En el artículo introductorio a esta sección que aborda la reflexión sobre el proceso independentista catalán en el conjunto de España, dentro del número especial “Catalunya-España: ¿del conflicto al diálogo político?” que publica la revista IDEES, dijimos que nos parecía clave ordenar el debate en torno a varias dimensiones y diferentes enfoques. Por lo que a los enfoques se refiere, creemos haber logrado un plantel de contribuciones verdaderamente plural desde el punto de vista disciplinar (filósofos/as, juristas, politólogos/as), del origen territorial de los autores (de Andalucía, Asturias, Cantabria, Comunidad Valenciana, Galicia, Madrid, País Vasco y por supuesto Cataluña), de su ocupación (expertos académicos o decisores públicos) y, desde luego, de su orientación ideológica tanto en el espectro izquierda-derecha como en lo referente a sus visiones sobre la organización territorial del poder.

No obstante, decidimos no incluir a quienes defienden la secesión de Cataluña. No solo porque ya disponen en el especial de una sección completa (dedicada al debate en el seno del independentismo) y la mitad de otra (dedicada al debate en Catalunya), sino porque nos parecía que tenía más sentido enfocar el análisis en el diagnóstico y la búsqueda de soluciones por quienes, ya sea desde una sensibilidad plurinacional como desde otras más homogéneas por lo que hace al sentimiento de identidad, aún creen que tiene sentido seguir afinando la articulación de un Estado compuesto en torno a un ‘demos’ definible como España por muy objetivamente plural que resulte. Por eso tampoco se han incluido voces que postulan la sustitución del Estado autonómico por otro centralizado. Una decisión que no tomamos desde la premisa de que esas posiciones más radicales en relación con el modelo actual, como también lo son las de los independentistas, no tuvieran interés. La razón estribaba en una cuestión práctica, aunque no exenta de cierto normativismo: dirigir todo el esfuerzo intelectual y político de este trabajo hacia la búsqueda de acuerdos. De soluciones constructivas que se puedan traducir, en su caso, en políticas o en reformas institucionales impulsadas sin ánimo de imposición y manteniendo una comunidad política en donde se conjuguen unidad y diversidad.

Y ahí, en esa búsqueda de soluciones (y no de disoluciones), es donde tiene sentido distinguir entre varias dimensiones, desagregadas a su vez en preguntas. Las dimensiones sobre las que se ha pretendido ordenar el debate han sido cuatro: una primera de diagnóstico y luego otras tres que calificamos, de modo sintético, del siguiente modo: (1) legitimidad, (2) eficacia y (3) viabilidad. La legitimidad la conectamos a cuestiones de justicia y de democracia en torno a valores como la no-dominación, la solidaridad, la equidad o el respeto de las minorías y las mayorías. La eficacia quedó definida en términos de capacidad integradora; es decir, en soluciones institucionales o de políticas sustantivas con potencial de generar acuerdos que atenúen el sentimiento y las demandas secesionistas sin generar agravios en la mayoría no secesionista. Por último, la viabilidad sería la dimensión más pragmática, y se refiere a las probabilidades y perspectivas de adopción y ratificación de ciertas decisiones que acomoden alguna de las demandas del secesionismo superando posibles vetos por parte de los actores del sistema político.

Es muy posible que sencillamente no existan soluciones óptimas acordadas entre actores políticos que logren maximizar a la vez los valores de legitimidad democrática, eficacia integradora y viabilidad política

