieron la tramitación de esta demanda. Era la última manifestación del wilsonismo, la confianza en que los Catorce Puntos del presidente Wilson, formulados en 1918, prometían la libertad de los pueblos sometidos. Una confianza que produjo que varias poblaciones catalanas pusieran el nombre del presidente norteamericano en calles, plazas y jardines públicos.

Los Catorce Puntos del presidente Wilson prometían la libertad de los pueblos sometidos y desataron unas esperanzas que llevaron a varias poblaciones catalanas a poner el nombre del presidente norteamericano en calles, plazas y jardines públicos

Francia e Italia, que tenían minorías no reconocidas, y Gran Bretaña —todas tres miembros permanentes del consejo ejecutivo de la Sociedad de Naciones, junto con Japón— querían limitar a los nuevos estados la protección de los derechos de las minorías nacionales. España, miembro temporal del consejo, les apoyaba por temor a que catalanes y vascos pudieran apelar a la Sociedad de Naciones. En cambio, los sometidos en los tratados, como Polonia, Checoslovaquia y las nuevas repúblicas bálticas, querían generalizar la obligación de respetar los derechos de las minorías a todos los estados miembros de la Sociedad de Naciones, con el fin de no encontrarse en inferioridad de condiciones. Así, la Sociedad de Naciones aprobó el 23 de septiembre de 1922 una recomendación a todos los estados miembros a fin de que tuvieran hacia sus minorías nacionales la misma consideración que tenían que observar los estados sometidos a los tratados. El paso siguiente, que nunca se llegó a dar, tenía que ser convertir la recomendación en obligación.

El catalanismo y los congresos de nacionalidades europeas

Al lado, pero al margen no solamente de la Sociedad de Naciones sino también de la Unión Internacional de Asociaciones para la Sociedad de Naciones, que daba apoyo, se organizaron anualmente los congresos de nacionalidades europeas a partir de septiembre de 1925. Su secretario fue el alemán de Estonia Ewald Ammende (1893-1936). Se deben buscar los precedentes de los Congresos de Nacionalidades Europeas en las comunidades judías en Europa y en la doctrina de la autonomía cultural de las nacionalidades como principio personal, tesis del austromarxismo de Karl Renner y Otto Bauer antes de 1914 como alternativa a la fórmula de la nación estado soberana.

Enseguida la recomendación aprobada en septiembre de 1922 tuvo resonancia en Cataluña, aunque no era una minoría nacional sino una nacionalidad compacta no reconocida por el estado a la cual pertenecía. La Mancomunitat de Catalunya no había conseguido en 1919 el estatuto de autonomía, que había sido aprobado por el 97% de los ayuntamientos, los cuales representaban el 98% de la población del Principado. La segunda colaboración ministerial de Cambó el año 1921 no comportó la más mínima descentralización y entró en crisis la vía gradualista del nacionalismo autonomista de la Liga Regionalista de Cataluña, que sufrió la escisión de Acció Catalana en junio de 1922.

En septiembre de 1922, en el Ayuntamiento de Barcelona triunfó una propuesta en el sentido de pedir al Estado español que siguiera aquella recomendación de la Sociedad de Naciones relativa a los derechos de las minorías nacionales que habría favorecido el uso de la lengua catalana en los tribunales y en la escuela. En 1923, Jaume Carrera Pujal publicó el libro La protecció de les minories nacionals (La protección de las minorías nacionales), donde recomendaba insistir en la misma vía, a pesar de no estar de acuerdo con la definición de minoría para la Sociedad de Naciones y en la obligación de adhesión de la minoría en el Estado del que dependía, tal como preceptuaba el organismo.

La situación nacional de Cataluña todavía se agravó mucho más a partir de septiembre de 1923 con la Dictadura del general Primo de Rivera. Empezó prohibiendo la bandera y la lengua catalana en las corporaciones y en la enseñanza, cerró centros catalanistas, despidió a muchos profesores de las escuelas técnicas de la Universitat Industrial y acabó finalmente suprimiendo la Mancomunitat de Catalunya en 1925.

