El pasado 27 de noviembre de 2020 el pleno del Parlamento Europeo rechazó de forma abrumadora una enmienda presentada por la eurodiputada de ERC (Grupo de los Verdes) al Informe bianual sobre la situación de los Derechos Humanos en la Unión Europea en la que se pedía el reconocimiento del derecho a libre autodeterminación de “todos los pueblos de la Unión”. La enmienda que pedía un pronunciamiento de la Cámara sobre este tema fue rechazada por 487 votos en contra, 170 votos a favor y 37 abstenciones.

Con ser interesante cuántos votaron en contra, no menos interesante es saber quiénes votaron a favor. Estos fueron los diputados de la extrema izquierda europea, el grupo de los Verdes y la extrema derecha identitaria, a saber, la delegación italiana de diputados del grupo “Identidad y Democracia”, bajo el liderazgo de Mateo Salvini y los miembros del “Movimiento 5 Estrellas”.

Es relevante constatar que, a la luz de estos datos, la reivindicación del derecho de autodeterminación se encuentra en manos de la extrema izquierda y de segmentos amplios de la extrema derecha identitaria, con un añadido verde de significado impreciso. Se trata, por tanto, de una reivindicación alejada de la amplia centralidad europea, con inequívocas connotaciones desestabilizadoras para el proceso de integración, que en ningún caso puede reconducirse a una cuestión de derechos humanos.

No sólo se trata de que las democracias de cabecera en la Unión sean “democracias militantes” que exigen adhesión positiva a los elementos de sus respectivas Constituciones definidos como intangibles. Es que la realidad de lo que podría asimilarse a la práctica de ese derecho contradice las supuestas ventajas de su ejercicio para la resolución de conflictos nacionalistas.

El referéndum como vehículo de la autodeterminación

Por un lado, el referéndum, el instrumento que es el vehículo de la autodeterminación, sufre un amplio y extendido descrédito. La manipulación populista a la que se presta por su naturaleza binaria lo aleja de ese pretendido carácter de decisión racional sobre un asunto de especial trascendencia como éste. Sus efectos divisivos en la sociedad que recurre a esta institución, tradicionalmente llamada de democracia directa, son visibles. Y su supuesta eficacia para resolver de una vez por todas conflictos territoriales aparentemente intratables tiene mucho de espejismo.

Se suele subrayar –y con razón– la asimetría de los efectos de los plebiscitos de autodeterminación. Mientras que el eventual triunfo del “sí” supone el fin de la discusión porque la independencia se hace irreversible, la victoria del “no”, es decir el mantenimiento de la integridad territorial del Estado, no clausura la polémica porque se entiende que, una vez que el derecho de autodeterminación es reconocido, este no se agota en su ejercicio, sino que se confirma. De este modo, mientras para los no secesionistas que, sin embargo, pueden admitir una consulta en determinadas condiciones, se trata de un acto de decisión, para los nacionalistas, ese reconocimiento tiene naturaleza normativa y está siempre listo para ser ejercido hasta que se cumpla el objetivo para el que se reclama.

Así ha ocurrido en Canadá, aunque conviene precisar que el famoso dictamen del Tribunal Supremo canadiense que habilitó la celebración del referéndum de secesión en Quebec rechazó de manera concluyente que la Provincia francófona fuera titular del derecho de autodeterminación. No era la autodeterminación como un derecho inexistente en Canadá sino el principio democrático el que legitimaba la consulta quebequesa en los términos y con las limitaciones que el propio Tribunal establecía en su dictamen, entre ellos la precisión esencial de que un resultado favorable –que los secesionistas no obtuvieron– no implicaría por sí mismo la secesión de Quebec sino que tenía como efecto únicamente comprometer al Gobierno federal a emprender una negociación “de buena fe” sobre los términos en que esa secesión podría llevarse a cabo.

Tampoco en Escocia el referéndum sobre la independencia celebrado el 18 de septiembre de 2014 ha saldado la cuestión. Sigue sobre la mesa una exigencia renovada por los nacionalistas escoceses de una nueva consulta, aunque parezca descartada la eventualidad de una iniciativa unilateral del secesionismo escocés en desafío de la legalidad constitucional británica y de la competencia soberana del Parlamento de Westminster.

