A principios de la década de 1990, mientras Francis Fukuyama (1992) predecía el fin de la Historia y la victoria definitiva de las democracias liberales, Yasemin Soysal (1994) anunciaba el fin de la ciudadanía como categoría excluyente. Según Soysal, la centralidad de los derechos humanos como principio universal, tanto en la legalidad nacional e internacional como en los discursos populares y científicos, acabaría forzando la extensión de los derechos de ciudadanía a los no ciudadanos y, por tanto, diluiría la dicotomía convencional entre nacionales y extranjeros. Es así como Soysal auguraba nuevas formas de «ciudadanía postnacional», donde el reconocimiento dejaba de estar anclado a la pertenencia cultural para derivar de nociones desterritorializadas sobre derechos y valores individuales. Dicho de otro modo, Soysal anunciaba un mundo posnacional donde los extranjeros acabarían disponiendo de la mayor parte de derechos civiles, sociales y una parte de los políticos limitados hasta entonces a los ciudadanos nacionales.

Más de 25 años después, estos augurios se han desvanecido y no son más que una muestra de la prepotencia (neo)liberal de la década de 1990. El curso de la historia parece más revolucionado que nunca y las democracias liberales (empezando por los Estados Unidos) están claramente en declive en la escena internacional. La respuesta a la pandemia no ha hecho más que confirmarlo. También cuesta defender la universalidad de facto de los derechos de ciudadanía más allá de fronteras y lugar de nacimiento. La experiencia de cualquier migrante proveniente del Sur muestra que, contrariamente a las predicciones de Soysal, la frontera se ha hecho más densa y más ubicua que nunca. La primera frontera es de papel y se impone en forma de visados sobre aquellos que puedan soñar en irse. La segunda aparece en el momento de entrada, nuevamente en forma de papeles para aquellos que entran regularmente o en forma de desiertos, mares, valles y muros para los que entren de forma irregular vía la frontera geográfica. Finalmente, la frontera no desaparece una vez dentro. En territorio nacional, se impone una tercera frontera –menos tangible pero no por ello menos decisiva– que limita los derechos de ciudadanía (civiles, sociales y políticos) en función de las categorizaciones legales que distinguen entre inmigrantes irregulares, solicitantes de asilo, residentes temporales o residentes permanentes.

La frontera es más densa y más ubicua que nunca. En territorio nacional, se impone un tipo de frontera que limita los derechos de ciudadanía en función de las categorías de inmigrantes irregulares, solicitantes de asilo, residentes temporales o permanentes

Este artículo pretende reflexionar sobre esta tercera forma de frontera, que no se refiere a los límites del territorio sino a los límites de la ciudadanía entendida en su sentido amplio de pertenencia a la comunidad. Si bien el concepto de ciudadanía se ha utilizado normalmente para referirse a la incorporación como sujetos políticos a la comunidad nacional, desde los estudios migratorios y la teoría política (entre otros Brubaker 1992, Bader 1995) se ha puesto de relieve su reverso, es decir, la dimensión excluyente de la ciudadanía. Esta literatura ha evidenciado que la inclusión universal y en igualdad de condiciones de todos los ciudadanos está intrínsecamente asociada a la exclusión (o inclusión subordinada) de aquellos que son categorizados como no-miembros, no-ciudadanos o extranjeros. Desde esta perspectiva, ¿qué podemos decir del estado de la ciudadanía actualmente en Europa cuando la revestimos desde fuera, desde aquellos que no son ciudadanos o no (aún) plenamente? ¿Qué implica no ser considerado miembro de pleno derecho? Volviendo a las palabras de Hannah Arendt (1951), ¿quién tiene derecho a tener (ciertos) derechos? ¿Hasta cuándo duran estas limitaciones y condicionalidad y qué hace que una persona pueda acabar accediendo a ellos?

