La crisis sanitaria de la COVID-19, con sus efectos sobre la economía, ha dado lugar a una acelerada implantación del teletrabajo como modalidad de trabajo preferente. Esta forma de trabajo no presencial, gracias a las redes virtuales, se ha defendido a lo largo de los años como un mecanismo ideal para la solución del llamado problema de conciliación entre la vida laboral, personal y familiar, dada la flexibilidad en el uso del tiempo que ofrece. A lo largo de este artículo, sin embargo, se argumenta que el teletrabajo no es la respuesta al reto de la conciliación. A partir del paradigma del policy approach, , se analiza cómo las conocidas políticas de conciliación se formulan desde la administración pública con el objetivo de incrementar la participación femenina en el mercado laboral, mientras que el teletrabajo persigue introducir una nueva forma de trabajo a distancia en la sociedad de la información. A continuación, se aborda el choque entre los dos tipos de políticas públicas en el marco de la pandemia del coronavirus. Finalmente, se hace una reflexión sobre la economía de cuidados y el modelo de sociedad sostenible que recoge l’ODS 5.4 de la Agenda 2030.
La conciliación en la agenda pública
Toda política pública se formula para resolver un problema colectivo, según el enfoque de análisis de políticas públicas (Dente i Subirats, 2019). Según las medidas políticas que se adoptan, se obtiene un resultado final. Hay que preguntarse, entonces, qué se entiende para conciliar la vida laboral, personal y familiar.
Bajo la expresión conciliar se hace referencia a todas aquellas políticas que se implementan para hacer compatible las responsabilidades laborales-profesionales y las responsabilidades personales-familiares. Son medidas políticas articuladas para superar la contradicción estructural entre la lógica del trabajo remunerado y la del trabajo doméstico, que en esta acepción incluye los cuidados no remunerados de nuestra sociedad (Fernández y Tobío, 2005; Encarnado; 2019 Tobío, 2002). Una contradicción que tiene sus orígenes en la misma historia económica y la división sexual del trabajo en la unidad familiar. La tradicional especialización del trabajo según sexo asigna a los hombres la función productiva en el espacio público (breadwinner), mientras que a las mujeres se les circunscribe a las tareas de madre-cuidadora en el espacio privado (caregiver). El conflicto arranca con la incorporación femenina al mercado laboral con carácter presencial. ¿Cómo puede la sociedad conseguir que las mujeres participen en el mercado de trabajo remunerado sin que se abandonen las “responsabilidades familiares” que impone la sociedad? La economía requiere de su mano de obra y las mujeres también quieren trabajar, pero las tareas de cuidado en el seno de la familia se tienen que seguir ejerciendo.
La igualdad entre mujeres y hombres siempre se plantea desde la desigualdad en el mercado de trabajo. A partir de los años noventa, se considera que la desigualdad laboral empieza en la familia, a causa de las obligaciones familiares que se imponen socialmente a las mujeres, hecho que les impide dedicar el mismo tiempo que los hombres al trabajo remunerado
El término conciliar nace, por lo tanto, para resolver un problema de naturaleza laboral. Así se recoge en el mismo marco jurídico europeo, que determina el desarrollo de la legislación en el ámbito catalán y español. La igualdad entre mujeres y hombres siempre se plantea desde la desigualdad en el mercado de trabajo porque las mujeres participan en el mercado laboral. El Plan de Acción Social Europeo de 1974, donde aparece por primera vez el concepto de conciliar, ya concibe la conciliación como la fórmula para compatibilizar dos tareas diferenciadas: las responsabilidades familiares con las aspiraciones profesionales de mujeres y hombres. A partir de los años noventa, se considera que la desigualdad laboral empieza en la familia a causa de estas obligaciones familiares que se imponen socialmente a las mujeres, y les impide dedicar el mismo tiempo que los hombres al trabajo remunerado. Como consecuencia, se integra la dimensión personal, que en la práctica significa hablar de conciliar vida laboral, personal y familiar (Campillo, 2019). Sin embargo, las diferentes iniciativas políticas siguen dirigiendo la atención a la igualdad de trato y oportunidades entre mujeres y hombres en el mercado laboral, como es el caso de la última directiva europea sobre conciliación (Directiva (UE) 2019/1158 del Parlamento Europeo y del Consejo de 20 de junio de 2019, relativa a la conciliación de la vida familiar y la vida profesional de los progenitores y los cuidadores). El Real Decreto-ley 6/2019, de 1 de marzo, de medidas urgentes para la garantía de la igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres en el trabajo y el empleo, también contempla las medidas de conciliación desde esta perspectiva europea, es decir, iniciativas dirigidas exclusivamente al mercado laboral.