Como dijimos también en la introducción, éramos plenamente conscientes de lo difícil que es aunar a la vez las tres dimensiones. Es muy posible que sencillamente no existan soluciones óptimas acordadas entre actores políticos que logren maximizar a la vez los valores de legitimidad democrática, eficacia integradora y viabilidad política. Por eso, a nuestros expertos/as les pedimos que más bien se centrasen en cada una de esas dimensiones [1]1 — Las cuestiones de diagnóstico del conflicto independentista catalán se asignaron a José María Lasalle, Ignacio Molina y Juan Rodríguez-Teruel. La dimensión de la legitimidad democrática de las posibles soluciones a Manuel Arias Maldonado, Daniel Innerarity, Ramón Máiz e Ignacio Sánchez-Cuenca. La eficacia integradora de las propuestas para el tratamiento del conflicto es lo que se pidió analizar a Eliseo Aja, Josep María Castellà y Nuria González Campañá, César Colino y Angus Hombrado y Lucia Payero. Finalmente, las cuestiones de viabilidad política quedaron para Juan Claudio de Ramón, Rocío Martinez-Sampere y José Fernández-Albertos y Javier Zarzalejos. , si bien, a la hora de la verdad, casi todos ellos han trascendido el encargo concreto. Asignamos esas dimensiones con ánimo de desagregación analítica y claridad didáctica, tratando de aprovechar la especialidad de cada autor, pero seguramente también con un exceso racionalista. Al final, las contribuciones han evidenciado la dificultad de distinguir bien entre las diferentes cuestiones y casi todas se adentran en los demás criterios arrojando unos solapamientos imposibles de superar. No obstante, asumiendo y hasta subrayando esa interrelación, aquí se muestran de modo separado, a efectos expositivos, cuáles serían a nuestro juicio las principales conclusiones a partir de cada una de las cuatro dimensiones mencionadas.

Cuestiones de diagnóstico del problema del secesionismo y el conflicto catalán

Por lo que hace al diagnóstico, hay que empezar advirtiendo que éste no puede formularse en singular. Para algunos autores hay motivos reales de agravio en las demandas secesionistas (aunque en ningún caso se defiende que sean de tal entidad que abonen la independencia como solución, mucho menos de tipo remedial), mientras que otros consideran más bien lo ocurrido como un proceso endógeno en el que el propio nacionalismo catalán ha creado las condiciones para el desarrollo del procés. Es obvio que, dependiendo de cómo se entiendan las causas que desencadenaron el aumento exponencial del apoyo al independentismo a partir de 2010, y sobre todo 2012, se formulará uno u otro escenario de respuesta.

Hay autores que entienden que, incluso sin agravios graves ni riesgo real de asimilación de la identidad nacional catalana por parte de una España supuestamente homogeneizadora, existe una demanda democrática en sí misma potente que hay que atender, sin descartar la celebración de un referéndum que suponga una ruptura del Estado. Otros consideran que sólo estamos ante una postura negociadora, fruto de una movilización maximalista espoleada desde el propio poder de la Generalitat aprovechando la larga duración de la crisis iniciada en 2008, a la que habría que responder con relativa firmeza y sin premiar deslealtades graves. Y, de modo intermedio, hay quienes creen posible identificar determinados déficits del autogobierno (en el ámbito competencial y en el de la financiación) o de carácter simbólico (el insuficiente reconocimiento de la posición singular de Cataluña como nacionalidad mencionada en la Constitución) que tal vez justifique explorar reformas del Estado autonómico –y, en su caso, un referéndum sobre las mismas– pero no incluir el problemático “derecho a decidir” en el orden del día. Máxime, cuando quien persigue esta vía constituye una mitad de la población catalana vía y no hay visos de que la otra mitad (que a su vez se siente agraviada por el modo unilateral en el que se culminó el procés y que, en un porcentaje importante, es muy crítico con el modo en el que se ha desarrollado el autogobierno catalán desde 1979) vaya a aceptarla. Por eso mismo, las respuestas que se apunten pueden ser complejas y hasta aparentemente contradictorias, si la conclusión es que hay todavía margen para que el sentimiento de identidad catalana se reacomode en el ámbito español al tiempo que el sentimiento de identidad española lo hace en el catalán.