Inmigrantes sin papeles

A menudo se ha comparado a los inmigrantes en situación irregular con la figura del homo sacer de Giorgio Agamben (1998), es decir, con «vidas desnudas» y «cuerpos deshumanizados» que por su condición «despolitizada» pueden ser asesinados con total impunidad porque no tienen bases legales sobre las cuales protestar y están exentos de los límites normales del Estado. Los campos de refugiados en las islas griegas son el ejemplo más evidente de estos «espacios de excepción» donde ni la Convención de Ginebra ni las Directivas europeas ni las propias leyes nacionales parece que valgan. La excepción también se convierte en regla cuando se dispara a matar contra aquellos que intentan cruzar la frontera, ya sea en 2014 en la playa ceutí del Tarajal o más recientemente a las orillas del río Evros en la frontera entre Turquía y Grecia; o cuando el estado deporta sin miramientos ni garantías legales, en Marruecos en medio del desierto del Sahara o en Grecia, en forma de agentes encapuchados y embarcando familias enteras de refugiados en plena noche para abandonarlas poco después a la deriva en embarcaciones hinchables sin motor.

Aún así, a pesar de la creciente securitización y brutalidad de las fronteras, en Europa viven aproximadamente entre 2 y 4 millones de inmigrantes en situación irregular. Pueden ser detenidos y deportados en todo momento, no tienen permiso para trabajar, viven a menudo en condiciones de infravivienda y acostumbran a tener un acceso limitado a los servicios sanitarios. Al mismo tiempo, al menos sobre el papel, disponen de una serie de derechos (laborales, de escolarización para los menores, de acceso a servicios sociales básicos) reconocidos en las constituciones y legislaciones nacionales. A la práctica, también gozan informalmente de otros derechos, ya sea por las prácticas inclusivas de algunas administraciones locales, funcionarios (especialmente en el ámbito sanitario y educativo) o entidades sociales. Isin (2008) también ha señalado cómo la ciudadanía más que otorgarse, se ejerce (en lo que se llama «actos de ciudadanía»), por ejemplo, cuando los propios migrantes deciden manifestarse, organizarse o participar de la vida social del entorno. Teniendo en cuenta estos derechos formales e informales no podemos asociar completamente la vida de los inmigrantes en situación irregular a la figura del homo sacer. Más bien estamos ante un tipo de «inclusión subordinada», un fuera desde dentro que, si bien los convierte en mano de obra barata y flexible, en subciudadanos con derechos gravemente limitados, en vidas permanentemente vulnerabilizadas, a la vez no los excluye del todo y a la práctica les deja importantes espacios de resistencia.

La vida del inmigrante en situación irregular está marcada por la promesa y la esperanza de los “papeles”. Su subordinación no solo se explica por la limitación de derechos fundamentales, sino también por pautas de buena conducta a partir de las cuales serán juzgados un día en vistas a una posible regularización

No olvidemos tampoco que la vida del inmigrante en situación irregular está marcada por la promesa o esperanza de los “papeles”. En este sentido, su subordinación no solo se explica por la limitación de sus derechos fundamentales, sino también por una serie de pautas de buena conducta (estabilidad residencial, laboral e integración cívica y cultural) a partir de las cuales un día serán juzgados en vistas a una posible regularización. Alrededor de esta siempre presente promesa de “El dorado de los papeles”, incluso cuando esta regularización no llega nunca como es el caso de los Estados Unidos, se articula toda una “economía moral de la ilegalidad” que disciplina la conducta de los inmigrantes en situación irregular (Chauvin y Garcés-Mascareñas 2012, 2014). En el contexto español, por ejemplo, se les requiere que no tengan antecedentes penales, que dispongan de una relación laboral estable, que hablen el idioma y, a poder ser, que participen en la vida asociativa del entorno. Pero no todo se reduce a una cuestión de buena conducta. También hay que tener pruebas de ello. Es aquí donde esta economía moral de la ilegalidad interacciona con lo que ya en los años 1990s se llamó “fetichismo de los papeles” (Suárez Navaz 1997). Sin papeles probatorios de “buena conducta”, y de aquí el drama cuando estos se queman o se pierden, la esperanza de ser reconocido finalmente como miembro legítimo y, por lo tanto, con derecho algún día a tener derechos, se desvanece definitivamente.