Si la cuestión sólo se visualiza desde la perspectiva del trabajo, la percepción de la responsabilidad de conciliar también es limitada. Esta sólo recae sobre las mujeres. Los cuidados y los trabajos domésticos no remunerados son tareas femeninas y del ámbito privado. La administración pública y las empresas únicamente se ocupan de facilitar la participación laboral femenina. Esta mirada tergiversada del reto desemboca en la formulación de políticas públicas de conciliación que se reducen en medidas para dejar entrar y salir a las mujeres del mercado laboral remunerado a fin de que no detengan el ejercicio de sus obligaciones familiares. En otras palabras, se aprueban una serie de mecanismos con el objetivo que las mujeres tengan más disponibilidad de tiempo y puedan realizar ambos tipos de trabajos.
El proceso acelerado de envejecimiento en el cual están inmersas las sociedades occidentales como la catalana genera otra óptica respecto de la desigualdad entre mujeres y hombres en la unidad familiar, a la vez que en el mercado laboral. La elevada tasa de envejecimiento está provocada tanto por el alargamiento del ciclo de vida como por la reducción de la tasa de natalidad, bien sea porque las mujeres no quieren tener hijos, porque reducen el número de hijos o porque alargan la edad de maternidad (Encarnado, 2019). Los poderes públicos se preguntan como podemos conseguir que las mujeres tengan hijos. Una sociedad sin niñas y niños no tiene futuro. En este sentido, las políticas de conciliación también se interpretan como una vía para que la sociedad se reproduzca, y las viejas generaciones puedan ser reemplazadas por generaciones nuevas. Pero, de nuevo, aunque la baja tasa de natalidad se visualiza como un problema social, se sigue señalando a las mujeres como las responsables de la deriva de la estructura demográfica hacia un futuro sin niños y lleno de personas mayores. Brevemente, se piensa que la incapacidad de reproducción demográfica de nuestra sociedad es porque las mujeres no tienen hijos.
La situación se agrava allí donde rige un modelo de Estado familiarista como en Catalunya, en particular, y en el sur de la Unión Europea, en general (Guillén y León, 2011). Se trata de un sistema de bienestar social que se articula en torno a las mujeres de las familias como principales proveedoras de cuidados de forma gratuita. Esta realidad es posible a causa de la rígida división sexual del trabajo en el seno de la organización familiar. La no socialización de los cuidados no remunerados en un Estado de naturaleza patriarcal (Pateman, 2019) carga estas tareas sobre la población femenina a cambio de ninguna retribución económica ni valoración social. La administración pública adopta un carácter asistencial más cerca de la idea de caridad de la Iglesia católica que de un sistema de protección social universal al estilo nórdico. El gobierno acude allí donde se viven situaciones sociales muy graves, de extrema pobreza.
En el sur de Europa, en ningún momento se define en la agenda pública que los cuidados y las tareas domésticas no remuneradas son una responsabilidad social. En la no socialización de estas tareas está el origen de la desigualdad de género en el mercado laboral. La conciliación se percibe como un problema de disponibilidad de tiempo para las mujeres
En el sur de Europa, en ningún momento se define en la agenda pública que los cuidados y las tareas domésticas no remuneradas son una responsabilidad social. En la no socialización de estas tareas está el origen de la desigualdad entre mujeres y hombres en el mercado laboral y la baja tasa de natalidad. Como recoge el Instituto Canario de Igualdad (2019), las mujeres se ven abocadas a una triple jornada cada día, que comporta la jornada laboral tradicional, la jornada en el ámbito familiar (tareas de cuidados y domésticas no remuneradas) y la jornada emocional (que corresponde a las relaciones afectivas). Un escenario que se traduce en el incremento de las brechas de género, como la brecha de pensiones o la brecha de salud. Las mujeres tienen menos ingresos al final de la suyas vidas y asuman el peso emocional de la unidad familiar. A diferencia de los hombres, las mujeres no pueden dedicar tantas horas al trabajo remunerado –un obstáculo para asumir posiciones de liderazgo y ejecutivas–, en el tener que compartir el tiempo disponible entre la esfera productiva y la personal. Una situación que repercute en su pensión de jubilación y en su estado de salud por el peso emocional de la gestión de los cuidados.