Muy relacionado con lo anterior, y que también debe formar parte fundamental de un buen diagnóstico, es el grado de responsabilidad que tienen en la evolución y agravamiento de esta crisis territorial, por un lado, las instituciones y los principales actores del Estado y, por el otro, las élites nacionalistas catalanas. No es lo mismo que el punto de partida se identifique en el seno de estas últimas, que habrían planificado un escenario de desbordamiento en el que se anticipaba cínicamente que la propia reacción del Estado (como las desdichadas escenas de represión policial del referéndum ilegal) retroalimentaría la radicalización del proceso, que el origen de todo haya sido una demanda exquisitamente democrática, contestada con cerrilidad por parte del Gobierno de Mariano Rajoy y la hostilidad de los jueces. Pero incluso en las versiones del diagnóstico que son más empáticas con el relato independentista, no se olvida que el apoyo electoral no es mayoritario, como mostraron las elecciones “plebiscitarias” de 2015 o las convocadas en la resaca de la suspensión de la autonomía en 2017. Es verdad que en las que se han celebrado en 2021 se ha superado mínimamente el 50%, aunque ha sido en un contexto de movilización baja y asimétrica, sin que se altere ese diagnóstico de apoyo social estructuralmente insuficiente (así se refleja también en los sondeos más serios y en el dato de baja participación en la consulta de 2014 o en la del 1 de octubre). Una suerte de atribución de culpas que concede al Estado mucha responsabilidad (por su inflexibilidad política y la respuesta penal excesiva) pero no exime al independentismo de irresponsabilidad (desobediencia deliberada y llevada al extremo de intentar una ruptura unilateral, falta de apoyo democrático suficiente y tensionamiento de la convivencia social).

También preguntábamos a los autores por las consecuencias que se derivan de los diferentes diagnósticos a la hora de tratar las demandas secesionistas. Aquí resulta singularmente interesante señalar un exceso de énfasis legalista en la cultura política del país, presente sin duda en las instituciones del Estado, pero también en el seno del independentismo. Así, se ha ido concediendo mucho protagonismo a hitos más propios del mundo del derecho que de la política como han sido: (1) la elaboración de un Estatut que aspiraba a blindar el autogobierno simplemente aplicando la técnica jurídica de un articulado detalladísimo, (2) la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 en la que, aun con pocos recortes de fondo, se hacía una interpretación innecesariamente explícita sobre la dialéctica nación-nacionalidades, (3) la definición de un proceso de “Transición Nacional” impulsado desde un Consejo Asesor de juristas seleccionados por la Generalitat en 2013 con una visión de pretendido positivismo pero muy poco realismo sobre la realidad española, europea e internacional; (4) la respuesta estatal descartando cualquier canal de diálogo o foro negociador y optando en cambio por la judicialización en los tribunales ordinarios y los recursos ante una jurisdicción constitucional sometida a fuerte estrés; (5) el diseño legal (o más bien leguleyo) de la desconexión y la convocatoria del referéndum por una mayoría exigua del Parlament de Catalunya en septiembre de 2017; (6) la aplicación del artículo 155 de la Constitución, la entrada en escena de la fiscalía o las euroórdenes, y un largo etcétera que llega hasta 2021.

Hay un exceso de énfasis legalista en la cultura política del país, presente en las instituciones del Estado y también en el seno del independentismo: se ha concedido mucho protagonismo a hitos más propios del mundo del derecho que de la política

Por último, en este apartado tan importante del diagnóstico hay aún espacio para otros debates como el peso relativo del factor bottom-up (demandas populares tanto en sentido independentista como anti-secesión) sobre el de las motivaciones de las élites y los impulsos top-down en la relación causal que desencadena el procés. También resulta muy valiosa la apelación a no definir de entrada el conflicto en términos morales positivos o descalificadores de las posiciones que a priori defienden unos y otros. Si se formula el independentismo como un proyecto democrático y popular o, al contrario, como patológico y egoísta, se está prejuzgando inevitable y erróneamente la solución. En esa misma línea, es aconsejable evitar la formulación rígida de determinados conceptos sagrados (unidad, nación, pueblo, autodeterminación, identidad) que no admiten modulaciones ni, por tanto, la posibilidad de la transacción y pacto.