Como conclusión inicial, no es posible sostener que la autodeterminación sea un derecho humano en el ámbito de la Unión Europea donde no existen casos de discriminación sistemática de una parte de la población, ni hay situaciones coloniales, si se exceptúa la situación de Gibraltar bajo dominio británico respecto a la cual las Naciones Unidas han reiterado que la vía para la descolonización del territorio no es la autodeterminación sino la reintegración del territorio a la soberanía española. En ese sentido, el reciente y concluyente pronunciamiento del Parlamento Europeo es una expresión inequívoca de una pretensión sin audiencia.

El instrumento del referèndum sufre un amplio descrédito. La manipulación populista a la que se presta por su naturaleza binaria lo aleja del pretendido carácter de decisión racional sobre un asunto de especial trascendencia

Pero tampoco puede alegarse que estamos en presencia de una reivindicación pretendidamente transversal. En torno al derecho de autodeterminación se alinean en Europa la izquierda populista radical y la extrema derecha identitaria, lo que da un indicio sólido de que se trata de un recurso –la autodeterminación– a la que estas tendencias netamente antieuropeas atribuyen, con razón, un gran potencial desestabilizador del proceso de integración europea hacia el que comparten rechazo.

Finalmente, la práctica de este derecho tampoco avala ese argumento tan cultivado según el cual un referéndum resuelve un conflicto territorial en términos democráticos. Esta versión “funcional” de la autodeterminación sin duda inspira a buena parte de los que se declaran partidarios de un referéndum territorial en Cataluña y al mismo tiempo anticipan su posición contraria a la independencia de esta comunidad.

Polarización y división interna

No hay ningún precedente que apoye ese supuesto efecto balsámico de un plebiscito de autodeterminación. Más bien puede sostenerse que se trata de un proceso divisivo, binario y simplificador, que inevitablemente fuerza la polarización y ahonda la ruptura interna del cuerpo político en el que la expectativa de secesión sustituye el sentido integrador de la política democrática y sus instituciones representativas. Una sociedad en la que a duras penas coexisten dos proyectos políticos radicalmente incompatibles parece condenada a la peor cosecha. Dicho de otro modo, la expectativa de que nos podemos separar priva de sentido al esfuerzo de vivir juntos.

Precisamente el factor que ha permanecido constante es la polarización, la división interna de la sociedad catalana que parece condenarla a un largo periodo de empobrecimiento cívico. La ruptura interna de Cataluña es el efecto más visible y el que con seguridad cabía esperar del procés.

Es, al mismo tiempo, el efecto que menos importaba a quien los patrocinaron, lo impulsaron y lo consumaron. Todavía hoy, la historia reciente se quiere reescribir en términos de épica nacionalista en vez de reconocer lo que ha sido: una catástrofe social y política.

Cataluña tiene muchas facetas, es cierto. Pero la independencia actuando como parteaguas de la sociedad catalana ha solidificado las posiciones y actitudes que antes ofrecían un apreciable grado de fluidez. Y ese retrato no es nada positivo.

En octubre de 2019, los profesores Josep María Oller, Albert Salamanca y Adolf Tobeña hicieron público un estudio titulado en inglés “Pathways and legacies of the secessionist push in Catalonia” que constituye un esclarecedor e inquietante descenso a la realidad política y social catalana. El estudio constata la polarización y el “atrincheramiento” de las posiciones en torno al cleavage independencia/España (“unionismo” lo denominan los autores). Una polarización que según se desprende de los datos analizados tiene lugar a partir de 2010 y que alcanza su punto más alto en 2012.

Hay dos conclusiones que tienen un significado de extraordinario valor. Por un lado, los autores sostienen que los datos “contradicen la descripción habitual del gran aumento del secesionismo como una reacción de ira contra el “profundo agravio” de la sentencia del Tribunal Constitucional que modificó determinados artículos del Estatuto de autonomía que había votado una minoría de ciudadanos”.

Por el contrario, sostienen, “mucho más decisivo resultó, el periodo hasta las elecciones autonómicas del 25 de noviembre de 2012. En efecto, estas elecciones marcaron el punto de partida definitivo de la ola secesionista cuando el presidente catalán en ese momento, Artur Mas, encabezando un partido nacionalista moderado, perdió la mayoría en el parlamento autónomo. Desde ese momento, la mayoría parlamentaria dependió de una variedad de fuerzas secesionistas y el Gobierno optó por la secesión de España como estrategia dominante”.