Inmigrantes con residencia temporal

El derecho a tener derechos no siempre es permanente. Una parte importante de los residentes extranjeros en Europa disponen de permisos temporales que después de meses o años acabarán perdiendo su vigencia. En este caso, estamos ante un reconocimiento temporal y la posibilidad de renovación depende nuevamente de cumplir con unas determinadas pautas de conducta, así como de la capacidad de poderlas probar. La forma más extrema de temporalidad es la de la contratación en origen de temporales estacionales, a menudo asociados a las campañas agrícolas. En este caso, los derechos son limitados y las condiciones de trabajo y habitacionales que se les proporcionan a menudo vulneran los pocos derechos de que disponen. El caso de las temporales marroquíes contratadas para trabajar en los campos de frutos rojos de Huelva es un ejemplo de ello. Lo que a la práctica limita de forma más radical su derecho a tener los pocos derechos de que disponen es la vinculación del retorno (vía contrataciones futuras) al empleador. Cuando la relación es buena, no es un problema. Cuando se da una vulneración de derechos fundamentales (incluso con casos de acoso sexual), la denuncia por parte de las trabajadoras puede implicar perder la posibilidad de poder volver en el futuro.

Quien también dispone de un permiso temporal son los solicitantes de asilo. La posibilidad de poderse quedar permanentemente en Europa depende, en su caso, de la resolución de la petición de asilo. Mientras tanto, sus derechos, aún ser reconocidos en la Convención de Ginebra y en las directivas europeas de asilo, se han visto progresivamente limitados. Por ejemplo, en muchos países europeos se suele concentrar a los solicitantes de asilo en centros de acogida fuera de las grandes ciudades, sin permiso de trabajo ni programas de formación lingüística o sociolaboral y con ayudas a la manutención limitadas a determinados productos o establecimientos de consumo. La lógica detrás de estas mesuras es que no se sienten del todo bienvenidos, esperando así no provocar el efecto llamada que tanto temen los políticos de uno y otro color. También responde a una política de desintegración, que busca facilitar su retorno en caso de que la solicitud de asilo acabe siendo denegada. De esto nuevamente depende el cumplimiento de unas pautas de conducta, que en este caso pasan por poder demostrar su vulnerabilidad en origen.

En los últimos años no hay suficiente con acumular tiempo de residencia: la integración ha pasado a ser una condición sine qua non para acceder a los derechos. Hasta inicios de los 2000, la relación era justamente a la inversa: los derechos se habían pensado como condición sine qua non para la integración

Finalmente, los extranjeros con permisos de residencia temporal, ya sea por razones de estudio o trabajo, disponen de una parte de los derechos civiles (a excepción de los relativos al control migratorio, como protección contra la expulsión, el derecho a retornar o el derecho de reunificación familiar) y gran parte de los derechos sociales de que gozaban los residentes permanentes e, incluso, los nacionales. La diferencia es que el derecho a tener estos derechos puede acabarse en un día. De esto depende, en primer lugar, el tiempo de residencia. Vivir en un país durante un tiempo determinado da derechos o, mejor dicho, el derecho indefinido a tenerlos. Es así como los trabajadores invitados (o guestworkers) que llegaron al centro y norte de Europa a partir de los 1950, aunque se imaginaban como simples “pájaros de paso” o pura mano de obra temporal, acabaron obteniendo la residencia permanente. En los últimos años, no obstante, no hay suficiente con acumular tiempo de residencia. Además, se exige prueba de “integración”, tanto socioeconómica (en forma de contrato laboral o ingresos mínimos) como cultural. Es así como la integración ha pasado a ser una condición sine qua non para acceder a los derechos, o en todo caso, al derecho indefinido a tenerlos. Hasta inicios de los 2000, curiosamente, la relación era justamente a la inversa: los derechos se habían pensado (y eran otorgados) como condición sine qua non para la integración.