Cuestiones de justicia y legitimidad y calidad democrática de las posibles respuestas

La definición de la comunidad política que constituye el ‘demos’ tiene un innegable sustrato discrecional y artificial. Se trata de una cuestión que alguno de los autores incluso considera un punto ciego para la democracia, una paradoja lógica que, por ejemplo, resuelve insatisfactoriamente el artículo 2 de la Constitución (pues ésta ¿”se fundamenta en la unidad de la nación” o sería mejor decir que “fundamenta la unidad de la nación”?). Pero no conviene tampoco asumir una interpretación demasiado ahistórica sobre la génesis y la evolución de los Estados, sobre todo en casos de trayectoria tan larga como el español. En cualquier caso, cuando se plantea un desacuerdo profundo a la hora de definir el ‘demos’ el único método razonable para resolverlo debe incluir principios tanto liberales (procedimientos pacíficos, respeto al Estado de Derecho, protección de minorías) como democráticos. Además, la apelación a la mayoría que funda la legitimidad democrática puede hacerse en términos simples (mitad más uno) o reforzados y evitando la línea arbitrista y violentamente homogeneizadora que esconde, por ejemplo, el principio de las nacionalidades aplicado en Europa del Este durante el periodo de entreguerras. Ninguna democracia liberal avanzada del siglo XXI puede dejar de prestar atención a la necesidad de preservar la convivencia en un contexto plural, y buscar una solución mutuamente aceptable por las partes.

Es interesante resaltar también que una democracia no puede limitarse a satisfacer exigencias de cambio de las reglas del juego por el hecho de que vengan respaldadas por los votos (muchos, pero no suficientes conforme a las propias reglas vigentes) y que, en cualquier caso, es necesario fundar normativamente como justas y legítimas demandas tan audaces en ese sentido o, al menos, como no contrarias al núcleo normativo básico de las democracias liberales. No todo es aceptable. No todo vale, aunque venga respaldado por un discurso que identifica una posición de parte con la ‘voluntad popular’. La idea misma de autodeterminación no tiene una implementación en absoluto pacífica. En una democracia, el derecho de una comunidad a autodeterminarse se considera cumplido ya si existen derechos políticos que permiten a los ciudadanos elegir a sus representantes y, por tanto, participar en el autogobierno. En ese sentido, Cataluña no tendría un derecho a la autodeterminación pendiente de ejercer, aunque la inexistencia de ese derecho no sea tampoco obstáculo para que una secesión pueda tener lugar, bien mediante la vía de los hechos unilaterales (a menudo violentos), bien a través de un acuerdo pacífico, ya sea explícito (Escocia) o implícito (Quebec). Ignorar la posibilidad de la ruptura, sobre todo cuando es perseguida por una mayoría rotunda y persistente, no parece políticamente viable ni moralmente razonable, pero eso no implica la conveniencia de regularla; mucho menos cuando se está tan lejos de esa mayoría abrumadora. Más bien parece que hacerlo, colocar en el Estado el letrero de “frágil” al hacer disponible la independencia incentiva la inestabilidad (porque estimula la movilización para alcanzarla) en vez de fundar una convivencia estable.

Si no deseamos facilitar la secesión, entonces ¿cuáles son los criterios normativos mínimos para una solución del problema? ¿Un referéndum de independencia? No parece nada claro que éste sea instrumento adecuado desde el punto de vista de la legitimidad democrática cuando la voluntad de la ciudadanía no solo dista mucho de poder ser monopolizada por una posición, sino que está profundamente dividida sobre el asunto. Un referéndum que no sea capaz de recoger esa pluralidad y atender satisfactoriamente a esa división incurre en una grave tara procedimental. La solución no debe pues orientarse a favorecer la victoria de unos sobre otros sino a garantizar la supervivencia de la especificidad catalana que se reconoce tácitamente en el término “nacionalidad” y, a la vez, asegurar que en su autogobierno también se garantice la voluntad de una mayoría de la sociedad catalana que desea seguir articulándose con la española (razón normativa que, por cierto, impide ignorar al conjunto del ‘demos’ que conforma España en este procedimiento).