La cuestión etnolingüística

Hay una segunda conclusión tan importante o más que la anterior que merece también destacarse. Siguiendo las tesis de Thomas Jeffrey Miley, quien había negado la consideración de la apuesta soberanista catalana como una forma de “nacionalismo cívico”, los autores de este estudio subrayan que el factor etnolingüístico es determinante en el alineamiento independentista, de modo que “los apresurados intentos de disfrazar la realidad que sostenían que tanto los encendidos discursos como la acción política de todas las fuerzas secesionistas han sido siempre incluyentes, no pueden ocultar la fuerte segmentación de las preferencias de los ciudadanos según la división que establece la frontera etnolingüística”.

Esta es una realidad, incómoda para muchos oídos del nacionalismo, pero que también una parte del propio nacionalismo confirma cuando, como ocurre con determinadas declaraciones de ERC, afirman que la independencia no es posible si la mitad de los catalanes la rechazan. Algo más que la mitad. La independencia nunca ha sido una opción mayoritaria y ha sido necesaria una abstención histórica como la de las pasadas elecciones del 14 de febrero para que las fuerzas declaradamente independentistas sumen una ligera mayoría de votos; mayoría de votos en términos relativos que apenas alcanza al 28% del censo electoral. Más aun, ni siquiera puede sostenerse que los votos a fuerzas declaradamente independentistas se correspondan íntegramente con esa misma opción en torno al debate sobre la independencia.

La búsqueda de un independentismo no nacionalista es el oxímoron con el que una parte del soberanismo de izquierda quiere formular un mensaje presuntamente cívico que supere la frontera etnolingüística que define de manera absolutamente mayoritaria a los partidarios de la secesión. Y si buscan independentistas no nacionalistas, de esos que votarían “sí” en un referéndum vistiendo la camiseta de la selección española, es porque el soberanismo es consciente de esa carencia decisiva. Pero también sabe que no es la única. Mientras el perfil dominante del independentista sea un ciudadano catalán de origen, cuya lengua de uso familiar y social sea exclusivamente el catalán, viva en la burbuja cultural e informativa de los medios autonómicos oficiales o subvencionados y se sitúe en los segmentos de renta medio-alto y altos, la independencia podrá contar con los dos millones que, mil arriba o mil abajo, se han apuntado a todas las escenificaciones, procesos participativos o refrendos ilegales a los que se les ha convocado.

Por eso, frente al atrincheramiento del nacionalismo rural de Waterloo, hay otro nacionalismo que propone librar la batalla de la independencia por la izquierda para que no sea cosa de ricos insolidarios. Ese es el engarce de ERC con el Partido Socialista y el valor añadido que buscan los republicanos. Pero que el independentismo busque una alternativa a sí mismo no es otra cosa que dar vueltas sobre el mismo error.

El independentismo ha sido una peligrosa ensoñación, sí, pero con efectos negativos muy reales. La cosecha de frustración está todavía por recoger. “De la mano del independentismo, Cataluña se ha lanzado insensatamente al precipicio” afirmaba el columnista de La Vanguardia, Antoni Puigverd, quien hablaba de una “salida coherente con la tradición catalanista que busca, desde siempre, hacer compatible la pervivencia de la cultura catalana y del eje económico barcelonés con la visión inclusiva y abierta de España (una España que se refleja en una Constitución redactada por dos catalanistas)”. Una profunda sensación de fracaso se ha asentado en la conciencia de buena parte de la sociedad catalana. Determinadas inercias históricas y culturales parecen conducir siempre a que esa sensación se evacúe como victimismo, siempre en busca del adversario insensible, impositivo y uniformador que busca el fracaso de Cataluña. De cómo Cataluña sea capaz de transformar esa frustración en algo distinto de la melancolía nacionalista y de cómo decida transformar la frustración, dependerá gran parte del futuro de España cuando tenemos que afrontar retos colectivos formidables.

