La disputa verbal sobre género entre un hombre y una mujer es una modalidad de literatura de base oral que, sin llegar a ser un “género” como tal, se encuentra, insertada o diluida, en distintas manifestaciones expresivas. Puede hallarse en novelas dialogadas como Un peso en el mundo de José María Guelbenzu; es un tema constante en los cómics autobiográficos realizados a dúo por Robert Crumb y Aline Kominsky; es también un implícito en las Entrevistas breves con hombres repulsivos de David Foster Wallace, donde el proceso de lectura implica imaginar las intervenciones de una o varias interlocutoras. Este texto se presenta como una inflexión paródica en ese código, a la vez que como un falso estado de la cuestión de algunos de los temas que recorren los Estudios sobre las Masculinidades contemporáneos.
—De no ser por las mujeres los hombres aún estaríamos en las cuevas. De no ser por los hombres gays en los muros de las cuevas jamás se habría pintado un bisonte. En cuanto a los hombres heteros… no nos gustó que nuestras queridas, cálidas cuevas se transformaran en galerías de arte dedicadas a homenajear al bisonte y execrar al cazador, y no lamentamos abandonar nuestros hogares, que se habían vuelto, por su nueva decoración y su injusto propósito, inhóspitos. Y, de todos modos, la mayor parte de nosotros nunca logramos cazar al bisonte. Pero lo habíamos intentado. Y, al fracasar, no culpamos a las mujeres, ni a los hombres gays. Nos culpamos a nosotros mismos.
—Salís muy favorecidos en ese cuento. Casi dan ganas de convertirse en uno de vosotros. Por las pérdidas que sufristeis, a tu juicio inmerecidas; por la nobleza con que crees que las aceptasteis, por los esfuerzos que dices haber realizado, por la primitiva pero bella causa perdida en que supuestamente os empeñasteis, por esa derrota que has vestido con el traje azul Klein de la melancolía, que os queda a medida. Por ser víctimas de la Historia, ¿no es eso? Ah, qué hermosos perdedores habéis sido, cuánto ardor en vuestra caída…
—Parece haber algo hermoso en ello, sí. Yo no lo hubiera dicho… hasta que empecé a ver a mujeres enamorarse de perdedores. Y llevo años viéndolo.
—Las hay idiotas, en efecto, como las hay que se aficionan al pescado crudo o a las carreras de fondo. La popularidad de la cocina japonesa no la convierte en un modelo culinario universal, y tú nunca has dedicado diez minutos a ver una carrera femenina de tres mil metros obstáculos. Te crees que cada vez que una corredora llega a una valla se para a decorarla con guirnaldas y rosas blancas.
—Ahí no soy competente, en efecto. Pero yo no recomiendo a nadie que sea competitivo. Ni a hombres ni a mujeres. Y no se me ocurriría negar que el arte floral es un arte aplicada, y a largo plazo las artes aplicadas acaban siendo consideradas Arte. Mira a ver que eso no ocurra antes de lo que pensamos, y te pille echando pestes de un Arte en que las principales creadoras son, todas, mujeres.
—El arte floral entrará en el Prado, sin duda. La paridad de género no. Pero como habrá algunas flores verdaderas, y no pintadas por hombres, muchos visitantes volverán a casa convencidos de que la paridad llegó, y que, de aquí en adelante, gloria y baldosas amarillas. Es un efecto óptico, como la impresión de que el día de la igualdad se acerca.
—Pues a mí, siendo hombre, el arte floral… no te diré que sea mi cosa predilecta, pero sí me parece interesante, porque es una tradición que…
—Y a mí, que me asemejo a los hombres en la manera de cagar, el arte floral me parece una cursilería, y aunque no me lo pareciera lo sería igual. Tú no entiendes lo que es una tradición. Si un creador puede escoger, entre un repertorio de posibilidades, una en que se siente más capaz, entonces se incorpora a una tradición. En cambio, quienes se encontraron atrapadas en una casa, sin posibilidad de tener estudios, ni de vivir su vida, y no les quedó otro remedio que jugar con madreselvas, no estaban escogiendo una tradición, estaban matando el tiempo en el patio de la cárcel. Para redimir condena. Y, desde luego, cuando alguien te quita el tiempo que te haría falta para vivir y te da, como limosna, unas pocas horas para tus labores, en esas horas acabarás haciendo algo bonito, entendiendo por bonito lo que ellos opinaban que ellas debían hacer. No te engañes: en la Sala Noble del Prado, en la inauguración de la expo de las florecillas, habrá más hombres haciéndose selfies para parecer sensibles que mujeres aficionadas al arte. Hace más de un siglo que Duchamp colgó de una pared lo que había que colgar, ya es un poco tarde para venir a contarnos que un ramo de clavelitos nos llevará al Panteón. Eso no es feminismo: es neomarujismo. Ya disteis bastante la turra con la moda de los cupcakes, y a la próxima vez que alguien intente convencerme de que si me transformo en una maruja del siglo pasado me sentiré como la Eva Futura… responderé una cosa que no sonará ni femenil ni florida.