En este contexto, en 1924 la directiva de Acció Catalana propuso a los dirigentes de la Lliga Regionalista y a los nacionalistas republicanos catalanes la presentación conjunta de una apelación a la Sociedad de Naciones, dado que esta no admitía en Europa oriental y central una negación de derechos como la que sufrían los catalanes. Los dirigentes de la Lliga no se quisieron sumar por las represalias que podían caer sobre ellos, y los republicanos catalanistas consideraron que la apelación no tendría suficiente valor si no la suscribían todos los partidos autonomistas. Finalmente, el diputado de Acció Catalana en la Mancomunitat, Manuel Massó i Llorens, que estaba exiliado a causa de un proceso militar, presentó en Ginebra la apelación catalana a la Sociedad de Naciones el 4 de abril de 1924, pero su secretario general, el británico James Eric Drummond, respondió que la Sociedad de Naciones no podía intervenir más que en los casos de minorías nacionales amparadas por los tratados y este no era el caso de los catalanes. Peticiones parecidas de flamencos, alsacianos y canadienses francófonos habían llegado en un sentido similar al secretariado del organismo.

Se iniciaba, a pesar de todo, una vía paradiplomática catalana. Era una alternativa pacífica a la vía armada e independentista de Francesc Macià i Estat Català, preparada al mismo tiempo y frustrada, en noviembre de 1926, por la policía francesa en Prats de Molló. En torno a la Sociedad de Naciones actuó Lluís Nicolau d’Olwer, dirigente de Acció Catalana, y en la actividad paradiplomática destacaba Joan Estelrich, mano derecha de Cambó en el ámbito cultural y director de la Fundación Bernat Metge. Estelrich ya había abogado por la creación de una plataforma de propaganda exterior del nacionalismo catalán, en marzo de 1920, con su conferencia Per la valoració internacional de Catalunya, divulgada en panfletos. Antes, en 1919, había creado la oficina de Expansión Catalana. Alfons Maseras editó en París, entre 1924 y 1927, Le Courrier Catalan, de cara a la Federación Regionalista Francesa. Maseras en París y Eugeni Xammar en Berlín eran los dos agentes coordinados por Estelrich, con la intervención destacada de Nicolau d’Olwer en Ginebra, de cara a la proyección internacional de la causa nacional catalana. Nicolau d’Olwer llegó a defender la unión europea en la Revista Jurídica de Catalunya en 1928, con su ensayo «Ideas y hechos en torno a Paneuropa», una propuesta precursora de la actual Unión Europea.

En la asamblea de la Unión Internacional de Asociaciones para la Sociedad de Naciones, celebrada en Lyon en junio de 1924, Nicolau d’Olwer consiguió, en nombre de la Asociación Catalana pro Sociedad de Naciones, que la cuestión catalana fuera incluida en el orden del día de la siguiente asamblea, prevista para septiembre de 1924 en Varsovia. Pero allí hizo acto de presencia a la Asociación española, que fue promovida por Quiñones de León, embajador permanente español en París, y no se consiguió que la Unión Internacional acordara dirigirse a la Sociedad de Naciones para instar el gobierno español a la aplicación en Cataluña de los derechos de las minorías nacionales. El gobierno español clausuró después la Asociación Catalana para la Sociedad de Naciones en Barcelona en abril de 1927.

Al lado, pero al margen no solamente de la Sociedad de Naciones sino también de la Unión Internacional de Asociaciones para la Sociedad de Naciones, que daba apoyo, se organizaron anualmente los congresos de nacionalidades europeas

Tres años antes, en septiembre 1924, en Ginebra, Nicolau d’Olwer se había puesto en contacto con el secretario de los congresos de nacionalidades europeas, Ammende, político de la minoría germánica en Estonia, que viajó a Barcelona para entrevistarse con políticos catalanistas en junio de 1925. El primer Congreso de Nacionalidades Europeas tuvo lugar en Ginebra en septiembre de 1925, con cincuenta delegados de treinta y tres minorías europeas pertenecientes a doce nacionalidades diferentes. El ingreso de los catalanes tenía interés para estos congresos no sólo porque estaban dispuestos a pagar lo mismo que otras comunidades —2.000 francos suizos, el 15% del presupuesto de la organización de las minorías nacionales—, sino para hacer de puente entre germanos y eslavos, y al mismo tiempo para desmentir la versión francesa de qué los congresos de nacionalidades europeas eran un simple instrumento del pangermanismo y del revisionismo alemán de fronteras, una descalificación especialmente difícil de desmentir hasta que Alemania ingresó en la Sociedad de Naciones en 1926. El Estado francés temía el autonomismo alsaciano y era solidario con el colonialismo español en Marruecos, que se encontraba repartido entre las dos zonas de protectorado. La guerra del Rif no acabó hasta 1926 e hizo falta, para ponerle fin, una coordinación militar franco-española.