La solución al conflicto no debe orientarse a favorecer la victoria de unos sobre otros, sino a garantizar la supervivencia de la especificidad catalana reconocida tácitamente en el término “nacionalidad” y, a la vez, asegurar que en el autogobierno catalán también se garantice la voluntad de una mayoría de la sociedad catalana que desea seguir articulándose con la española

De este modo, cuestiones de justicia y calidad democrática fuerzan a que unos y otros deban pensar cómo incluir a las respectivas minorías e impiden que nadie exija a la otra mayoría lo que no está dispuesto a hacer con la suya. Pero no nos movemos aquí solo en un plano normativo. Es empíricamente contrastable la existencia de un espacio seguramente mayoritario de la ciudadanía catalana donde se comparten demandas de reconocimiento en términos de poder y de emociones. Si se recorre esa vía transaccional, el eje de la confrontación deja de ser una identidad nacional contra otra y pasa más bien a dividir a los partidarios y detractores de llegar a un acuerdo de acomodación multinivel. Un acuerdo no nacionalista pero que sí reconozca la profunda significación moral y política de las identidades nacionales para muchos ciudadanos, sea ante el Estado o ante la Generalitat. Algo así podría entenderse como renovación del pacto constitucional español y de la antes mencionada autodeterminación democrática catalana; y sería susceptible, desde luego, de ser ratificado por voto popular.

No está claro, sin embargo, que esa vía tenga necesariamente que construirse sobre una noción de cosoberanía o plurinacionalidad. Son conceptos innecesariamente explícitos a los que se le puede hacer la misma crítica que a la sentencia constitucional de 2010 antes mencionada. El reconocimiento de la pluralidad cultural y política puede hacerse con formulaciones que eviten, una vez más, vencedores y perdedores en el uso del lenguaje, pues incluso siendo ambiguas suscitarán mucha controversia. Recuérdese, por ejemplo, la enorme dificultad para acuñar y aceptar la idea tan matizada de que “los quebequenses conforman una nación dentro de un Canadá unido”. Un factor a favor es que la integración europea (y los gobiernos locales) puede aquí contribuir a secularizar el vocabulario exorbitante sobre la nación, el pueblo, la soberanía y el Estado.

Cuestiones de eficacia integradora y de posibles procedimientos para la reforma o tratamiento del conflicto

La tercera dimensión sobre la que pedimos reflexión a los autores es la referida a la capacidad integradora de las posibles soluciones, medida tanto por su potencial de atenuar el sentimiento independentista, como de hacerlo sin generar agravios en la mitad de Cataluña y en la inmensa mayoría social de toda España. Para ello, es necesario explorar cuál es la eficacia de los instrumentos disponibles, ya sean institucionales o en forma de políticas públicas. Qué experiencia, propia o en el panorama comparado, tenemos para conseguir mejor acomodación territorial sin que el conjunto renuncie a un funcionamiento “federal”. En este epígrafe desarrollaremos los argumentos de quienes proponen reformas aunque debe señalarse, en parte por lo dicho antes a propósito del diagnóstico, que otras contribuciones advierten que no hay motivo real en las demandas del nacionalismo catalán y, por tanto, aconsejan que es mejor no hacer nada, o más bien afirmar una respuesta basada en el actual marco.

