¿Tiene historia la masculinidad? Todo lo social tiene historia, y la masculinidad es un fenómeno social que tiene, como la feminidad, una larga y sorprendente historia. De hecho, asombra por su mutabilidad a quienes creen en su carácter estable y natural. Ser hombre en el siglo XV era algo muy distinto a lo que es ser hombre hoy en día. Pero la historia de la masculinidad sorprende también a quienes somos conscientes de su carácter construido, especialmente por la persistencia de algunos de sus atributos más característicos. Antes y ahora, la masculinidad ha ido de algún modo unida al ejercicio del dominio y del poder, y ello exige unas formas que tozudamente se repiten en diferentes contextos. Con todo, contemplado desde el presente, lo más sorprendente resulta tal vez cómo ha cambiado a lo largo del tiempo la relación entre la masculinidad y su soporte corporal. Dicho de otro modo, la historia nos enseña cómo y cuánto ha variado la fortaleza del lazo que une la biología y el género. En este artículo hablaré, por tanto, de historia, masculinidades y cuerpos.

Las masculinidades en el mundo del sexo único

El saber crítico de la masculinidad surgió, en buena medida, de la mano del feminismo. Como sabemos, el pensamiento feminista del pasado siglo desafió una visión de los seres humanos que encadenaba a las mujeres al cumplimiento de un supuesto destino biológico. Afirmar el carácter social y construido de los modelos de género fue una empresa de enormes consecuencias que afectó, por supuesto, a la feminidad, pero también a la masculinidad. Aquella masculinidad pretendidamente unida a la naturaleza de los hombres era, en realidad, un conjunto de valores sociales que, de la misma forma que habían sido creados, podían cambiar y acompañar al nacimiento de una sociedad distinta y más justa. El proyecto feminista de transformar los géneros no resultó ser un reto sencillo en una sociedad que había convertido la feminidad y la masculinidad en esencias inmutables. Una sociedad moderna que creía en la existencia de dos sexos esencial, natural, y radicalmente distintos y complementarios. Sin embargo, no siempre había sido así.

El tránsito a la modernidad provocó profundas rupturas en el modo de entender el mundo y los seres humanos. Autores como Thomas Laqueur han explorado con especial lucidez los cambios que se produjeron en las visiones de género durante este momento crucial de nuestra historia. Su propuesta no pretende ser un relato universal que oscurezca las diferencias entre unas sociedades y otras, sino servir para identificar las grandes tendencias que ayuden a entender esos cambios trascendentales. El punto de partida para estos cambios, heredado del pasado, habría sido una visión jerárquica y radicalmente misógina que podría denominarse como de “un único sexo”. Como cabía esperar, este sexo único, el masculino, adquiría su expresión más elevada en los hombres y tenía su versión defectuosa, imperfecta, en las mujeres.

Desde esta visión, todos los seres humanos debían ser juzgados de acuerdo con un único código de virtud, una serie de valores considerados universalmente positivos y a la vez típicamente masculinos: coraje, fuerza, piedad, lealtad, continencia, custodia del secreto… Existía así una única cadena de perfectibilidad humana. Un santo y una santa, por ejemplo, como han puesto de relieve historiadoras como Bakarne Altonaga, debían responder a un mismo canon de perfección [1]1 — Altonaga, B. (2021) Cuerpos en tránsito. Los significados del género en la crisis del Antiguo Régimen en el País Vasco. Granada: Comares. . Desde este punto de vista, la masculinidad era la expresión más acabada de lo humano. Y la feminidad no era lo otro inferior, sino, simplemente, lo inferior. No es extraño que el feminismo de estas sociedades no modernas centrara sus esfuerzos en luchar contra la misoginia y en demostrar que las mujeres podían ser también seres humanos dotados de dignidad y ejemplos de virtud.