Los catalanes en los congresos de nacionalidades europeas

La participación catalana tuvo lugar en el segundo Congreso de las Nacionalidades Europeas, celebrado en 1926. La delegación estuvo formada por Estelrich, Joan Casanovas (futuro presidente del Parlament de Catalunya), Francesc Maspons i Anglasell y Josep Pla. Más tarde participaron Manuel Serra y Moret, Rafael Campalans, Miquel Vidal i Guardiola y Francesc Tusquets, una representación que iba de la Lliga Regionalista a la Unió Socialista de Catalunya, pasando por los republicanos catalanistas y Acció Catalana, tal como mostró Xosé Manoel Núñez Seixas en su Internacionalizando el nacionalismo: el catalanismo político y la cuestión de las minorías nacionales en Europa (1914-1936). El jurista Francesc Maspons i Anglasell, que había dirigido la Oficina de Estudios Jurídicos de la Mancomunitat como defensor del derecho civil catalán, fue elegido vicepresidente de los congresos, organización en la cual pertenecían cuarenta grupos nacionales que sumaban cincuenta millones de europeos.

Pero al margen de las asociaciones internacionales que presionaban a la Sociedad de Naciones, los nacionalistas catalanes necesitaban que alguna potencia los apadrinara y esta no podía ser ninguna otra que Alemania. Después del tratado multinacional de Locarno, en octubre de 1925, de la retirada de los franceses de los territorios alemanes ocupados, y del plan Dawes de préstamos americanos que ayudaron a estabilizar la economía alemana, la República de Weimar ingresó en la Sociedad de Naciones y ocupó el lugar previsto por los Estados Unidos.

La participación en los congresos de nacionalidades europeas obligó a los miembros de las organizaciones comprometidas —Acció Catalana, Lliga Regionalista— a desvincularse públicamente de la tentativa armada de Estat Català en Prats de Molló en noviembre de 1926, que contaba con la simpatía de grupos catalanes de América, los cuales desconfiaban de la vía paradiplomática en Ginebra.

El momento parecía propicio para los catalanes porque a principios de 1926, la España de Primo de Rivera abandonó su lugar en la Sociedad de Naciones cuando se le negó un lugar permanente en el consejo ejecutivo. De todos modos, Alemania no quería enemistarse con la España de Primo de Rivera, a raíz del convenio comercial conseguido en 1925, que era muy favorable para la industria alemana, tanto, que suscitó sospechas de haber esta sobornado la cabeza de la legación española que lo negoció: el flamante vizconde de Cussó.

España volvió a la Sociedad de Naciones en marzo de 1928, después de haber conseguido, como compensación, que presidiera la comisión de minorías nacionales el diplomático español Manuel Aguirre de Cárcer, con el fin de bloquear cualquier demanda catalana. A continuación, fracasó la propuesta de generalizar la obligatoriedad de los tratados de minorías, una demanda presentada el año 1929 por estados tan diversos como Polonia, Alemania y Lituania. Aguirre de Cárcer más tarde sería embajador en Roma y se adheriría en julio de 1936 al levantamiento militar que desencadenó la Guerra Civil española.

Todavía en mayo de 1929 tuvo lugar un incidente que explotaron los catalanistas, aclamando el excanciller y ministro de asuntos exteriores alemán Gustav Stresemann a su paso para Barcelona, a raíz de sus declaraciones, camino de Madrid, a un periodista que le preguntó qué opinaba de la cuestión de las minorías. El estadista alemán respondió que no sabía si el consejo ejecutivo de la Sociedad de Naciones cogería alguna iniciativa de su reunión en Madrid, porque desconocía el estado de ánimo del gobierno español hacia catalanes y vascos; Primo de Rivera respondió con una nota oficiosa que contrarió vivamente Stresemann.

El nacionalismo catalán no consiguió una mejora en la política de la Sociedad de Naciones hacia las minorías nacionales, sino que España se convirtiera en un adversario irreductible de la causa de estas minorías en Ginebra

En 1929, Estelrich publicó en Barcelona el libro La cuestión de las minorías nacionales y las vías del derecho y, al mismo tiempo, apareció en Lausana y Ginebra La qüestion des minorités et la Catalogne, del mismo Estelrich. Maspons i Anglasell publicó en 1929 Volviendo de Ginebra: impresión sobre la crisis de las libertades nacionales y, en 1930, Punto de vista catalán sobre el procedimiento de protección de las minorías nacionales. En el 2016 se reeditó un conjunto de artículos suyos en el libro Los catalanes en Ginebra: la reivindicación de Cataluña al mundo. Los casos de las minorías nacionales eran tan diferentes entre sí que era difícil adoptar una estrategia común.

