Cuando el mundo se está derrumbando es difícil ocuparse de otra cosa. Las otras cuestiones, incluso aquellas que hace tan sólo unos meses nos parecían de vital importancia, y sin duda lo son (importantes, seguro que sí, no sé vitales), y de las que nos pasábamos hablando todo el día, se desplazan, como mínimo, a un segundo plano. Se alejan de nuestra memoria y parecen envueltas por una niebla, por un aire de irrealidad. Todo esto me lleva a dos consideraciones. La primera, es que puede que no nos fuera la vida en ello. Es decir, la situación, en cuanto al conflicto entre Catalunya y España, por triste, delicada e indignante que fuera, no era, por así decirlo, similar a la de los campos de refugiados sirios de la isla de Lesbos. La segunda es que, a pesar de todo, el problema subsiste. Cuando nos despertemos, el dinosaurio seguirá allí. Aunque no sé, francamente, si cuando la pesadilla que ahora amenaza nuestra vida haya pasado, desde la memoria, la veremos con mayor o menor grado de irrealidad del que ahora sentimos al recordar los episodios más recientes por los que ha pasado la vida política de este país. En todo caso, esta es la situación ambiental en la que se escriben estas notas. Resulta difícil no pensar que, ahora mismo, tanto su autor como probablemente los posibles lectores, tenemos la cabeza en otras cosas.

Los antecedentes más cercanos del conflicto

En el breve guion que nos han hecho llegar los coordinadores de estos textos, nos piden nuestra visión sobre el origen del conflicto. Muy brevemente, trataré de empezar por este punto, que en parte me servirá para estructurar el resto de comentarios. En mi opinión, deberíamos distinguir entre el origen remoto, el origen cercano y el origen inmediato

El origen remoto es, de hecho, lo que explica el surgimiento del catalanismo político, cuyo objetivo básico siempre ha sido alcanzar el poder político necesario para hacer frente a las necesidades de la sociedad catalana. Es decir, el origen remoto del conflicto es la contradicción entre los problemas que tenía (y tiene) la sociedad catalana y la falta de adecuación (cuando no la hostilidad) del Estado a la hora de encararlos. Este origen es anterior al surgimiento del catalanismo como proyecto político, lo que no se produce hasta el último tercio del siglo diecinueve. Es decir, cuando el problema, que había surgido décadas o un siglo antes, había experimentado el proceso de maduración que necesitan todos los fenómenos socioeconómicos antes de transformarse en una cuestión política relevante.

El origen cercano es la progresiva erosión del pacto constitucional. Desde mi punto de vista, el pacto constitucional significó la expresión de la voluntad política de una parte ampliamente mayoritaria tanto de la sociedad catalana, como de la sociedad española, de encontrar una salida viable, razonable y duradera al conflicto entre Catalunya y España. Algunos de los elementos del pacto quedaron desvirtuados muy rápidamente, como la distinción, políticamente esencial, entre nacionalidad y región. Otros se fueron debilitando progresivamente, hasta que, en la realidad, se acabó imponiendo una revisión involutiva de la Constitución. En estos momentos, con respecto al tema fundamental del modelo territorial (y me temo que, también, en cuanto algún otro especialmente importante), podemos hablar de un auténtico agotamiento, si no fracaso, del pacto constitucional. ¿Cómo cabría calificar si no el hecho de que una Constitución que, en este punto, tenía el propósito básico y fundamental de encontrar una salida al problema de la integración de los ‘nacionalismos periféricos’ en España, haya acabado llevando al punto más crítico de este conflicto, en el caso de Catalunya, y no haya contado nunca con un apoyo mayoritario en Euskadi? El hecho es que, hoy por hoy, la CE, en lugar de ser el instrumento político para solucionar el conflicto, se ha acabado convirtiendo en la bandera del nacionalismo español más cerrado y en un pretexto jurídico, cuando conviene, para no encontrar una salida legal a un conflicto político.