En aquellas sociedades, además, la masculinidad —y la feminidad— mantenían una relación con los cuerpos que dista mucho de la que sería dominante más tarde. En contextos que privilegiaban el lado espiritual de los seres humanos y en los que la ciencia no era la instancia desde la que se dictaba la verdad, como lo haría después, los cuerpos eran fenómenos más maleables, más inestables. Como ha sabido explicar Francisco Vázquez García, la naturaleza no era en estas sociedades un ámbito puramente biológico regido por leyes propias. Se trataba de un orden moral que expresaba la voluntad divina. El sexo era fundamentalmente un rango social, una condición, y el cuerpo tenía un carácter más fluido y abierto [2]2 — Vázquez García, F. (2018) La invención del sujeto homosexual, en M. C. Bianciotti, M. N. González-Martínez y D. C. Fernández-Matos (eds.), En todos los colores. Cartografías del género y las sexualidades en Hispanoamérica. Barranquilla: Ediciones Universidad Simón Bolívar, 18-19. . Esto no nos debe llevar a pensar que se trataba de un universo tolerante con la diferencia o permisivo con las vulneraciones del orden de género. Nada más lejos, las reglas y los castigos eran claros y severos. Pero tanto las reglas como los castigos por violar esas normas respondían a lógicas distintas a las que presiden nuestras visiones de género hoy en día.

El pensamiento feminista del pasado siglo desafió una visión de los seres humanos que encadenaba a las mujeres al cumplimiento de un supuesto destino biológico. La masculinidad pretendidamente unida a la naturaleza de los hombres era, en realidad, un conjunto de valores sociales que, de la misma forma que habían sido creados, podían cambiar y acompañar al nacimiento de una sociedad distinta y más justa

De este modo, hace siglos, era concebible que los cuerpos experimentaran transformaciones en un sentido de mejoramiento —que desde una perspectiva misógina era siempre el del paso de lo femenino a lo masculino— por un esfuerzo físico extremo, por un cambio en el equilibrio de los humores o por subidas rápidas de temperatura, fenómenos que provocarían la extrusión de los órganos sexuales masculinos que la mujer albergaba en su interior [3]3 — Burshatin, I. (1999). Written on the Body Slave or Hermaphrodite in Sixteen-Century Spain, a J. Blackmore y G. S. Hutcheson eds., Queer Iberia Sexualities, Cultures, and Crossings from the Middle Ages to the Renaissance. Nueva York: Duke University Press, 447. . Por otro lado, la percepción del hecho de ser hombre o mujer tendía a ser más performativa que meramente biológica. Esta percepción, que tenía más que ver con el hacer que con el ser, estaba detrás de narraciones como las de Christine de Pizan (1364-1430) cuando escribió, un par de años antes de su transcendental obra La ciudad de las damas (1405), acerca de su propia metamorfosis de mujer a hombre. Tras haber quedado viuda a los veinticinco años, y debiendo sacar adelante a su familia, Christine de Pizan se vio obligada a ganarse la vida en un mundo de hombres como escritora profesional. Se dio cuenta entonces de que, si las mujeres eran débiles, ella debía convertirse en un hombre para sobrevivir. Superó sus temores, y la Fortuna le enseñó el oficio de varón. Se sintió más fuerte que antes, su cuerpo más rudo y ágil, su voz más profunda: “Tú que me escuchas, sigo siendo un hombre: he sido un hombre durante más de trece años”, escribió [4]4 — Pizan, C. (1995 [1403]). Le Livre de la Mutation de Fortune en J. C. Polet (dir.), Patrimoine littéraire européen, anthologie de langue française, Vol. 6. Bruselas: De Boeck, 136-137. . Christine de Pizan nos hablaba así de una forma de ser hombre que resulta extraña a las visiones dominantes en la actualidad. Podemos afirmar que, en un contexto en el que la diferencia entre naturaleza y cultura era tan distinta a la actual, la percepción del género, la diferencia sexual y la masculinidad eran también algo muy diferente.

Las masculinidades en tiempos modernos

Las sociedades modernas inauguraron así nuevas formas de entender la/s masculinidad/es. No es que la desigualdad y el principio jerárquico desaparecieran de las relaciones de género, nada más lejos. Las sociedades modernas tienen su fundamento tanto en el principio teórico de la igualdad como en el ejercicio práctico de la desigualdad. Pero, ciertamente, las reglas del juego cambiaron. Las visiones de lo que hemos denominado “un único sexo”, sin llegar a desaparecer, fueron perdiendo vigencia. Y dieron paso a una visión de género basada en dos naturalezas complementarias e incomparables, cada una con sus virtudes y defectos. Dos mundos ajenos entre sí. En el marco de este nuevo paradigma se negó la posibilidad de comparar a las mujeres con los hombres tomando como referencia un código común de valores y facultades: “La mujer vale más como mujer y menos como hombre —afirmó Jean-Jacques Rousseau—; por doquiera hace valer sus derechos, saca ventaja; por doquiera pretende usurpar los nuestros, queda por debajo de nosotros” [5]5 — Rousseau, J. J. (2001 [1762]) Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 543. . Se construyeron entonces las denominadas naturalezas femenina y masculina: el hombre era activo, fuerte y racional; la mujer, pasiva, débil y emocional. Las virtudes de un sexo serían los defectos del otro. Eran los sexos esencialmente distintos e inconmensurables de los que hablaba Thomas Laqueur [6]6 — Laqueur, T. (1994) La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud. Madrid: Crítica. . En realidad, aquellos dos mundos, cada uno con su propio código y sus propias leyes, ni superiores ni inferiores entre sí, eran una perversa fantasía que escondía y apuntalaba unas relaciones de poder ya inconfesables desde la defensa teórica de los derechos universales.