En otras palabras, tanto desde la óptica laboral como demográfica, la conciliación se percibe como un problema de disponibilidad de tiempo para las mujeres. La flexibilidad en el uso del tiempo es, de hecho, uno de los principales argumentos para defender el teletrabajo como mecanismo ideal para facilitar el encaje entre la dinámica del mercado laboral remunerado y la lógica de la familia parsoniana.
Flexibilidad en el uso del tiempo: el teletrabajo
La preocupación por la flexibilidad en el uso del tiempo respecto de las mujeres trabajadoras está en el mismo origen de la economía de mercado. Al inicio de la industrialización, el trabajo a domicilio es un mecanismo para facilitar la incorporación femenina al mercado laboral, que aporta una mano de obra barata sin contrato y flexibilidad en el uso del tiempo a fin de que las “obligaciones” del hogar sigan siendo ejercidas por las mujeres. En este contexto, las mujeres son una fuerza de trabajo doble de muy bajo coste porque la provisión de cuidados en el entorno familiar se realiza gratuitamente. Esta modalidad de trabajo ha sido y todavía está presente en aquella industria que requiere mano de obra intensiva como la industria del textil, el juguete o el zapato (Balcells, 2014; Domínguez Alvarez, 2005; Ybarra, Fuster Olivares y Doménech Vilariño, 2009), que forma parte del tejido industrial de Barcelona, Elche o Sabadell, para citar diferentes ejemplos.
El adelantamiento tecnológico en el siglo XX da lugar a una nueva forma de trabajo a distancia vertebrado en torno a las tecnologías de la información y la comunicación: el teletrabajo. Representa una alternativa a la cultura laboral presencial y una vía para la libre gestión del tiempo, que lo convierte en un hipotético camino para resolver el reto de la conciliación laboral, personal y familiar. El mismo Nilles (1975), que se inventó el concepto de teletrabajo en el contexto de la crisis del petróleo de 1973, subraya la idoneidad de cara al ámbito personal y familiar. No son las personas las que se desplazan al lugar de trabajo, sino que el trabajo se mueve a través de las redes sociales. Así, brinda la posibilidad de estar en casa y trabajar para la empresa.
Sin embargo, el año 2020, cuando el teletrabajo experimenta su mayor expansión a raíz del estallido de la pandemia de la COVID-19, y se implanta como la modalidad de trabajo preferente en los diferentes reales decretos leyes (RD-Ley 8/2020, de 17 de marzo, RD-Ley 10/2020, de 29 de marzo, RD-Ley 15/2020, de 21 de abril, o RD-Ley 28/2020, de 22 de septiembre), ni las tareas de cuidados ni las tareas domésticas no remuneradas se señalan como el principal objetivo. La prioridad por parte de la administración pública es reanudar la actividad económica y detener cualquier contagio del virus por contacto entre personas.
Efectivamente, durante el segundo semestre del 2020 el teletrabajo experimenta un boom. El 71,4% de los establecimientos adoptan el teletrabajo en Catalunya, según datos del Instituto de Estadística de Cataluña (2020), mientras que en España lo hacen el 48,8% (Instituto Nacional de Estadística, 2020). El carácter residual de esta modalidad de trabajo a distancia hasta la crisis sanitaria se observa con los datos con respecto a su presencia entre la población ocupada el año 2019. Según Eurofound, en Cataluña el 4,6% de los ocupados optan para esta forma de trabajo, mientras que en España es el 4,8%. La media europea se sitúa en torno al 10%, sobresaliendo Holanda con una tasa del 14%.