El balance de la actuación catalana en el campo de las minorías nacionales no fue positivo. El nacionalismo catalán no consiguió una mejora en la política de la Sociedad de Naciones hacia las minorías nacionales, sino que España se convirtiera en un adversario irreductible de la causa de estas en Ginebra.

Los años treinta

Con el cambio de régimen del 14 de abril de 1931, la Generalitat de Macià y el Estatuto de Autonomía de 1932, la actividad paradiplomática anterior perdió interés. Los catalanes parecían haber obtenido aquellos derechos que la Sociedad de Naciones pretendía garantizar a las minorías nacionales. Esquerra Republicana de Catalunya consideró que no necesitaba una política exterior activa fuera de las relaciones culturales con los occitanos, y la Lliga desplazó su atención hacia la seguridad y el desarme, actuando dentro de la Unión Interparlamentaria sin diferenciarse, en el exterior, de la representación española. Estelrich actuó dentro de esta Unión Interparlamentaria desde 1931 y fue miembro del consejo ejecutivo desde 1935. La Unión Interparlamentaria, que actuaba en paralelo a la Sociedad de Naciones, también tenía la sede en Ginebra, pero se había fundado mucho antes, en 1889. Estelrich también formó parte de la delegación española de la asamblea de la Sociedad de Naciones en 1935, cuando una coalición de centro-derecha gobernaba España, después de los hechos del seis de octubre de 1934, con el Estatuto de Autonomía suspendido y la Lliga formando parte del gobierno tripartito de derecha de una Generalitat presidida por un gobernador general designado por el poder central español.

La presencia catalana en los congresos de nacionalidades europeas sólo fue mantenida los años treinta por Maspons i Anglasell, colocado al frente de un grupo extraparlamentario y próximo al independentismo como era el Partit Nacionalista Català, y por Josep Maria Batista i Roca, fundador de la entidad cívica Palestra como frente nacional catalán de la juventud, y al mismo tiempo promotor, en 1933, de alianzas con nacionalistas vascos y gallegos dentro de Galeusca. Batista y Roca rehízo la Unió Catalana pro Sociedad de Naciones y asistió a los dos últimos congresos de nacionalidades europeas donde hubo presencia catalana: el de septiembre de 1935 en Berna, donde Batista y Roca denunció las restricciones impuestas contra la autonomía catalana después de los hechos del seis de octubre de 1934, y el de septiembre de 1936 en Ginebra, cuando ya había estallado la Guerra Civil española.

Durante la Segunda República, la actuación de los catalanistas de izquierda y de derecha dentro de la política exterior española tendió a situarse en la órbita francesa y, por lo tanto, alejada de los congresos de nacionalidades europeas. Al margen de la diplomacia, pero en un nivel científico relevante, no hay que olvidar que Nicolau d’Olwer después de ser ministro de Economía del primer gobierno de la República, presidió la Unión Académica Internacional, con sede en Bruselas, entre 1935 y en 1937. En el undécimo Congreso de las Nacionalidades Europeas, en septiembre de 1935, los nacionalistas vascos Jon Andoni Irazusta y José Antonio Aguirre presentaron un plan para captar el apoyo de Gran Bretaña ante Francia.

Ya en la fase final de la Guerra Civil española, Batista y Roca actuó como enviado secreto del presidente Companys ante el Foreign Office, al lado del nacionalista vasco José Ignacio de Lizaso. El objetivo era conseguir una mediación anglofrancesa para un armisticio que pusiera fin a la guerra, pero con garantías para las autonomías catalana y vasca, esta última ya desaparecida en aquel momento. Marià Rubió i Tudurí tuvo unos contactos parecidos a París. Estos intentos de armisticio, además de ser tachados de derrotistas, eran desacreditados con el rumor que pretendían una paz catalana por separado con el general Franco, cosa inverosímil, como mostraba la derogación del Estatuto catalán el 5 de abril de 1938 por parte del general. Nada permitía tener esperanzas en un desenlace como aquel. Ni Berlín ni Roma eran proclives a frenar a los enemigos de la República después de que las tropas de Franco dejaron Cataluña aislada por suelo del resto de la España republicana y con el Gobierno de la República situado en Barcelona. París no estaba dispuesto a intervenir y convertir Cataluña en un protectorado francés. El jefe del Gobierno, Juan Negrín, con el apoyo de comunistas y anarquistas, sostenía una línea irreductible, plasmada en la batalla del Ebro, una última ofensiva republicana que fue detenida por el enemigo y donde se agotaron las últimas reservas humanas y materiales de Cataluña.