Un punto en el que la experiencia comparada parece dar la razón a esta línea escéptica se refiere al referéndum de independencia que a veces se ha señalado desde el independentismo (y fuera de él) como una forma de desbloqueo al conflicto. Ya se han apuntado antes los problemas normativos de regular un voto popular que pregunte simplificadoramente por la ruptura cuando la sociedad es complejísima y está tan dividida. Pero es que, aparte de los incentivos perversos y las tensiones polarizadoras que podría provocar, los referendos de ruptura tampoco muestran capacidad integradora cuando se celebran y la opción secesionista es rechazada por escaso margen (véase Quebec desde los años ochenta o Escocia en la última década). Desde el punto de vista de la eficacia, resulta ilustrativo interpelar a los independentistas por cuál sería su planteamiento del día siguiente en el caso de que el referéndum que reclaman se celebrase y, como apuntan los sondeos, arrojase la derrota de sus posiciones por poco. Parece útil reiterar esta pregunta y tratar de superar el voto binario como un fin en sí mismo. Porque si ese fuera el caso, más que un instrumento de solución, insistir en el referéndum apuntaría más bien al deseo de establecerlo como derecho o precedente que pueda volver a ser esgrimido y plantear nuevos problemas futuros; tal vez permanentes.

Tampoco resulta disparatado cuando los escépticos advierten de los peligros de reformas que se entiendan como concesiones apaciguadoras que debiliten al Estado o que ahonden en un sistema de relaciones bilaterales entre el centro y la periferia que, de convertirse en regla, supondría asumir una lógica confederal desestabilizadora y muy difícil de gestionar. Eso no significa eliminar algunas pautas bilaterales que ya existen en determinadas competencias que solo tiene Cataluña o alguna otra comunidad autónoma, como el orden público, la lengua propia o un régimen de concierto (caso de Navarra o País Vasco) y donde el ejercicio de un self-rule muy amplio sí aconseja una interlocución directa de Barcelona o Vitoria con Madrid. Pero sí significa evitar que el conjunto funcione basándose en la bilateralidad. Las confederaciones no son eficaces.

Descartados por ineficaces el referéndum de independencia (que no el de reforma del autogobierno) y la bilateralidad, sí hay dos ingredientes de alto potencial integrador que podrían guiar posibles reformas. Por un lado, más presencia de la periferia y más cooperación interterritorial o poder compartido en las instituciones comunes (shared rule). Por el otro, la introducción de determinadas asimetrías adicionales, tasadas y que supongan diferencias, pero no privilegios. En relación con la mayor presencia de las Comunidades Autónomas en las instituciones comunes se ofrecen algunos ejemplos: reforzar o introducir mecanismos propios del “federalismo cooperativo” (crear un Consejo de gobiernos autonómicos, modificar las atribuciones del Senado y cambiar su actual modo de elección provincial), alterar la composición del Tribunal Constitucional, repensar la distribución de competencias en clave multinivel con la UE y los gobiernos locales, o introducir cláusulas opting in/opting out. Todo ello evitando, a la vez, cualquier atisbo de debilitamiento del Estado. Un poder central más compartido es más fuerte. Y la experiencia acredita que se incentiva la adhesión al proyecto cuando se permite gestionar lo propio mientras se cogestiona lo compartido el nivel federal.

Por lo que hace a la asimetría, se trata de una desviación del diseño homogéneo que, por muy matizada que esté, ha de estar bien fundada sobre elementos objetivables y debe ser soportable para los territorios que no se benefician de ella. La idea fuerza es que cualquier asimetría en términos de prerrogativa política (un plus de presencia o poder para un territorio), debe contener también un elemento de deber (un ejercicio de ese poder más compartido dentro del territorio). Si hablamos de instituciones o símbolos, una mayor capacidad de cogobernanza específicamente catalana en el Estado (Tribunal Constitucional o plurilingüismo), debe ir vinculada a una exigencia de mayores equilibrios internos en el uso de símbolos o el diseño del autogobierno (sistema electoral, castellano en los medios públicos, etc.). Y si hablamos de políticas públicas, una atribución competencial asimétrica en determinada materia (por ejemplo, en educación y cultura) sólo podría ser admisible si el ejercicio de la misma se realiza en Cataluña con mayorías reforzadas mientras el resto de Comunidades Autónomas, que deben seguir adaptándose a una fijación más amplia de las bases por parte de las Cortes Generales, pueden seguir gestionando las suyas con arreglo a la mayoría simple.