En el RD Ley 28/2020 de trabajo a distancia, de 22 de septiembre de 2020, parece que la óptica sobre el problema cambie, aparentemente. Pero en consonancia con la Directiva 2019/1158 (UE) del Consejo, de 20 de junio de 2019, relativa a la conciliación de la vida familiar y la vida profesional de los/las progenitores/as y los/las cuidadores/as (por la cual se deroga la Directiva UE 2010/19 del Consejo) se insiste en las formas flexibles de trabajo como el trabajo a distancia. No se apunta a la responsabilidad social, ni del Estado ni del conjunto de la sociedad. Además, la conciliación se define como una más de las consecuencias positivas del teletrabajo. En la exposición de motivos del Decreto 77/2020 sobre teletrabajo para el personal de la administración catalana, de 4 de agosto de 2020, se expresa claramente: “la optimización del tiempo de trabajo, aparte de tener un efecto positivo en la productividad, genera más satisfacción en el personal, vista la disponibilidad de tiempo que comporta, y esta mayor satisfacción revierte en la organización en términos de mayor implicación”.
Esta rápida implantación del teletrabajo con carácter urgente en un contexto excepcional representa un cóctel explosivo con respecto a la cuestión de género (UGT-Catalunya, 2020). El hundimiento de las redes de cuidado formales e informales a causa del confinamiento –el cierre de escuelas, el cierre de centros de día, el desbordamiento de las residencias de personas mayores, las dificultades morales en recurrir a las personas mayores como proveedora de cuidados para evitar contagios, porque son personas de alto riesgo, entre muchos otros ejemplos– sumado a la falta de cultura de trabajo no presencial, ni en las empresas ni en las trabajadoras-los trabajadores, y a la falta de recursos materiales y regulación para crear espacios de trabajo en casa, son algunas de las variables explicativas de un balance muy negativo que tiene caras femeninas muy diversas.
La rápida implantación del teletrabajo en un contexto excepcional es un cóctel explosivo para la cuestión de género. La falta de recursos materiales o el hundimiento de las redes de cuidado a causa del confinamiento son algunas de las variables de un balance muy negativo
De acuerdo con los datos de la investigación en curso sobre la población teletrabajadora en el contexto del estado de alarma de la COVID-19 a nivel español (Aybar, Pavía y Roig, 2020), más del 60% de los encuestados manifiestan que su rendimiento en el trabajo se ha visto afectado por el teletrabajo. Si se comparan mujeres y hombres, las primeras están 6 puntos por encima de los segundos. Cuando se los pregunta para las dificultades en conciliar la vida laboral, personal y familiar, un 20% de mujeres –frente un 17% de hombres– señalan que no es fácil. Si se les pregunta por la voluntad de continuar con esta modalidad de trabajo después del estado de alarma, los hombres muestran un 21% de preferencia frente el 18% de las mujeres. Las dudas sobre el teletrabajo como mecanismo ideal para conciliar se multiplican cuando se pregunta si se espera que durante el estado de alarma las tareas domésticas de cuidados afecten al trabajo: un 77% de mujeres, frente a un 23% de hombres, así lo afirman. Es decir, 3 de cada 4 mujeres estiman que su trabajo se verá afectado y bajará su rendimiento. La llamada triple jornada que asumen a las mujeres con la rígida y tradicional división sexual del trabajo en el hogar tiene su espejo en la mayor alteración del sueño con respecto a los hombres (el 50% de las mujeres fachada el 40% de los hombres).
