Vivimos en un momento de máxima complejidad. Desde un punto de vista sociológico, la historia se presenta como una constante evolución del grado de complejidad que intermedia las relaciones humanas. Nuevas tecnologías, migraciones y pandemias, entre muchos otros, son elementos que habitualmente han complicado nuestras relaciones, forzando a los gobiernos a evolucionar para darles respuesta. Pero, ¿qué respuesta? El objetivo de una comunidad democrática tiene que ser justamente el de dotarse de un espacio en el que deliberar sobre cómo adaptarse a la complejidad, un espacio en el que debatir sobre qué medidas debemos poner en marcha para responder a estos cambios. Sin embargo, tal como ha puesto de manifiesto la pandemia, este espacio de debate es débil; cuando se declara el estado de excepción, la deliberación política queda supeditada a las medidas de protección.
«Nos habíamos acostumbrado a ser una sociedad de individuos libres. Pero somos una nación de ciudadanos solidarios.» En el marco de la respuesta a la crisis sanitaria, Emmanuel Macron, el presidente de la república de la libertad, la igualdad y la fraternidad, problematizaba de esta manera el concepto de libertad, contraponiéndolo al de solidaridad. No es sólo un recurso narrativo inocente, es una justificación de la renuncia a la libertad para protegernos de la pandemia, y condensa en esencia el carácter excepcional con el que últimamente ha tendido a gobernarse la complejidad.
Macron y el lema de la república nos han de servir para reflexionar sobre la tendencia a la excepcionalidad. La declaración del estado de excepción como respuesta a la COVID-19 ha abierto la puerta a considerar excepcionales otros episodios que forman parte de la complejidad a la que habitualmente se enfrenta una comunidad. ¿Si se ha puesto en marcha para contener el virus, por qué no también para cualquier otro elemento externo que se considere que podría llegar a desestabilizar nuestra comunidad? La paradoja que quiere explorar este texto es que, lejos de proteger a nuestra comunidad, las medidas de seguridad que acompañan el estado de excepción sabotean el espacio de deliberación pública y evitan que la comunidad política pueda ponerse de acuerdo sobre cómo gobernar las nuevas capas de complejidad. Ahora que hemos llegado al fin de un largo periodo de estado de alarma en el conjunto del estado español, nos parece un momento oportuno para apuntar algunas ideas al respecto.
Gobernar en tiempos excepcionales
La tendencia incremental de la complejidad, sobre todo cuando se somete a los efectos aceleradores de, por ejemplo, una crisis como la de la COVID-19, desborda los mecanismos de gobierno y facilita a los gobernantes el recurso a la excepcionalidad. Es en este sentido que debemos entender las declaraciones de Macron: ante unos hechos imprevistos, se suspende el funcionamiento ordinario de la democracia y se recurre a un estado de excepción en el que operan unos principios diferentes de los habituales. Sin embargo, ¿quién determina estas condiciones de excepcionalidad que justifican interrumpir el normal funcionamiento de una democracia? Y, ¿cuánto tiene que durar este estado alterado?
Según la concepción del poder schmittiana[1]1 — Schmitt, C. (2013) La dictadura. Madrid: Alianza Editorial. —primer autor moderno a teorizar sobre estas cuestiones—, la decisión sobre el estado de excepción es una prerrogativa que corresponde al soberano y que, por definición, tendría que ser provisional. Sin embargo, ya sabemos que no hay nada más permanente que lo provisional y últimamente nos encontramos con que la concatenación mediática de crisis nos ha llevado a naturalizar un clima de excepcionalidad perenne. La concentración en poco tiempo de episodios de gran complejidad ha abonado un clima público de excepción en el que, renuncias como las que plantea Macron, se asumen acríticamente. Una verdadera perversión del uso de la soberanía.
Dicho de otro modo, hemos terminado por dar carta de excepcionalidad a fenómenos que simplemente son complejos. Escenarios como el de la COVID-19, principalmente, pero también el de la robotización o el de la crisis de los refugiados, por poner algunos ejemplos, han querido inscribirse dentro de esta categoría excepcional. Puesto que se los considera potencialmente desestabilizadores, estos episodios han dado pie a que algunas voces propongan suspender el funcionamiento habitual de nuestras comunidades para protegernos de sus impactos. Nos proponen que asumamos perder nuestra libertad para luchar contra el virus, entorpecer arbitrariamente el avance de la automatización para proteger algunos sectores o limitar nuestra concepción fraternal para excluir a los refugiados. Lo hacemos creyendo que salvaguardamos a nuestra comunidad de una amenaza externa y, paradójicamente, consentimos renunciar a los principios a los que aspiran nuestras democracias para hacerles frente.