Hay dos ingredientes que podrían guiar posibles reformas: más poder compartido en las instituciones comunes y la introducción de asimetrías adicionales

En resumen, y en la línea transaccional ya apuntada al hablar de la dimensión normativa, puede tal vez justificarse una mayor presencia del hecho nacional catalán en el Estado de forma simultánea a una mayor presencia del hecho nacional español en la Generalitat. Por supuesto, ese camino implica profundas discrepancias y dificultades políticas, que se comentan enseguida, pero aquí corresponde apuntar su eficacia potencialmente alta para los fines de encaje multinivel de los sentimientos nacionales. Un funcionamiento del Estado menos mayoritario a cambio de una Cataluña más consociacional no parece, a priori, un mal camino para canalizar las actuales demandas secesionistas y antisecesionistas.

Cuestiones de viabilidad política o de superación de obstáculos políticos a la reforma

El actual panorama político de Cataluña y del conjunto de España, polarizado en gran parte como consecuencia del propio conflicto independentista, no parece terreno abonado para reformas ambiciosas. Desde luego, los autores son muy poco optimistas sobre el corto plazo y sobre la audacia de las mismas (en forma, por ejemplo, de reforma de la Constitución) pero hay algunas reflexiones muy útiles también en este sentido. El mismo hecho de que la crisis territorial haya provocado tantas disfuncionalidades a la política catalana y española es también una muestra importante de lo interesante que podría ser iniciar una senda de solución, aunque sea lenta y gradual, para los actores menos radicales. Algunos actores que ahora mismo aparecen como muy refractarios a dialogar (identificables con el centro-derecha catalán y español) podrían llegar a la conclusión, por otro lado muy evidente, de que la situación actual les quita influencia política y les aleja del acceso al poder por reducir su panoplia de alianzas cuando se auto-descarta el pacto con quienes han sido socios legislativos o de gobernabilidad preferentes desde la Transición hasta 2012.

Desde esa lectura, no parece imposible que el pragmatismo permita levantar vetos al diálogo. Lo hicieron ya antes fuerzas conservadoras en Italia y en Bélgica que formaron coaliciones con partidos independentistas. Si el horizonte incluye aumentar el poder de cada uno en el otro nivel (más poder catalán en el Estado, pero más poder español en la Generalitat) también puede ser presentado en términos electorales positivos a una opinión pública en general muy sensible por la cuestión tras años de relato victimista al describir el nacionalismo español o de sensación de agresión al describir el catalán. El diálogo, eso sí, ha de ser realista en la medición de las fuerzas propias y ajenas. Y así, por ejemplo, un referéndum de secesión (que ya se ha presentado como no demasiado democrático ni eficaz) resulta además inviable pues, tras los estragos del procés, hoy solo lo apoyan partidos que representan menos del 25% del electorado español y en el entorno del 60% del catalán.

Hay caminos sin ninguna viabilidad de ser recorridos, pero sí hay incentivos para que los partidos quieran recorrer otros. Tal vez, y este es un problema que abordar con carácter previo, hay miedo a la falta de garantías de que el resultado de la transacción vaya a ser luego respetado con lealtad. Un compromiso indefinido por el Estado plural y compuesto, con mecanismos institucionales de cierre (y no meras proclamas retóricas) que impidan la recentralización o nuevas acometidas secesionistas ha de formar parte del proceso. Los actores deben sentirse seguros y, al fin y al cabo, ese es el sentido que tienen las mayorías exigidas para acometer la reforma del Estatut o de la Constitución, que pueden ser leídas en clave negativa (bloqueo) pero también positiva (consenso y comodidad). Por otro lado, no hay nada en la regulación institucional que distinga mucho a España del resto de las democracias liberales compuestas. Pero sí parece que haya una diferencia de confianza. Algo que podría abordarse ensayando arreglos provisionales, modestos, graduales o de asimetría blanda que, acompañados de un cambio en la retórica, generen confianza mutua. También parece útil empezar por aquellos temas de interés que generen más consenso (la reconstrucción económica pospandemia ofrece posibilidades) o impulsando una comisión de expertos que permita enfriar la extrema politización.