La economía de los cuidados
En resumen, el llamado problema de conciliación entre la vida laboral, personal y familiar está señalando el problema de cuidados propio de una no economía de cuidados, en palabras de Durán (2018). Los cuidados y los trabajos domésticos no remunerados se estiman que son cuestiones privadas y, por lo tanto, no son una prioridad en la agenda pública. Ni se contabilizan en la economía: el PIB excluye este tipo de actividades, calificadas como improductivas desde el siglo XVIII, cuando Adam Smith distinguió entre actividades productivas y actividades improductivas. En este sentido, es oportuno recordar cómo las huelgas feministas del 8 de marzo se organizan, desde el año 2018, con el lema “Si nosotros paramos, se para el mundo”. Con este lema, se quiere demostrar el peso en la economía contable de estas actividades no remuneradas, pero esenciales para el ser humano, tal como demostraron las islandesas en la huelga de octubre de 1975, cuando decidieron detener sus actividades y la economía del país se detuvo. Según l’OIT (2019), los cuidados y los trabajos domésticos no remunerados representarían el 15% del PIB español el año 2017. En Cataluña, un estudio del Observatorio Mujer, Empresa y Economía (ODEE, 2016) llega a cuantificar la posible contribución de este tipo de tareas en más del 23% del PIB catalán de 2015.
No obstante, el ser humano es uno de los mamíferos más dependientes. Desde el nacimiento hasta la muerte, la persona necesita siempre ayuda en términos biológicos, sociales y materiales, como apunta Cortina (2013). Cuando sale del vientre de la madre, nadie se vale por sí mismo. Cuando se es adulto, se puede tener un accidente o caer enfermo. Y, cuando nos hacemos mayores, en la última etapa del ciclo de vida, el cuerpo se deteriora de forma natural o por alguna enfermedad o accidente. Sin embargo, el adjetivo dependiente presenta una gran connotación negativa. Ser dependiente es negativo, y se interpreta como una carga económica. ¿Qué tipo de sociedad se quiere? ¿Una sociedad productiva, o una sociedad donde el ser humano esté en el centro? ¿Dónde está la ética en este modelo de organización política, económica y jurídica?
En este sentido, la Agenda 2030 es un primer paso para impulsar un nuevo modelo de sociedad sostenible que tenga las personas como pilar central. Eso quiere decir incluir a las mujeres y reconocer el valor de los cuidados. Como apunta l’ODS 5.4, avanzar en esta dirección requiere reconocer y valorar los cuidados no remunerados y el trabajo doméstico no remunerado, mediante la prestación de servicios públicos, la provisión de infraestructuras y la formulación de políticas de protección social, así como mediante la promoción de la responsabilidad compartida al hogar y a la familia, según encaje a cada país. Si no se cambia de modelo de sociedad y se socializan los cuidados no remunerados y los trabajos domésticos no remunerados, no se puede alcanzar la igualdad entre mujeres y hombres. Es un problema de modelo de sociedad. El Estado y la sociedad tienen que asumir sus responsabilidades. Por tanto, haría falta modificar el marco legal (situar los cuidados como un derecho fundamental, por ejemplo), incrementar la inversión en infraestructuras sociales (jardines de infancia, residencias para las personas mayores o centros de día, entre otras iniciativas) e impulsar un cambio cultural (incentivos fiscales en las empresas a fin de que los hombres pidan la reducción de jornada para ejercer las tareas de cuidados en la unidad familiar, entre otras propuestas).
Esta investigación en curso forma parte del proyecto I+D+i ‘ROCOGIS. Los Rostros del COVID. Género e Impactos Socioeconómicos’ de la Universidad de Valencia, en el marco de la Convocatoria FONDO SUPERA COVID19, CRUE-CSIC-SANTANDER.
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Rosa Roig Berenguer
Rosa Roig Berenguer es profesora asociada de Ciencias Políticas en la Universidad de Valencia (UV), investigadora ROCOGIS e integrante del Instituto Universitario de Estudios de las Mujeres de la UV y del ECPR Steering Committee on Gender and Politics. Es Doctora en Ciencias Políticas por la Universidad de Valencia, con la tesis doctoral Elite parlamentaria femenina en el Parlamento de Cataluña, el Congreso de los Diputados y el Parlamento Europeo (1979‐2000). Ha sido investigadora del proyecto europeo de investigación EUROPUB. También ha trabajado como consultora para el gobierno español, en varios gobiernos locales y en instituciones internacionales. Sus áreas de interés son el género, las políticas de los cuidados, las élites políticas y los gobiernos de coalición.