—Vaya… pues habrá que concluir que las comisarias, artistas e historiadoras del arte que proponen eso se equivocan, ¿no?
—Es peor que eso. Yo me equivoco cada día, sin falta, desde primera hora, pero por lo menos mis errores no son una cursilería y no me dedico a vender ilusiones de emancipación con pétalos fragantes y sin espinas. En ese camino hay poco más que espinas, y quien lo emprenda sin saberlo ha fracasado antes de empezar a andar y se acabará cayendo en un espino de los grandes, de esos que le encantaban a Proust.
—Búrlate cuanto quieras, pero tú no sabrías qué son el fracaso y la caída si no nos hubieras observado. ¿Cuándo has visto tú, retransmitido por todas las televisiones, el fracaso de una mujer, el golpe de su caída?
—Muy pocas veces, en efecto. Tan pocas como ocasiones tuvieron de triunfar y de alzarse sobre vosotros. Quien inventa el triunfo, y lo reserva para sí, se reserva también, en exclusiva, el desastre.
—Si fue como dices, ¿no hay, en el desastre, cierta grandeza? ¿No merece el soldado desconocido un monumento?
—El primero de ellos lo mereció, sin duda. Dejaron de merecerlo cuando, al erigirse el segundo de esos monumentos, quedó bien claro que el bronce y el mármol nunca se usarían para conmemorar a la viuda del soldado desconocido, la que crió sola a tres hijos, con una mísera pensión, y jamás tuvo ocasión de abandonar la casa en busca de la gloria o de la muerte, que, en vuestras cuentas, valen lo mismo. La guerra que ella libró, para crear a los hombres del futuro, fue secreta, sin vítores ni medallas, fue cruda y extenuante, y la ganó.
—Supimos de esa otra guerra, por cartas remitidas a los campamentos, junto al campo de batalla. Más pesar nos causó no poder librarla que la certeza de que ese campo sería nuestra tumba. No huimos de la otra guerra. Tampoco la nuestra la declaramos. Ningún chambelán nos hizo entrega del documento, el tintero y la pluma. Quizá no tengas presente que para firmar una Declaración de Guerra se precisa saber leer y escribir. No disponíamos, en casa, de cañones, cascos ni submarinos, nunca concebimos un plan de ataque y no sabíamos situar en el mapa el país que nos ordenaron invadir. Todo eso nos fue impuesto. Nos arrebataron el trabajo, la familia, la vida. Di que fue un desastre, pero no digas que la guerra la hicieron “los hombres”. La guerra la orquestaron unas pocas personas, tan superiores, en la jerarquía miliar, que más parecían semidioses. Un semidiós no es un hombre, y quien es reclutado a viva fuerza no es responsable por ejecutar las órdenes que vienen de las alturas.
—Comprendo. Y también cayeron del cielo las órdenes de ensañarse, de robar a los muertos, la rapiña, las violaciones a las viudas de los soldados a los que matasteis.
—A veces sí, a veces fueron venganzas por las propias mujeres violadas, por los amigos que agonizaron durante días, el vientre abierto y mutilados. A veces fueron psicopatía. El que entre los psicópatas haya más hombres que mujeres no dice nada sobre la masculinidad, es un dato neurológico que nada tiene que ver con las vidas del común de los hombres. Por lo demás, observo que también tú has preferido creer que en las guerras las mujeres eran las únicas víctimas de violaciones, y que la tortura resulta menos dolorosa. O quizá creas que la habíamos merecido. El monumento que pides, tan necesario, no lo es menos que el monumento al prisionero de guerra violado en grupo. El velo de censura que se ha impuesto sobre esas atrocidades ha llevado a creer que la muerte de un hombre en el campo de batalla es el resultado de sus delirios de poder, y que la muerte de una mujer en un ataque aéreo es el resultado de la producción de género.