La prioridad en este “paradigma de la seguridad” es contener la alteridad —sea cuál sea su forma— que complica el funcionamiento cotidiano de nuestra comunidad
Ante estas condiciones excepcionales, se genera un clima de amenaza en el que parece que no podamos aspirar a nada más que a la pervivencia de la comunidad. Cualquiera renuncia se justifica en aras de nuestra protección y se nos dice que las medidas excepcionales que se adoptan son para nuestra seguridad. El lenguaje belicista en que se encuadró la comunicación de las estrategias de respuesta a la COVID-19 es una buena muestra de esta narrativa de la securización que se pone en marcha y en la que el objetivo último es la defensa frente a supuestas amenazas externas a nuestro statu quo. La prioridad en este “paradigma de la seguridad” es contener la alteridad —sea cuál sea su forma— que complica el funcionamiento cotidiano de nuestra comunidad. «El paradigma de la seguridad es una técnica habitual de gobierno en la modernidad»[2]2 — Agamben, G. (2004) Estado de excepción. Homo sacer II, 1. València: Pre-Textos. , nos dice Agamben, y el recurso a la excepcionalidad es su justificación.
Ascenso de los populismos
Uno de los principales efectos de este recurso constante a la excepcionalidad es el ascenso de los populismos. Los climas de amenaza son un terreno fértil para la sentimentalización de la política, y la narrativa de la securización encuentra en el miedo y la culpa a los dos principales pilares sobre los que sustentar las medidas de protección de la comunidad. Por muy arbitrarias que sean, resulta temerario o incívico cuestionar estas medidas adoptadas para protegernos. Y, como muestra, la pandemia.
De una parte, nos encontramos con que el miedo que nos genera aquello que desconocemos activa unas pulsiones egoístas que nos llevan a dar por buena cualquier renuncia que nos permita proteger “lo nuestro”. Es decir, sirviéndose del clima de amenaza que se ha labrado con el estado de alarma, crece un tipo de populismo individualista que sólo propone ser fraternal con aquello a que es capaz de atribuir rasgos de la propia identidad. Este tipo de discursos son reconfortantes para todos aquellos individuos que albergan miedo y resentimiento hacia un mundo que ven que escapa a su control, y Donald Trump es su mesías redentor.
En el otro extremo del espectro populista, pero sirviéndose de unos instrumentos similares y con unos objetivos idénticos, vemos que el sentimiento de culpa que nos despierta no obedecer las medidas excepcionales de contención es fuerza suficiente como para aceptarlas. Más allá de principios democráticos, el populismo comunitarista se aprovecha del estado de alarma para aglutinar legitimidad sobre la base de una determinada idea de bien moral. Es decir, para protegernos de la nueva amenaza es preciso que todos los individuos, a nivel particular, compartamos una misma idea de lo que es bueno para la comunidad. El gesto de Macron se inscribe en esta dinámica: la respuesta a la pandemia depende de que los miembros de la comunidad actúen correctamente. Igual que el populismo individualista, su variante comunitarista perpetúa la dinámica de la identidad contra la alteridad: una determinada idea de bien moral cancela todo aquello que no se considera bueno y reduce la comunidad a la identidad homogénea que se construye sobre la base de esta concepción del bien.