En el marco internacional, los congresos de nacionalidades europeas tenían que seguir la misma suerte de la Sociedad de Naciones, enfrentada a conflictos que la sobrepasaban. La Sociedad de Naciones no pudo impedir la invasión japonesa de Manchuria en 1931. La Alemania de Hitler abandonó el organismo en 1933, igual que el Japón expansionista. La Italia de Mussolini hizo lo mismo en 1936 a raíz de la condena a la invasión de Abisinia. No se pudo evitar la persecución de los judíos en Alemania. Al mismo tiempo, la influencia nazi creció en los congresos de nacionalidades europeas con el báltico-alemán Werner Haselblatt, sucesor del Ammande, muerto en abril de 1936, cosa que restó legitimidad a la organización de las minorías. Merece la pena remarcar que, a pesar de todo, los congresos de nacionalidades europeas fueron el precedente de la Unión Federal de Nacionalidades Europeas, fundada en 1949 junto con el Consejo de Europa, primer promotor de la posterior Unión Europea.

En otoño de 1936, Estelrich, siguiendo a Cambó, había optado por el apoyo a los denominados “nacionales” en la Guerra Civil española como mal menor. La propaganda de la oficina de Estelrich en París contra la España republicana exigía olvidar temporalmente la causa nacional catalana, a la espera que, después de la Guerra Civil, el catalanismo de derecha, a cambio de su colaboración, conseguiría salvar unos mínimos del naufragio, una esperanza que se manifestaría ilusoria ante la implacable represión de los signos de identidad colectiva catalana a partir de 1939. Estelrich acabaría siendo nombrado delegado del Estado español en la UNESCO en 1953, cuando este consiguió incorporarse a las organizaciones internacionales después de haberse encontrado aislado como antiguo amigo de los regímenes fascistas derrotados.

En la Europa de entreguerras, la cuestión de las minorías nacionales no fue un problema menor, dado que Hitler lo utilizó para desencadenar la Segunda Guerra Mundial en 1939 y, seis años más tarde, tendría lugar en la Europa oriental como represalia, la expulsión de doce millones de alemanes, con medio millón de muertos civiles durante aquel trágico éxodo.

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Albert Balcells

Albert Balcells es catedrático emérito de Historia en la Universidad Autónoma de Barcelona y miembro numerario del Instituto de Estudios Catalanes. Durante su larga trayectoria, se centró en la lucha de clases; las relaciones entre catalanismo y obrerismo; el pensamiento político, las instituciones de alta cultura y la memoria histórica en la Cataluña del siglo XX. Doctor en Historia para la Universidad de Barcelona, fue profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona desde el 1970. Fue también presidente de la Sección Histórica-Arqueológica del Instituto de Estudios Catalanes desde 1998 hasta el 2006. Anteriormente fue vicedecano del Colegio Oficial de Doctores y Licenciado en Filosofía y Letras y en Ciencias de Cataluña (1980-1987) y vicepresidente primero del Ateneo Barcelonés (2003-2007). Fue galardonado con el premio Ramon Fuster (1992) y el premio de ensayo Carles Rahola (2007). El año 1995, recibió la Cruz de Sant Jordi. Entre sus últimas publicaciones destacan las obras Llocs de memoria dels catalans (2008), El pistolerisme, Barcelona 1917-1923 (2009) o El projecte d’autonomia de la Mancomunitat de Catalunya del 1919 i el seu context històric (2010). Es editor y corredactor de los libros colectivos Puig i Cadafalch i la Catalunya contemporània (2003), Història de la Histografia catalana (2004), Els Països Catalans i Europa durant els darrers cent anys (2009) También compiló y editó los artículos de Lluís Nicolau d’Olwer en Democràcia contra dictadura. Escrits polítics, 1915-1960 (2007).