El origen inmediato, el detonante de la crisis política, es la Sentencia del Tribunal Constitucional (STC) del año 2010 sobre el Estatuto de Autonomía de Catalunya (EAC) del año 2006. Con todas sus imperfecciones, y por tortuoso, y desafortunado en algunos aspectos, que fuera el camino que condujo a su aprobación, el EAC era el pacto de autogobierno de Catalunya dentro de España, acordado entre el Parlamento de Catalunya y las Cortes Generales, la institución donde reside la soberanía del pueblo español. El EAC no era un proyecto político de separación de Catalunya de España, sino de integración de Catalunya dentro de España. Ahora bien, en el momento en que el TC, el máximo oráculo de la Constitución, determinó que las aspiraciones al autogobierno expresadas en el EAC (aspiraciones rebajadas, por cierto, después de haber pasado por el Parlamento español) no cabían en la Constitución, no es de extrañar que sectores importantes de la sociedad catalana llegaran a la conclusión de que Catalunya sólo podría alcanzar fuera de España los niveles de autogobierno a los que aspira la mayoría de la sociedad.

La Sentencia del Tribunal Constitucional fue el detonante de la crisis actual, pero los factores que nos han llevado a este punto ya estaban aquí. Las corrientes de fondo que la explican se habían ido generando hacía tiempo y seguramente, si no hubiera sido éste, el detonante habría sido otro. Sin embargo, es evidente que la STC abrió la puerta a un terreno desconocido, en el que todavía estamos. Resulta enternecedor ver como algunas fuerzas políticas (no algunas cualquiera, las más importantes de España) continúan afirmando la vigencia y la fuerza del pacto constitucional, como si aquí no pasara nada, y se niegan rotundamente a hablar de su reforma. Por lo que se refiere al modelo territorial, a la integración de Catalunya y Euskadi dentro de España, la CE es inservible. Y aquí sí que la STC juega un papel importante. El EAC es una ley, ciertamente, pero es también y, sobre todo, un pacto político. Es el pacto político de autogobierno de Catalunya dentro de España. Después de la STC la Ley continuó vigente, por supuesto, pero el pacto político saltó por los aires, por la sencilla razón de que no hay pacto si una de las dos partes no lo acepta. Esto es lo que quería la CE, por otra parte, cuando establecía un complejo mecanismo de triple aprobación (primero el Parlamento, después las Cortes Generales, y finalmente los ciudadanos de la CA en referéndum) para asegurar que el EAC sería necesariamente fruto de un pacto. Catalunya no podría imponer su EAC a España (porque después lo deberían aprobar las Cortes), pero España tampoco podría imponer un EAC a Catalunya (porque a los ciudadanos siempre les quedaría la opción de rechazarlo en referéndum). Esta es la esencia de la concepción constitucional: el EAC debe ser pactado, no puede ser impuesto. Esta cuestión esencial fue ignorada por el TC, al que los árboles no le dejaron ver el bosque, y que, al invalidar determinados preceptos del EAC, dinamitaba el pacto en que este se sustentaba, e incumplía, por tanto, de manera flagrante con lo esencial del mandato constitucional. Creo que, en general, no somos del todo conscientes de que, a partir de la STC, Catalunya vive en un estado de excepción autonómico, y que no hay reglas del juego que regulen el autogobierno de Catalunya dentro de España, en la medida en que estas reglas, para ser legítimas y eficaces, deben ser aceptadas por las dos partes. Desde entonces, la autonomía de Catalunya, y de eso sí creo que hay conciencia, está instalada en la pura provisionalidad.

Nos hallamos al mismo tiempo al final de un ciclo del catalanismo político y de un ciclo constitucional. El final de un ciclo del catalanismo político, porque ha cambiado de manera esencial su agenda básica. Durante más de un siglo, la corriente central del catalanismo compartía dos objetivos fundamentales: el autogobierno y encabezar la transformación del Estado español. Para su sector hoy mayoritario, el independentismo, el objetivo de situarse al frente de la transformación del Estado español ha desaparecido, y el objetivo del autogobierno dentro de España ha dado paso al de la independencia. Aparentemente no hay niveles intermedios, o no se conocen los contenidos. Y también estamos al final de un ciclo constitucional. Sus defensores dirán que la CE está plenamente vigente y que hay que cerrar filas. Pero se trata de una proclamación ritual, expresión de una posición defensiva, de atrincheramiento, que no tiene la ambición de crear nuevos consensos para mirar hacia adelante, sino el propósito estrictamente defensivo de mantener el statu quo. El hecho es que la CE se ha ido convirtiendo cada vez más en una carcasa vacía cuyos elementos esenciales están en quiebra: el modelo territorial, la monarquía, la justicia y las fuerzas de seguridad. España está en camino de caer de nuevo en la fatalidad de sus ciclos constitucionales: primero, entusiasmo constitucional y promesas de, esta vez sí, vamos a hacer las cosas bien; enseguida, progresiva incapacidad para adaptar la Constitución a los cambios sociales y a las nuevas realidades políticas y de reformarla, básicamente por debilidad, falta de confianza y olvido del espíritu en que se fundamentaba (en resumen, pérdida del impulso transformador de la Constitución); a continuación, pérdida de legitimidad, la adhesión apasionada de antes se va convirtiendo poco a poco en aceptación resignada; al mismo tiempo, creciente pudrimiento de las instituciones, que son colonizadas, por otra parte, por los intereses más directamente partidistas; ya en la penúltima etapa, cierre de filas del establishment y atrincheramiento detrás de la Constitucion y de sus símbolos más significados; y, al final, ola imparable de rechazo y ‘momento revolucionario’ que conduce al derrumbe institucional y a volver a empezar el ciclo.