—Y ese velo de censura, ¿lo levantaron las historiadoras? ¿Las novelistas? ¿Las periodistas? ¿Las cineastas? ¿Todos sus poderes unidos, contra una minoría de hombres indefensos?
—Nunca sabremos qué velos habrían levantado, de haber podido, y suelo oír especulaciones sospechosamente optimistas al respecto. Sí sabemos que ese velo lo habéis aceptado de muy buen grado, siempre que os ha convenido.
—Fuisteis brutales.
—Fuimos mandados. La brutalidad se da por añadidura. De haber podido escoger hubiéramos preferido que nos reclutaran a la fuerza para la Academia de Diplomacia, pero no tuvimos esa suerte. Y, de haber tenido ocasión de asistir a esa Academia, las lecciones las habríamos olvidado tras dos semanas sin pegar ojo en la trinchera, entre el silbido de las balas y el hedor de las letrinas, viendo cada día…
—… morir compañeros, ya sé. No dudo que fue terrible. Pero vuestros muertos tienen, al menos, esa historia radiante, esa poesía malsana que nunca ha dejado de inspirar otras atrocidades. No la tienen las víctimas de la otra guerra, las mujeres fallecidas en abortos caseros, en partos incompetentes, en las matanzas médicas en busca del origen de la histeria, de la ninfomanía, de todas esas supersticiones que la Clínica usó como usó Mengele de sus prisioneros.
—Que las palabras “histeria” y “ninfomanía” son solo el producto de la dominación masculina lo creería si no escuchara de consuno a muchas mujeres insultar a sus congéneres usando esos mismos términos.
—La dominación masculina incluye crear situaciones en que interiorizar una idea sexista, aun cuando vaya dirigida contra el género propio, aun cuando podrá ser usada contra una misma, es una opción menos mala que renunciar a esa idea y quedarse sola, hablando en un lenguaje alternativo que los demás se niegan a entender. En cuanto al uso del lenguaje, muchas amigas se llaman entre sí “histéricas” o bitches con afecto, con humor, con ternura, entre copas y en fiestas de cumpleaños. No hay ningún problema social que se haya gestado en esas fiestas.
—También muchos hombres que no son parte del problema usan, con esa misma actitud, de términos como “maricón” o “julandra”. Si no hubiera oído nunca a un gay llamar a otro “maricón”, y no con complicidad ni con ternura, pensaría que ese término es solo heterofobia; cuanto más lo oigo, más me convenzo de que es polisemia.
—No. No es lo mismo apropiarse de un término que fue acuñado para injuriarte, y redefinirlo, que seguir usando, con supuesta ironía, el término que se inventó para marginar a otros. La ortotipografía es un buen invento, pero entrecomillar una palabra insultante o sustituir la letra redonda por la cursiva no hará que se derrumben los cimientos de la dominación masculina.
—Fue una mujer, y no un hombre, quien propuso corregir ese término y hablar de dominación intermasculina. Tiene lugar en la guerra, tanto en el campo de batalla como en la calle, y no es exclusivo de los heteros. El gay leather que pasa horas en el gimnasio y noches en la sauna entre cuerpos neoclásicos, mientras Winckelmann lo mira con aprobación desde los cielos, se siente superior a los travestidos delgaditos y, desde luego, los llama “mariquitas”. Como también las atletas tienen su propio vocabulario para referirse a las señoras con lorzas que nunca han hecho deporte. No es el sexismo el que ha creado esos vocabularios, sino el esfuerzo. Todas esas palabras se resumen, en realidad, en una frase: “yo hago en un día más esfuerzo físico del que haces tú en un mes”.