Aquello que tienen en común los dos populismos es que reaccionan con voluntad inmunitaria ante cualquier elemento que nos trastorna, que no se corresponde con nuestra identidad, que nos obliga a salir de nuestra zona de confort
En definitiva, aquello que tienen en común los dos populismos es que reaccionan con voluntad inmunitaria ante cualquier elemento que nos trastorna, que no se corresponde con nuestra identidad, que nos obliga a salir de nuestra zona de confort. El paradigma de la seguridad lleva a reducir la comunidad a una única identidad que ahora se expande de forma totalitaria. Roberto Esposito elabora este discurso a partir de la contraposición entre los conceptos de communitas e inmunitas.[3]3 — Esposito, R. (2009) Comunidad, inmunidad y biopolítica. Barcelona: Editorial Herder. . En esencia, la comunidad es el espacio en el que se construye una identidad compartida, porque un mundo hecho sólo de diferencias es imposible de manejar. No obstante, de igual modo, tampoco es posible concebir de modo razonable un mundo hecho sólo de identidades estancas que no se relacionan entre sí. Es en este sentido que la inmunidad se presenta como contraria a la noción de comunidad: representa una huida de la apertura de la comunidad a la diferencia, de la obligación recíproca y de la prestación mutua que la fundamentan. La inmunidad actúa aquí como elemento castrante de la libertad, de la apertura a la alteridad, del riesgo para la identidad. Y es en este cierre a la diferencia, en este ensimismamiento, que las comunidades inmunizadas se vuelven homogéneas y podrían llegar a sufrir la amenaza de la expansión totalitaria que tan bien han explorado Hannah Arendt, Giorgio Agamben o Judith Butler.
Despolitización de la vida en común
El recurso a la excepcionalidad problematiza a priori cualquier elemento externo a nuestra cotidianidad. Su objetivo es neutralizarlo y asegurar la preservación de una comunidad que, de esta manera, se vuelve aislada, homogénea y, en última instancia, totalitaria. O sea, la excepcionalidad incorpora esta voluntad de inmunización, esta represión irracional, prejudicializada y temerosa de la alteridad, que conduce al aislamiento de la comunidad. Las medidas de protección a la comunidad que se ponen en marcha durante el estado de excepción son medidas de carácter inmunitario: nos impermeabilizan. El resultado es que, anulando el contacto con estos elementos externos a la comunidad no hacemos desaparecer el conflicto, tan sólo nos estamos negando a incluir en el debate público la manera en que nos tendríamos que relacionar él. En pocas palabras, estamos despolitizando la vida en común.
Encerrarnos en casa podía frenar la expansión del virus en un primer momento, pero no resuelve el debate sobre los instrumentos de que nos tendríamos que dotar para hacer frente a futuras pandemias. Negar el asilo a los refugiados podía bloquear una de sus vías de acceso, pero no nos evita tener que preparar nuestras comunidades para incluir unos flujos de personas que no se detienen. Frenar el avance de la automatización en algún sector económico podía prevenir temporalmente una crisis social, pero no nos libra de la responsabilidad de regular una nueva revolución industrial que está haciendo avanzar al mundo hacia un nuevo paradigma.
En este juego de equilibrios entre la identidad y la diferencia que se da en la comunidad, vivir juntos implica, precisamente, asumir la diferencia como fenómeno constante, naturalizar la presencia del otro como elemento que podría llegar a transformar nuestra comunidad. La pretensión inmunitaria es sencillamente irresponsable porque, por mucho que queramos negarla, no desaparecerá. Es en esta tensión entre identidad y diferencia, en la gestión de este contacto potencialmente transformador para la identidad comunitaria, donde se encuentra el terreno más propicio para la política, entendida como diálogo, negociación y liderazgo de este proceso de cambio. Y, contrariamente a lo que promulga la excepcionalidad, es justamente en esta tesitura en la que tendrían que operar los principios trascendentes en los que aspiran nuestras democracias: la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Es en la gestión de este contacto potencialmente transformador para la identidad comunitaria, donde se encuentra el terreno más propicio para la política
Recuperando la paradoja a la que nos referíamos antes, la COVID-19, la robotización o la crisis de los refugiados —entre muchos otros— quieren presentarse como amenazas a nuestra comunidad, sin embargo, en realidad, la verdadera embestida contra los principios democráticos que la definen se encuentra en la manera excepcional que tenemos de responder a ellos. La política tiene que ser la herramienta con la que nos enfrentemos a la complejidad, no desde una voluntad inmunizadora, sino con la pretensión de liderar los procesos de transformación que se producen en este contacto entre la comunidad y aquella diferencia que nos interpela.