La búsqueda de un independentismo no nacionalista es el oxímoron con el que una parte del soberanismo de izquierdas quiere formular un mensaje cívico que supere la frontera etnolingüística que define de forma mayoritaria a los partidarios de la secesión

Guste o no, si la opción es la ruptura, antes se rompe Cataluña que España. Es lo que ha pasado en un proceso de división interna que se ha reproducido en el seno del propio nacionalismo como demuestra la fragmentación de su oferta electoral. El nacionalismo sigue viviendo esencialmente en los mismos supuestos de la construcción nacional como se entendía en el siglo XIX. Pero ya no estamos ahí. La experiencia democrática española y el proceso de integración europea son factores estructurales de nuestro orden político-jurídico que no pueden ser respondidos desde el nacionalismo con una pulsión de rauxa rupturista abocada a instalar a Cataluña en el fracaso y la frustración. A partir de la necesidad de reconstruir la convivencia, los ejes económicos, y una diversidad que la Constitución nunca asumió como destructiva de la unidad sino como fundamento esencial del marco de convivencia, será posible una reconsideración, ciertamente con buenas dosis de catarsis, de en qué consiste la identidad de Cataluña (si es que la identidad puede predicarse sin referencia a las personas) y si esta lleva a sus defensores declarados a un juego de suma cero, ya sea lingüístico, cultural o electoral, contra los que según aquellos amenazarían la continuidad de esa identidad.

La pluralidad y el reconocimiento de la diferencia

En general, el nacionalismo identitario tiene un serio problema con la pluralidad. La pluralidad es una fuente permanente de frustración para los que se niegan o son incapaces de reconocerla. Como suele ocurrir con las comunidades dominadas por la disciplina identitaria, el nacionalismo exige hacia afuera (el respeto a la diversidad, el reconocimiento de la diferencia) lo que niega, o difícilmente acepta, hacia adentro. La política lingüística en una comunidad esencialmente diglósica en la que el uso habitual del catalán y el castellano se reparten en la población –con clara ventaja del castellano, es cierto– con un segmento de hablantes nada despreciable que indistintamente utilizan una u otra lengua, es, tal vez, el ejemplo más claro de esta disociación entre una realidad social plural frente a una estructura política en la que sigue dominando la pretensión de hegemonía cultural y social de un nacionalismo devenido en independentismo, es decir decidido a promover su programa de máximos.

En la medida en que la realidad social se resista a esa suerte de asimilación, la frustración del nacionalismo crecerá y esa frustración puede generar niveles de tensión y de presión que, a su vez, reforzarán la polarización. Una suerte de círculo vicioso que se alienta de las “no soluciones” que cuentan con un amplio repertorio: desde la afectada nostalgia de un lejano austracismo que idealiza la posición de Cataluña en la monarquía hispánica, hasta un cierto arbitrismo de operaciones de ingeniería constitucional de viabilidad dudosa que recuerdan a la frustrada negociación en Canadá para reconocer a Quebec como “sociedad diferenciada” porque, como ha observado agudamente el profesor José María Castellá, estos acuerdos de singularización son propios de los periodos constituyentes, pero difícilmente se incorporan después al marco constitucional de un Estado compuesto donde se ha consolidado un reparto territorial del poder en una cuantía tan significativa como el caso de España.

Un cambio de dinámica

De lo que debería haber pocas dudas, a mi juicio, es de que la solución –si es que existe “la” solución– deberá venir de un cambio en la dinámica política catalana. Un cambio que aliente una solución –o el comienzo de ella– desde dentro de la sociedad catalana y que, desde luego, no pasa por primar a los principales actores de la polarización sino a los que estén dispuestos a jugar en el marco de convivencia común, incluida la posibilidad de su modificación. Estamos hablando de compromisos que serán parciales, de negociaciones inevitables, complejas pero necesarias que sólo pueden abordarse desde el compromiso con el estado de derecho y que tienen que ser en primer término, entendimientos en el seno de la sociedad catalana en su sentido más amplio, también el cultural y el económico. Mientras el territorio central, que es en el que se generan las soluciones, no vuelva a aparecer en la sociedad catalana imponiéndose a la polarización, al maximalismo y a elogio de comportamientos inconstitucionales, la melancolía orteguiana, esa que acompaña a los esfuerzos baldíos, seguirá definiendo este periodo de antipolítica.

La situación en Cataluña se encuentra congelada en el peor momento de su historia reciente. El 1 de octubre de 2017 se presenta como una cima de la que el independentismo no piensa apearse, incorporando aquella votación como una fuente de legitimidad no sólo ajena sino enfrentada al marco constitucional.