—No es una buena frase, y no te creo lo bastante informado de lo que se dice en los vestuarios femeninos, que no fueron inventados por mujeres, por cierto. De todos modos, aun si lo que dices fuera cierto tampoco eso representa un problema social, desde luego no uno grave. Ningún diario se interesa de lo que dicen las futbolistas al terminar el partido. De hecho, tampoco dan cuenta de lo que ocurre durante el partido. Ninguna de esas frases podrá herir a nadie, porque, si de veras se han pronunciado, se pierden en el mismo momento en que se dicen: han sido confinadas al mismo espacio estanco en que se ha encerrado siempre toda aquella parte de la feminidad que no conviene. El de las futbolistas es un espacio más confortable, sí, dentro de una cárcel más grande. Y claro que las dejan jugar: en el patio de la cárcel hay que jugar, es obligatorio. Si el celador te ve apoyada en una pared y hablando con una compañera durante demasiado rato supondrá que planeas una fuga.
—¿De verdad querrías, para las futbolistas, la sobreexposición pública, el escrutinio, la histeria masculina de la prensa deportiva? ¿Querrías que, al salir a jugar, en campo contrario, en vez de oír los silbidos de dos mil personas oyeran a cuarenta mil? ¿Lo querrías para ti?
—Acaso hayas oído hablar del imperativo categórico kantiano. Es muy bonito y a veces funciona, pero a veces no: lo que creo que es bueno para mí no lo propongo, no siempre, como principio universal. La futbolista tiene su cuerpo; yo el mío. Yo no sería capaz de exponerme a los dos mil silbidos y, en cuanto a ti, sé bien que una mirada de soslayo en una recepción oficial te tiene medio deprimido tres días seguidos. La vocación de la futbolista incluye exponerse a los cuarenta mil silbidos, sin la menor duda. Lo que pasa es que si vierais a una mujer encajarlos sin pestañear os daría un síncope, por eso nadie tiene interés en que la Liga Femenina se retransmita en horario de máxima audiencia.
—Cuando dices “nadie”, me temo mucho que eso incluye a la mayor parte de las mujeres, que, es un hecho, no dedican los domingos por la tarde a ir al estadio donde se juegan esos partidos.
—Tampoco tú habrías visto un penalty en tu vida, como no has visto un penalty de hockey hierba, de no ser porque la prensa más masculinizada de todas las prensas te convenció, desde antes de que supieras sumar, de que era necesario ver al tío tirar el penalty. En cuanto a los silbidos los insultos y la presión mediática, nunca he oído a Iniesta pedir que le protejan de ello. ¿Qué te hace pensar que una jugadora sí querría ser protegida? ¿Y por quién? ¿Por un grupo de guardaespaldas y un locutor de programa de libros? Siempre tienes que imaginar una autoridad masculina que vigile que no se caigan. Siempre inventas problemas imaginarios para intentar demostrar que no hay asimetría de género, sino solo modos distintos de expresar la agresividad.
—Tengo algunas dioptrías, pero a ciego no llego. Claro que hay asimetría de género, y sin duda no soy yo quien ha sufrido sus peores consecuencias, tampoco tú, pero verla la he visto desde tan temprano como tú. ¿O acaso te crees que no tuve madre? ¿Crees que mi abuela era la única ama de casa del país a la que no habían hecho adicta a los optalidones, a los tranquilizantes, a unas pastillas anti-baby que si las tomara una millenial la tendrían que llevar a Urgencias? A mi abuela la convirtieron en una yonqui como a cualquier mujer de su generación, y ni siquiera lo sabía…
—Por supuesto que lo sabía. Lo sabía perfectamente. Tu abuela siempre supo que los optalidones no eran adoquines del Pilar. Pero no le quedaba otra: todas sus amigas lo hacían. Y, además, ¿cuántos hijos crió ella sola?
—Cinco.
—Pues ahí lo tienes.
—Bueno, eso, al igual que lo del Cointreau, era una de esas cosas que medio se saben medio no se saben… Es como la escena de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? en que el ama de casa politoxicómana entra en la farmacia por enésima vez…
—… y se encuentra con que las reglas del juego han cambiado, sí, y ahora hace falta receta.
—¡Ah! “¿Cómo? ¡Y encima me insulta! ¡Me acaba de llamar drogadicta!”
—El ama de casa de esa película sabía que era drogadicta, aunque fingiera haberse creído que el único drogadicto es el de la chuta en el brazo. Tenía que fingirlo, igual que el periodista que hace el enésimo artículo sobre el aumento del consumo de alcohol entre los adolescentes, qué escándalo, no doy crédito, finge ignorar que vive en un país alcohólico, y no termina el artículo diciendo: “Pues ya se lo he contado, amigos; ahora me voy a tomar unos gintónics, que ya pasan de las once de la mañana.” Siempre necesitas creer que eran ingenuas.