Reivindicación de la trascendencia
Como ya apuntábamos al inicio del texto, los contactos con hechos complejos son habituales en la historia de la humanidad. Es más, en cierta manera las comunidades políticas se fundan para gestionar de manera colectiva los retos que nos plantean. En el plano de esta relación con la complejidad, la libertad, la igualdad y la fraternidad actúan como principios teleológicos, elementos aspiracionales que orientan y dan sentido al funcionamiento cotidiano de nuestras comunidades. Tienen un carácter de proyección y horizonte, incluso de trascendencia, que —y eso es lo que nos resulta más relevante aquí— los erige en los límites del espacio de deliberación pública de la comunidad política. Es decir, es sólo en el marco de esta constelación de principios que los integrantes de una comunidad pueden ponerse de acuerdo sobre cómo tiene que responder su gobierno a los elementos externos que la interpelan. En resumen, la prevalencia de estos principios democráticos resulta esencial para garantizar la deliberación democrática de una comunidad política.
La tentación revisionista es natural e instintiva porque promete una (falsa) sensación de control en momentos de incertidumbre, pero el recurso a la excepcionalidad, al suspender alguno de estos principios que delimitan el espacio de debate público, inevitablemente lo menoscabará. La tendencia inmunizadora en la que se inscribe el estado de excepción nos retorna a un estadio previo en el que no es posible la deliberación democrática. Una verdadera comunidad política es aquella que mantiene intacto este espacio de debate público incluso en los momentos en los que la complejidad amenaza con desbordar los mecanismos de gestión habituales. La dimensión política de la comunidad pasa, pues, por la resistencia a este afán securizador que se apodera de las comunidades con la declaración del estado de excepción.
La tendencia constante a la declaración de excepcionalidad es anterior a la COVID-19 pero la pandemia, como con muchas otras cosas, la ha acelerado. Como resultado nos encontramos con unas comunidades dominadas por la sentimentalización de la política en las que consentimos renuncias que afectan a nuestros principios democráticos básicos. Estas medidas excepcionales actúan como cortafuegos a corto plazo ante los elementos externos que interpelan nuestra burbuja comunitaria, pero el problema es que torpedean el espacio de debate público y evitan que la comunidad pueda ponerse de acuerdo democráticamente sobre las medidas de respuesta más adecuadas.
Contrariamente a lo que propone Macron, la aspiración republicana tendría que ser la de vivir en una comunidad que pueda poner en marcha los instrumentos necesarios para responder a este elemento externo sin renuncias, no una que tenga que fiar este aspecto indispensable de la vida en común a un elemento tan arbitrario y poco igualitario como puede ser la solidaridad. «La libertad es el don de una comunidad sana»[4]4 — Garrigasait, R. (2020) “La llibertat o la vida?” Biennal de pensament ciutat oberta. Barcelona: CCCB. Disponible en línia. , no de una comunidad inmunizada, e implica precisamente no tener que estar sometidos a la arbitrariedad de los estados de alarma y las medidas extraordinarias para gestionar un contacto con la alteridad.[5]5 — Viroli, M. (2006) Republicanisme. Barcelona: Angle Editorial. Una comunidad verdaderamente democrática es aquella que es capaz de dialogar con la alteridad que la interpela sin renunciar a sus aspiraciones fundamentales, no aquella nación inmunizada que renuncia a sus principios en aras de contener la alteridad.
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Referencias
1 —Schmitt, C. (2013) La dictadura. Madrid: Alianza Editorial.
2 —Agamben, G. (2004) Estado de excepción. Homo sacer II, 1. València: Pre-Textos.
3 —Esposito, R. (2009) Comunidad, inmunidad y biopolítica. Barcelona: Editorial Herder.
4 —Garrigasait, R. (2020) “La llibertat o la vida?” Biennal de pensament ciutat oberta. Barcelona: CCCB. Disponible en línia.
5 —Viroli, M. (2006) Republicanisme. Barcelona: Angle Editorial.

Guillermo Velasco Figueras
Guillermo Velasco Figueras es coordinador de investigación en el Centre d'Estudis de Temes Contemporanis y miembro del equipo editorial de la Revista IDEES. Es licenciado en Filosofía por la Universitat de Barcelona, donde se especializó en el estudio de las relaciones entre el poder y la ciencia y la tecnología. Es también máster en Estudios Internacionales por el CEI International Affairs, con una tesina dedicada a la influencia de los modelos energéticos en la configuración del orden internacional. De este cruce de disciplinas surgen sus principales ámbitos de interés: la geopolítica, la epistemología y la filosofía política.