Nos hallamos, al mismo tiempo, al final de un ciclo del catalanismo político y de un ciclo constitucional; la Constitució se ha ido convirtiendo cada vez más en una carcasa vacía cuyos elementos esenciales están en quiebra

Esta es la historia de España. Sólo hay que echar un poco la vista atrás. Es como una maldición, porque significa empezar de cero cada varios años, y porque el momento de la transición (el ‘momento revolucionario’) suele tener unos costes humanos, sociales y económicos muy considerables. Personalmente, admiro a los países que se caracterizan por la continuidad institucional. Para entendernos, países donde desde hace más de doscientos años saben que se elige el presidente «el primer martes después del primer lunes…». Pero esto significa reformar. Cambiar la Constitución para no tener que cambiar de Constitución cada treinta, cuarenta o cincuenta años (y muy a menudo, con una vuelta a la tortilla). Mantener el impulso reformista para incorporar a la Constitución los nuevos problemas (los de las nuevas generaciones) y para no olvidar los compromisos aún pendientes. Quiere decir, en definitiva, tener la inquietud constante de renovar el pacto constitucional, para que este siga teniendo una aceptación ampliamente mayoritaria de la sociedad.

Construir un nuevo consenso catalanista

Hasta aquí, algunos de los elementos que explican el momento actual del conflicto Catalunya-España. Ahora quisiera hacer unos comentarios sobre cómo creo que se deberían enfocar las cosas, básicamente desde Catalunya, es decir, pensando en lo que interesa en Catalunya. Si mi primera preocupación fuera España lo que trataría de hacer es reconstruir de arriba a abajo el consenso constitucional, con una Constitución que mirara al futuro y que, con respecto al tema territorial, bien podría inspirarse en el espíritu del pacto constitucional, antes de que éste fuera pervertido por sus intérpretes y por las fuerzas políticas que debían desarrollarlo. Pero mi primera preocupación es Catalunya y, por otra parte, no me parece una buena idea decirle a España lo que tiene que hacer. De modo que hablaré de Catalunya y pensando básicamente en lo que creo que conviene a Catalunya [1]1 — Algunas de las notas que siguen se basan en el texto del autor, “El catalanisme davant la sacsejada de l’independentisme», Catalanisme. 80 mirades (i+), ED Libros, Barcelona, 2018. .

  1. Aunque los tiempos han cambiado y también lo ha hecho el contenido concreto de la agenda básica del catalanismo, en mi opinión sus elementos esenciales siguen plenamente vigentes. Catalunya necesita disponer de unos instrumentos políticos de los que carece para atender las necesidades de la sociedad catalana. De una sociedad caracterizada, como recordaba Vicens Vives, por su voluntad de ser. Es decir, de una sociedad con autoconciencia de serlo; en definitiva, con conciencia nacional. Y añadiré que, por decirlo de la manera más neutra posible, con quien debe dirimir esta cuestión es fundamentalmente con el Estado español. Estos tres elementos continúan del todo vigentes: necesidad de disponer de instrumentos políticos para atender las necesidades de la sociedad catalana; conciencia nacional; el pulso, o la negociación o el conflicto (llámese como se quiera), se plantea con el Estado español. El catalanismo político, como proyecto que establece unos objetivos y una estrategia concretas a partir de estos tres elementos nucleares, tiene pues plena validez. Es decir, el catalanismo entendido como el proyecto político transversal que expresa las aspiraciones nacionales de la sociedad catalana en un determinado momento histórico.