Paralelamente, la sexualización de los espacios público y privado se radicalizó, garantizando así el monopolio masculino de la vida pública y de la política. Desde la nueva lógica, a ellas les serían negados esos espacios y esos derechos no porque eran inferiores, sino porque eran distintas, y el respeto a su naturaleza exigía su dedicación a las tareas femeninas. Para ellas quedaba reservado el ámbito doméstico. Los nuevos discursos de género vinieron a ofrecer una salida a la contradicción que suponía la negación a las mujeres de los derechos políticos y civiles, en una suerte de renegociación de los términos del “contrato sexual” [7]7 — Concepto desarrollado a finales de los años ochenta por Carole Pateman en su interesante y comprometido estudio sobre los límites del liberalismo desde una perspectiva de género. Pateman, C. (1995) El contrato sexual. Barcelona: Editorial Anthropos. . Mientras, la ciencia adquirió una autoridad incuestionable a la hora de establecer las fronteras entre los sexos. El cuerpo se convirtió en una instancia inapelable y las leyes naturales, a través de sus intérpretes, biólogos, médicos y científicos en general, se propusieron gobernar también el mundo social. En nombre de la ciencia se dictaron los mandatos naturales y, por lo tanto, sagrados, y la misión natural de las mujeres era la maternidad. La masculinidad, con toda su pluralidad y sus jerarquías internas, quedó también indefectiblemente unida a un cuerpo y a una realidad biológica, ambos supuestamente inmutables.

Sin duda, no estamos ante un proceso uniforme y lineal; más bien al contrario, se trata de una historia compleja. El tránsito a la modernidad no fue organizado a toque de trompeta. Pero algunas tendencias de cambio fueron consistentes y resultaron decisivas para el tema que nos ocupa. Interesa particularmente el hecho de que la naturalización y extrema biologización de la masculinidad crearan la fantasía de que la virilidad era una esencia inmutable y adherida a unos cuerpos con determinadas características. La naturalización de la masculinidad ocultó así el rastro de la relación de poder en la que estaba inscrita. Desafiar esta visión para mostrar el carácter cultural y construido de las masculinidades es un proyecto aún inacabado.

La naturalización de la masculinidad ocultó el rastro de la relación de poder en la que estaba inscrita. Desafiar esta visión para mostrar el carácter cultural y construido de las masculinidades es un proyecto aún inacabado

La historia ha contribuido y continúa contribuyendo de forma destacada en esta tarea crítica, mostrando que el significado de ser un hombre ha cambiado en el tiempo y de un contexto a otro. En este sentido, resulta especialmente ilustrativo comprobar cómo atributos que, en un contexto, son asociados a la masculinidad, pasan en otros momentos a identificarse con la feminidad —y viceversa—. Por ejemplo, tal y como han demostrado María Sierra, Darina Martykánová y Víctor M. Núñez García para el caso español, es interesante comprobar cómo la viril pasión de los atormentados románticos, incluso la de los científicos románticos, fue feminizada según avanzó el siglo XIX, un siglo que, digamos, racionalizó y limpió de emociones la masculinidad [8]8 — Véase: Martykánová, D. y Núñez-García, V. M. (2020) Ciencia, patria y honor: los médicos e ingenieros y la masculinidad romántica en España (1820-1860), Studia histórica. Historia contemporánea 38: 45-75.   Sierra, M. (2012) Política, romanticismo y masculinidad. Tassara (1817-1875). Historia y Política 27: 203-226. . O cómo la altiva exquisitez de los hombres de las clases aristocráticas del Antiguo Régimen se convirtió en femenina artificiosidad en el proceso de construcción de la masculinidad burguesa. O cómo el valor de la castidad, una virtud moral universal en las sociedades de cosmovisión religiosa, pasó a ser, junto con el pudor, un atributo imprescindible de la mujer honesta decimonónica. O, en definitiva, cómo el propio término ‘virtud’, derivado de viril y asociado a la valentía del guerrero, se fue acercando, con el tiempo, al universo femenino, hasta llegar a fundirse con él.