La conjugación del carácter discreto que esa negociación requiere con la necesidad de inclusión ciudadana, participación y deliberación pública no resulta tampoco fácil de despejar. Pero, de nuevo, descartar que los representantes políticos decidan una votación popular de ruptura como punto de partida y, en cambio, colocar al final del camino una votación popular sobre una decisión de convivencia pactada entre los representantes puede ser el camino. Con muchos obstáculos. Pero, a nuestro juicio, como camino justo, eficaz y viable para pasar del conflicto al diálogo; tal y como proclama el título de este especial.

  • NOTAS

    1 —

    Las cuestiones de diagnóstico del conflicto independentista catalán se asignaron a José María Lasalle, Ignacio Molina y Juan Rodríguez-Teruel. La dimensión de la legitimidad democrática de las posibles soluciones a Manuel Arias Maldonado, Daniel Innerarity, Ramón Máiz e Ignacio Sánchez-Cuenca. La eficacia integradora de las propuestas para el tratamiento del conflicto es lo que se pidió analizar a Eliseo Aja, Josep María Castellà y Nuria González Campañá, César Colino y Angus Hombrado y Lucia Payero. Finalmente, las cuestiones de viabilidad política quedaron para Juan Claudio de Ramón, Rocío Martinez-Sampere y José Fernández-Albertos y Javier Zarzalejos.

Ignacio Molina

Ignacio Molina

Ignacio Molina es investigador principal del Real Instituto Elcano y profesor en el Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Madrid. Doctor en Ciencia Política por esta misma universidad, ha sido investigador visitante en el Trinity College de Dublín, en Harvard y en Oxford. Ha impartido seminarios o clases de posgrado en más de 30 centros académicos o institutos de análisis y ha participado en una veintena de proyectos de investigación nacionales o internacionales. Como experto y consultor, ha colaborado con el Parlamento Europeo, la Comisión Europea, el Consejo de Estado, el Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación, el INAP o la Fundación Bertelsmann. Sus áreas de interés son el estudio de la política exterior y europea de España, el futuro de la Unión Europea, la europeización del sistema político español, el análisis de la capacidad institucional del Estado y la calidad de gobierno en España. Tiene varias decenas de publicaciones incluyendo libros, capítulos y artículos en revistas especializadas.


César Colino

César Colino

César Colino es politólogo y profesor del Departamento de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Nacional de Educación a distancia (UNED). Actualmente también es co-editor de la Revista Española de Ciencia Política, editor de Agenda Pública y miembro del consejo editorial de otras revistas internacionales. Ha sido integrante del Board Research Commitee on Comparative Federalism and Multilevel Governance (RC28) de la Asociación Internacional de Ciencia Política. Sus publicaciones giran alrededor de las políticas públicas y las administraciones comparadas; las políticas de medio ambiente y de bienestar; la europeización de los sistemas nacionales y los gobiernos regionales; la democracia y la participación ciudadana de ámbito local, el federalismo comparado, especialmente la gestión de la diversidad, las relaciones intergubernamentales, los legados históricos, la reforma constitucional de las federaciones, el federalismo fiscal y los efectos de la crisis actual en los sistemas federales, especialmente en los casos español, alemán y canadiense. Ha sido investigador invitado en numerosas universidades de Alemania, Francia y Reino Unido.