Inmigrantes con residencia permanente

Mucho antes de la armonización de las políticas de inmigración a nivel europeo, Hammar (1990) ya señaló la presencia en Europa de extranjeros con residencia permanente que en la mayoría de los casos gozaban de un status seguro (sin posibilidad de ser revocado) y tenían acceso a la mayor parte de derechos (civiles, sociales e, incluso, en ciertos casos también políticos) en igualdad de condiciones que los nacionales. Esto lo llevó a concluir que la emergencia de una nueva categoría de ciudadanía, la de los denizens, a medio camino entre los extranjeros y los nacionales. No era solo una categoría descriptiva. Hammar defendía desde una perspectiva normativa que la denizenship representaba una alternativa a la ciudadanía para los inmigrantes de primera generación. De hecho, es la emergencia según Hammar de esta denizenship lo que llevó a Soysal (1994) a hablar de una ciudadanía postnacional, anclada en las instituciones internacionales de derechos humanos. Este argumento también fue esgrimido posteriormente por Sassen (1996) y otros.

A pesar de ser un debate global, la categoría de denizenship es más bien una peculiaridad europea. En países históricamente con mucha inmigración –como Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda o Canadá– la residencia permanente se puede obtener en el momento de la llegada y se espera que los inmigrantes acaben adquiriendo la nacionalidad a medio plazo. La denizenship es, pues, inicial y de corto plazo. En contraste, es en la Europa de mediados del siglo XX donde la residencia permanente se desvincula de la nacionalidad. ¿Cómo, si no, se explica que a finales del siglo XX un hijo o nieto de inmigrantes turcos siguiera sin ser alemán habiendo nacido, crecido y vivido en el país toda su vida? Visto desde esta perspectiva, más que representar una extensión de derechos más allá de la ciudadanía nacional, en el fondo la categoría denizenship se puede leer a la inversa: una manera de mantener «los de fuera» conviviendo con nosotros pero sin incluirlos en la comunidad simbólica y cultural que representa la nación. Más allá de la cuestión de la pertenencia, la limitación en el acceso a la nacionalidad tiene implicaciones inmediatas en términos de derechos políticos que, siendo los más preciados, son los últimos en concederse. A nivel individual, tal y como pone de manifiesto Alba Cuevas en este mismo número, estas limitaciones en los derechos políticos implican tener millones de personas en Europa –residentes permanentes que trabajan, cotizan, educan a sus hijos y viven normalmente entre nosotros– que no pueden ejercer la función pública ni su derecho a voto. A nivel político, significa tener democracias diezmadas donde sólo una parte de la población tiene el derecho a representar y ser representada políticamente.

En esta Europa supuestamente inclusiva, tenemos inmigrantes y refugiados abandonados en campos de “contención” fuera del continente o devueltos desde la frontera sin ningún tipo de garantía legal, o inmigrantes en situación irregular que malviven entre nosotros, en los márgenes de la sociedad

A inicios de los 2000, la literatura académica sobre acceso a la nacionalidad puso de manifiesto un giro general hacia legislaciones más inclusivas. Por ejemplo, en 1999 Alemania cambió radicalmente su política para facilitar la naturalización de segundas y terceras generaciones. De ahí que se hablara de una cierta convergencia hacia criterios más marcados por el ius solis que por el ius sanguinis y, de forma más conceptual, hacia una «de-etnicización» de la nacionalidad. En paralelo, sin embargo, los Países Bajos primero y Alemania, Austria y Dinamarca después introdujeron programas de integración y tests de ciudadanía como condición necesaria para obtener la nacionalidad. De fondo, se cernía la sospecha de un cierto «fracaso de las políticas de integración» y la acusación –incluso a menudo explícita– de «incompatibilidad cultural» y «choque de civilizaciones» con la población musulmana. Esto explica que, además del conocimiento sobre la lengua y el país, una parte de estos tests de ciudadanía hayan incluido también cuestiones de valores. Por ejemplo, no ver con buenos ojos las parejas homosexuales o ser contrario al aborto puede implicar, en el caso de los Países Bajos, no ser merecedor de ser finalmente reconocido como ciudadano holandés de pleno derecho. Paradójicamente, aquí vemos un proceso de re-etnicización de la nacionalidad, entendida ya no en términos de sangre y origen pero sí de valores. Además, estas medidas convierten la integración en una pieza clave del control migratorio, incluso también –aunque parezca un oxímoron– para la entrada al país.