Una historia con mucho futuro

La historia de las masculinidades como saber específico tiene una corta historia, pero ha dado ya importantes frutos con un fuerte potencial liberador. También para las mujeres. Someter a análisis la masculinidad enriquece la propia historia de las mujeres porque incide en el carácter relacional del género y desestabiliza la pretendida naturaleza inmutable de la diferencia sexual. Interesa asimismo porque desafía la visión de los hombres como sujeto por excelencia, universal y neutro, frente a las mujeres, quienes serían las únicas determinadas por su condición sexual. El estudio histórico de las masculinidades resulta ser un buen aliado de la historia de las mujeres, porque ayuda también a conocer mejor la posición de éstas en el pasado. Así, el cómo se entiende socialmente la paternidad, el trabajo, el deber matrimonial, el honor, el uso del espacio público, o el papel que se otorga a la violencia en la definición de la masculinidad aceptable son cuestiones decisivas para la vida de las mujeres. Lo fueron antes y continúan siéndolo.

Las tempranas demandas feministas en el terreno de la violencia o de la investigación de la paternidad, por señalar dos significativos ejemplos, llaman la atención sobre la relevancia de estas cuestiones para el bienestar de las mujeres. Baste recordar cómo formuló Olympe de Gouges el punto undécimo de su Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana en 1791. En aquella versión crítica de la Declaración de los derechos del hombre, la proclama original de “Todo ciudadano puede hablar, escribir y publicar libremente” se transformaba en una demanda feminista de la paternidad responsable y un alegato contra el estigma social de las madres solteras: “La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos de la mujer —afirmó—, puesto que esta libertad asegura la legitimidad de los padres con relación a los hijos. Toda ciudadana puede, pues, decir libremente, soy madre de un hijo que os pertenece sin que un prejuicio bárbaro la fuerce a disimular la verdad”. De este modo, en definitiva, lejos de plantear una disyuntiva que amenace con restar atención al largamente ignorado pasado de las mujeres, el estudio de las masculinidades puede y debe constituirse en un buen aliado

Siendo esto cierto, no lo es menos que la historia de las masculinidades es un saber metodológicamente plural y que, desde sus inicios en los años ochenta, se ha desarrollado en el seno de corrientes historiográficas muy diversas: desde una historia política renovada, desde la historia cultural, la historia de la sexualidad o los estudios queer. Esta pluralidad no es casual. Si bien no es posible entender la historia de las masculinidades al margen del género, esta herramienta analítica no es capaz por sí misma de explicar todo lo relacionado con el significado de ser hombre. De hecho, estudiar las masculinidades implica sumergirse en una red de relaciones de poder de clase, nación, sexualidad, raza, religión, edad… que privilegia a unos colectivos masculinos frente a otros.

El estudio histórico de las masculinidades subalternas, aquellas que se sitúan en una posición de marginalidad o rechazo con respecto a las masculinidades normativas, ha generado una amplísima bibliografía a nivel internacional. En nuestro ámbito académico, han visto la luz importantes contribuciones relacionadas con temas tan relevantes como el nacimiento de la homosexualidad y de la transexualidad como categorías identitarias, la construcción de la masculinidad obrera, la represión de la homosexualidad especialmente en el franquismo y la transición, la masculinidad gitana, la relación entre masculinidad y modernidad, las masculinidades de los movimientos nacionalistas, etc. Ciertamente, son muchos aún los temas que no han recibido la atención historiográfica que merecen. Con todo, los estudios con los que contamos ya permiten comprender, no en la teoría, sino a través de la experiencia de individuos y grupos humanos concretos, que las masculinidades tienen historia, muchas historias.