—Quizá eres tú la ingenua. Quien dice, en esa película, “ya no se vale”, es una mujer, como eran farmacéuticas, amigas de toda la vida, las que le daban a mi abuela esas mierdas, sin receta ni intervención del médico del seguro. Ya sé que me dirás que las farmacéuticas no dirigían empresas farmacéuticas ni eran el Ministro de Sanidad que hacía la vista gorda, pero lo que es colaborar, colaboraron. Y ahí tienes razón: ellas sí sabían muy bien lo que vendían, y qué efectos tenía.
—Así fue. Eran mujeres ayudándose entre sí, echándose una mano para pasarlo lo menos mal posible. Esa fue una de las formas de complicidad que se habían dispuesto para ellas: yo soy tu amiga, yo soy tu camello, como eres mi amiga te convierto en yonqui para toda la vida. La farmacéutica era un peón en una partida muy compleja. Y, de todos modos, no te veo tan escandalizado cuando tus amigos se pasan el teléfono de un camello de confianza, ni cuando sacan las tarjetas de crédito sin que haya cajero ni máquina a la vista. Es muy gracioso: cuando lo hacen los hombres sí se vale, pero ¡una mujer drogándose! ¡Que escándalo!
—Pues sí que era un puto escándalo, sí, porque ella no pudo elegirlo y el suyo no era un uso recreativo de las drogas: las tomaba para soportar…
—… el trabajo doméstico, como hoy todo cristo toma coca para soportar el ritmo laboral. La única diferencia es que a criar cinco hijos y a hacer compra, casa y colada se lo llamaba “sus labores” y no estaba remunerado. Las drogas no se las tomaba para celebrar que había cerrado un gran negocio.
—No por eso deja de ser un escándalo, y si los farmacéuticos hubieran sido hombres no dirías que fueron peones: dirías que fue culpa suya. Cuando mi abuela llegó a los cincuenta su cuerpo estaba tan habituado a la farmacopea que, para curarse un catarro, se tenía que tomar tres gelocatiles de golpe. Vi a mi abuelo tomar medio gelocatil, que le dejaba groggy, y a mi abuela tragarse los tres, uno detrás de otro. La asimetría de género la vi clara, aunque no supiera cómo se llamaba. Y la seguí viendo, porque todas esas pastillas se las tomaba ella, una mujer de bien, burguesa y señora, con Agua del Carmen, que se la podía tomar tranquilamente, charlando con sus amigas, porque se había decidido que los licores dulces no son para hombres, y como no son para hombres en realidad no son alcohol, y si además se toman en vasos de chupito, que no son una copa-balón y no los levanta una mano peluda, entonces queda claro que no son más que un caramelo líquido. Así que las amigas que se pasaban la tarde pimplando Agua del Carmen, Marie Brizard, Cointreau, Aromes de Montserrat y Anís del Mono nunca habían probado el alcohol, solo eran chicas tomando caramelos. ¡Y me dices que no he visto asimetría de género! Sí que hay asimetría, sí. Los que dicen que en Mad Men se bebe mucho no conocieron a mi abuela. Si la hubieran puesto cara a cara con Don Draper en una mesa llena de botellas, a ver quién aguanta más, el pobre publicista aquel habría acabado por los suelos en coma etílico mientras mi abuela se tomaba tranquilamente otra copita de Cointreau.
—Brindo por ello.

Eloy Fernández Porta
Eloy Fernández Porta es doctor Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra, con Premio Extraordinario de Doctorado. Es ensayista y profesor de teorías de la cultura y de arte contemporáneo en el Programa de Estudios Hispánicos y Europeos de la UPF y en la Barcelona School of Management. Entre sus publicaciones, destacan los ensayos Homo Sampler (2008), Afterpop (2010), €®O$ (2010, Premio Anagrama de Ensayo), Emociónese así (2013, Premio Ciutat de Barcelona), En la confidencia (2018) y L'art de fer-ne un gra massa (2018), todos editados por Anagrama. Es colaborador de las revistas Rockdelux, Jot Down, A*Desk y Núvol. Su obra ha sido traducida al inglés, al francés y al portugués.