Estratificación cívica

Lejos de la ciudadanía postnacional que auguraba Yasmine Soysal, el panorama actual de las fronteras de la ciudadanía en Europa muestra un mapa complejo de estratificaciones cívicas con gradaciones diferenciadas de acceso a los derechos sociales, civiles y políticos. En pocas palabras, hay una gradación de posibilidades en el tiempo y extensión del “derecho a tener derechos”. En esta Europa supuestamente inclusiva, tenemos inmigrantes y refugiados abandonados en campos de “contención” fuera del continente o devueltos desde la frontera sin ningún tipo de garantía legal; inmigrantes en situación irregular que malviven entre nosotros, dentro pero a la vez en los márgenes de la sociedad, con la esperanza de ser regularizados en el futuro; solicitantes de asilo con un permiso de residencia temporal a la espera de poder probar su vulnerabilidad en origen y, así, ser reconocidos finalmente como miembros de pleno derecho; residentes temporales que con cierto tiempo de residencia y pruebas de integración económica y cívica podrán optar por la residencia permanente; y residentes ahora sí permanentes, con casi todos los derechos civiles y sociales y con pocos derechos políticos. El acceso a la nacionalidad es el último escalón, por un lado, menos costoso que hace unas décadas, pero por otro cada vez más condicionada a la pertenencia cultural a la comunidad imaginada que representa la nación.

Una pregunta que queda por responder es por qué. Se puede argumentar que las fronteras siempre han existido entre los de dentro y los de fuera y que –tal como decíamos al principio– la ciudadanía dibuja necesariamente una línea divisoria entre aquellos que forma parte de la comunidad y aquellos que no. Históricamente lo que ha variado es las condiciones que posibilitan el paso de un lado a otro. Antes, en los países marcados por principios de ius sanguinis, no había salto posible: o se era nacional por ascendencia o no se era. En países donde la pertenencia venía marcada por el lugar (o de nacimiento de residencia), el acceso era una cuestión de presencia. Actualmente, hay cierta convergencia hacia modelos que sí dan acceso. A la vez en la mayoría de los casos es un acceso gradual, largo y que depende no solo de estar allí sino de ser capaz y demostrarse merecedor. Desde aquí la ciudadanía (en sus diferentes grados de pertenencia y derechos) se experimenta casi como un premio. Un premio que hay que ganar. Pero lo que empieza para los de fuera acostumbra también a acabar para los de dentro. En los últimos años, esta “economía moral” de la legalidad, eso que hace que un extranjero merecedor de mantener o adquirir determinados derechos, afecta también de forma creciente a los propios ciudadanos. Básicamente porque también para ellos los derechos están siendo progresivamente condicionados a su conducta como ciudadanos “buenos”, “sanos”, “responsables”, “autónomos”, trabajadores y votantes disciplinados.

La distinción entre unos y otros, esta estratificación cívica que marca las fronteras de la ciudadanía en Europa, es contraproducente. La COVID-19 nos lo ha recordado: la falta de acceso a la sanidad pública o la limitación de acceso a la vivienda de aquellos que son categorizados como «otros» ha terminado representando un problema de salud pública para «todos»