Debemos llevar la visión crítica al corazón de los discursos normativos, desde la convicción de que todas las identidades de género son fallidas. El género es, siempre, una impostura, aunque se trate de una impostura capaz de fabricar, con enorme eficacia, fuertes identidades y sólidas jerarquías sociales

Nos quedaría pendiente, más allá de ampliar este mapa diverso de las masculinidades en el tiempo, el reto de analizar esas masculinidades a través de cuerpos diversos. Queda mucho por indagar en la masculinidad desplegada a través de aquellos cuerpos nombrados como mujeres y, también, a través de cuerpos innombrables. No me cabe duda de que la incorporación a la historia de género de otros géneros es un paso fundamental para entender las masculinidades en el pasado y en el presente. Y esta incorporación, en sí misma, llevará implícita una transformación del universo al cual se incorpora. Pero la tarea no acabará tampoco ahí. Se hace necesario cuestionar la lógica de fondo de este pensamiento binario también en los contextos en los que la estabilidad y el orden parecen más férreos. Se impone llevar el cuestionamiento allí donde la norma parecería no tener fisuras ni sufrir contradicciones, buscando desestabilizar aquello que se nombra a sí mismo como normalidad. Debemos llevar esta visión crítica al corazón de los discursos normativos, al corazón de unas identidades blindadas por una certidumbre con pies de barro. Y esto desde la convicción de que todas las identidades de género son fallidas. Que el género es, siempre, una impostura, aunque se trate de una impostura capaz de fabricar, con enorme eficacia, fuertes identidades y sólidas jerarquías sociales.

  • Referencias

    1 —

    Altonaga, B. (2021) Cuerpos en tránsito. Los significados del género en la crisis del Antiguo Régimen en el País Vasco. Granada: Comares.

    2 —

    Vázquez García, F. (2018) La invención del sujeto homosexual, en M. C. Bianciotti, M. N. González-Martínez y D. C. Fernández-Matos (eds.), En todos los colores. Cartografías del género y las sexualidades en Hispanoamérica. Barranquilla: Ediciones Universidad Simón Bolívar, 18-19.

    3 —

    Burshatin, I. (1999). Written on the Body Slave or Hermaphrodite in Sixteen-Century Spain, a J. Blackmore y G. S. Hutcheson eds., Queer Iberia Sexualities, Cultures, and Crossings from the Middle Ages to the Renaissance. Nueva York: Duke University Press, 447.

    4 —

    Pizan, C. (1995 [1403]). Le Livre de la Mutation de Fortune en J. C. Polet (dir.), Patrimoine littéraire européen, anthologie de langue française, Vol. 6. Bruselas: De Boeck, 136-137.

    5 —

    Rousseau, J. J. (2001 [1762]) Emilio, o de la educación. Madrid: Alianza Editorial, 543.

    6 —

    Laqueur, T. (1994) La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud. Madrid: Crítica.

    7 —

    Concepto desarrollado a finales de los años ochenta por Carole Pateman en su interesante y comprometido estudio sobre los límites del liberalismo desde una perspectiva de género. Pateman, C. (1995) El contrato sexual. Barcelona: Editorial Anthropos.

    8 —

    Véase:

    • Martykánová, D. y Núñez-García, V. M. (2020) Ciencia, patria y honor: los médicos e ingenieros y la masculinidad romántica en España (1820-1860), Studia histórica. Historia contemporánea 38: 45-75.

     

    • Sierra, M. (2012) Política, romanticismo y masculinidad. Tassara (1817-1875). Historia y Política 27: 203-226.

Nerea Aresti

Nerea Aresti es profesora de la Universidad del País Vasco (UPV). Doctora por la State University of New York y por la propia UPV, es especialista en historia de género. En los últimos años ha centrado su investigación en la historia de las masculinidades y del feminismo contemporáneo. Es autora de Masculinidades en tela de juicio. Hombres y género en el primer tercio del siglo XX (2010) y Médicos, donjuanes y mujeres modernas. Los ideales de feminidad y masculinidad en el primer tercio del siglo XX (2001). Su trabajo más reciente lleva por título "A Fight for Real Men: Gender and Nation-Building during the Primo de Rivera Dictatorship (1923–1930)", publicado en European History Quarterly. En 2018 recibió el premio de la Asociación de Historia Contemporánea al mejor artículo publicado en 2017, por “El gentleman y el bárbaro. Masculinidad y civilización en el nacionalismo vasco (1893-1937)" (Cuadernos de Historia Contemporánea). Aresti forma parte del grupo de investigación “Experiencia moderna” de la UPV/EHU.