El independentismo ha quedado atrapado en la ensoñación del 1 de octubre y en la servidumbre que le impone el destino de sus líderes, ya sea este la cárcel o la fuga. El socialismo se encuentra no menos condicionado por los compromisos que lo sostienen en el Gobierno y por sus propias ensoñaciones que han llevado a un sector nada desdeñable del PSC a jugar con la idea de una consulta de autodeterminación bajo diferentes formas. El centro derecha no nacionalista se debilita aún más entre la desmovilización de su electorado. Por su parte, la irrupción de la derecha alternativa e identitaria en el escenario catalán añade a éste un nacionalismo español que esconde, tras su aparente fuerza emergente, los límites de ese llamamiento a la recuperación de un esencialismo de signo contrario que, según su candidato, llega al Parlamento Cataluña para “acabar con el estado de autonomías”. En Cataluña hay demasiados beneficiarios de la polarización como para pensar que esta puede acabar en un futuro previsible.

Más que jugar al ejercicio de idear soluciones teóricas –lo que siempre tiene un componente voluntarista– habría que empezar por definir las condiciones en las que puede reanudarse esa conversación destruida, si es que queremos ir más allá de la conllevanciza con intermitentes periodos de desestabilización. Porque en Cataluña ha dejado de existir toda realidad reconocible de espacio público tal como se tiene que entender en una sociedad democrática pluralista. La polarización, la unilateralidad en las acciones y actitudes del nacionalismo, la desfiguración y la falta de pluralismo y neutralidad de los medios públicos de comunicación y la servidumbre partidista a la que se encuentra sometido, salvo excepciones, el cuadro institucional da cuenta de esta destrucción a la que se une la inhibición de la sociedad civil acostumbrada a una relación de dependencia del poder político, unas veces simbiótica, otras parasitaria. Sin modificar estas condiciones, estas premisas de una conversación colectiva que tenga sentido, no es posible alentar expectativas.

La quiebra interna de la sociedad catalana se ha disfrazado de conflicto entre los catalanes y España, cuando se trata, en primer término, de un desencuentro radical entre catalanes. Unas elecciones como las del 14 de febrero podrían sugerir que el nacionalismo tal vez pueda albergar esperanzas de que esa ruptura se resuelva con el desistimiento de sus adversarios. Otros, tal vez, crean que llegados a este punto el deterioro social y económico daría un baño de realidad catártico. Ambas hipótesis tienen mucho de espejismo y, en cualquier caso, serían indeseables de puramente desastrosas.

Un nacionalismo esencialmente anclado en las aspiraciones independentistas y una idea decimonónica de nación de matriz etnolingüística, difícilmente puede erigirse en interlocutor para un Estado constitucional del siglo XXI, sin aceptar sus transformaciones estructurales de orden jurídico y cultural y un proceso de integración europea institucionalizado. En unas de sus visitas a España, tuve la oportunidad de conversar con Stephan Dion, el político canadiense padre de la llamada “ley de la claridad”. Le pregunté directamente cuál era a su juicio la diferencia a este respecto entre Cataluña y Quebec, o más bien entre España y Canadá. Su respuesta fue igualmente directa y concluyente: “el artículo 2 de la Constitución y la Unión Europea”.

Javier Zarzalejos

Javier Zarzalejos Nieto es jurista y político vasco. Licenciado en Derecho por la Universidad de Deusto, ha desarrollado su carrera como alto funcionario. Actualmente es director de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), un think tank vinculado al Partido Popular. Durante el periodo 1996-2004, fue Secretario General de la Presidencia del Gobierno español: en 1999, fue uno de los encargados de iniciar las conversaciones con ETA en la ciudad de Zurich. También ha ejercido de subdirector general de Difusión Informativa del Ministerio del portavoz del Gobierno, secretario adjunto del Consejo Hispano-estadounidense del Ministerio de Asuntos Exteriores y consejero de Información de la Embajada de España en el Reino Unido. Zarzalejos dirige la revista Cuadernos de Pensamiento Político, editada por la FAES, donde ha escrito varios artículos sobre el fin de ETA, las alternativas al cambio en el País Vasco, la identidad y la política en España o el populismo y el nacionalismo radical. En las últimas elecciones al Parlamento Europeo, fue elegido eurodiputado español dentro del bloque del Partido Popular Europeo (PPE).