Si bien la ciudadanía postnacional está lejos de ser una realidad, sí que se trata de un concepto normativo relevante a la hora de reivindicar derechos, más allá de los reconocidos por cada estado a sus propios ciudadanos nacionales. Primero, porque hablar de ciudadanía posnacional (repito, no como categoría de análisis sino preceptiva) es volver a poner los derechos en el centro. Dicho de otro modo, es hacer del «derecho a tener derechos» de Hannah Arendt un elemento natural y consustancial a todo ser humano. Segundo, y en consecuencia, cambia la lógica de los derechos como premio a merecer a lo largo de una larga carrera de obstáculos, y a menudo también penurias. Del mismo modo que los derechos de ciudadanía se adquieren por nacimiento, hay derechos fundamentales que deberían ir asignados de partida. Parece evidente, pero hoy en día no lo es tanto. La cuestión pendiente es como cuestionar la lógica binaria (dentro/fuera, nacional/extranjero) inherente al propio concepto de ciudadanía nacional sin que ello implique diluir la responsabilidad de los Estados hacia sus ciudadanos. En pocas palabras, se trata de equiparar hacia arriba y no hacia abajo. Porque al final, la cuestión de fondo es entender que la distinción entre unos y otros, esta estratificación cívica que marca las fronteras de la ciudadanía en Europa, no es sólo contraproducente para unos, sino para todos. Contrariamente a los postulados de la extrema derecha, nuestra seguridad depende de sus derechos. La pandemia de la COVID-19 nos lo ha recordado una y otra vez cuando, por ejemplo, la falta de acceso a la sanidad pública o la limitación de derechos laborales o de acceso a la vivienda de aquellos que son categorizados como «otros» ha terminado representando un problema de salud pública para «todos».

  • REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

    • Agamben, Giorgio. (1998) Homo Sacer, Sovereign Power and Bare Life. Stanford, CA: StanfordUniversity Press.
    • Arendt, Hannah. 1951. The origins of totalitarianism. Berlin: Schocken Books.
    • Bader, Veit. “Citizenship and exclusion: radical democracy, community, and justice. Or, what is wrong with communitarianism?” Political theory 23.2 (1995): 211-246.
    • Rogers Brubaker, Citizenship. “Nationhood in France and Germany”. Cambridge, MA (1992): 129.
    • Chauvin, Sébastien y Blanca Garcés‐Mascareñas. “Becoming less illegal: Deservingness frames and undocumented migrant incorporation”. Sociology compass 8.4 (2014): 422-432.
    • Chauvin, Sébastien y Blanca Garcés-Mascareñas. “Beyond informal citizenship: The new moral economy of migrant illegality”. International Political Sociology 6.3 (2012): 241-259.
    • Fukuyama, Francis. “The End of History and the Last Man London”. Hamish Hamilton (1992).
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    • Sassen, S. (1996), ‘Losing Control?’, New York: Columbia University Press.
    • Soysal, Yasemin Nuhoglu y A. J. Soyland. Limits of citizenship: Migrants and postnational membership in Europe. University of Chicago Press, 1994.
    • Suárez Navaz, Liliana. “The Mediterranean rebordering: An anthropological perspective from Southern Spain”. Quaderns de l’Institut Català d’Antropologia 11 (1997): 65-108.

Blanca Garcés

Blanca Garcés és investigadora sènior de l'àrea de migracions i coordinadora d'investigació del CIDOB (Barcelona Centre for International Affairs). Doctora cum laude en Ciències Socials per la Universitat d'Amsterdam i llicenciada en Història i Antropologia per la Universitat de Barcelona, va rebre el premi a la millor tesi doctoral en sociologia defensada als Països Baixos el 2009 i 2010. Ha treballat sobre les polítiques d'immigració a Malàisia i Espanya, el policymaking de les polítiques d'integració des d'una perspectiva multinivell, els discursos polítics al voltant de la immigració i les migracions irregulars des d'una perspectiva comparada. Entre el 2010 i el 2016 va ser investigadora postdoctoral Juan de la Cierva i professora convidada a la Universitat Pompeu Fabra. És professora associada al Departament de Ciència Política de la Universitat de Barcelona i integrant de la xarxa europea IMISCOE. Actualment, treballa sobre les polítiques i els discursos sobre refugiats des d'una perspectiva europea comparada. Juntament amb Rinus Penninx, acaba de publicar un llibre sobre el concepte i les polítiques d'integració a Europa (Springer, 2016).