  2. En estos momentos, la prioridad fundamental es reconstruir un gran consenso de país alrededor de unos objetivos compartidos (el qué) y de la estrategia para alcanzarlos (el cómo). Habiendo constatado que su razón de ser sigue vigente, es necesario formular una nueva agenda catalanista que, como lo hizo la anterior, agrupe una amplia mayoría de la sociedad catalana y de las fuerzas políticas que la representan. Está claro que esto no será sencillo. El país está muy fracturado, las desconfianzas son grandes y ahora mismo hay divisiones serias tanto en cuanto a los objetivos nacionales como en cuanto al camino a seguir (por no hablar, evidentemente, de la fractura con aquellos cuyas únicas aspiraciones nacionales son las españolas). Sin embargo, en mi opinión se puede hacer una constatación. Si bien hay una amplia mayoría de la sociedad catalana (tal vez de entre los dos tercios y el 80%, dependiendo de cómo la definamos) que comparte los tres elementos que he definido como razón de ser del catalanismo (es decir, la aspiración al autogobierno y el reconocimiento nacional) y que es muy crítica con las instituciones del Estado (empezando por la de más arriba) y piensa que las reglas del juego entre Catalunya y España se deben reescribir de arriba abajo, hay una mayoría mucho más justa, si es que existe, a favor de la independencia. De lo que se pueden desprender, probablemente, dos conclusiones. Primero, la independencia no puede constituir la agenda básica del catalanismo en una etapa inmediata. Segundo, hay que saber transformar lo que une esta amplia mayoría (que denominaré catalanista) alrededor de lo que no quiere (que es continuar en España como hasta ahora) y de su rechazo a la forma en que el Estado aborda el conflicto con Catalunya (la vía represiva) en una acción política afirmativa, en torno a un objetivo de país: una consulta en la que los ciudadanos de Catalunya se puedan expresar acerca de su vinculación con España. Esto nos conduce a una doble cuestión: quién compone esta mayoría y cómo debe ser esta consulta.

  3. Esta mayoría debe estar compuesta por aquellos que comparten los enunciados básicos de lo que he llamado consenso catalanista. De hecho, es así socialmente, lo que hay que hacer es convertir esa mayoría social en mayoría política. Una mayoría que debe ir más allá del independentismo, de la que deben formar parte tanto los que creen que la única salida es irse de España, como aquellos que piensan que todavía hay soluciones dentro de España (bien sean soluciones generalizables de tipo federal, como soluciones de tipo bilateral). El denominador común que une esta mayoría es la convicción de que, actualmente, Catalunya debe poder expresarse a través de una consulta para decidir su vinculación con España. Obviamente, de este amplio consenso catalanista quedan excluidos los representantes del nacionalismo español en Catalunya. Es decir, aquellas fuerzas políticas cuyo objetivo no es ponerse al servicio de las aspiraciones nacionales de Catalunya, sino destruir, en el peor de los casos, o asimilar, en el más benigno, la nación catalana. En cualquier caso, su desaparición. Esto no quiere decir, está claro, que estas fuerzas deban ser anatemizadas, ni condenadas al ostracismo, ni que no se puedan pactar cosas, pero está claro que no se puede contar con ellas a la hora de forjar este nuevo consenso catalanista y que hay que ser conscientes de a qué lado de la mesa está cada uno, del mismo modo que, en tiempos de la Restauración, el lerrouxismo o los partidos monárquicos, conservador y liberal, no formaban parte del consenso catalanista.

  4. En una etapa inmediata, la consulta se convierte a la vez en el objetivo y el procedimiento. Es el objetivo en torno al cual deben unirse las fuerzas que integren este nuevo consenso catalanista. El objetivo inmediato es la consulta, no la independencia. Pero, a la vez, se trata de un procedimiento, es la vía para decidir cuál debe ser la relación (incluyendo, eventualmente, la separación) entre Catalunya y España. Para entendernos, es el instrumento para determinar esta cuestión, aunque en sí mismo no la resuelve. Propugnar la consulta no da respuesta al punto sustancial de cuál debe ser la relación entre Catalunya y España. Por ello, quisiera hacer tres breves acotaciones sobre esta cuestión. Primero, se debe proponer una consulta no vinculante en los términos previstos en el artículo 92 de la Constitución, que, como mínimo, abre una puerta a esta posibilidad (como reconoció el propio Tribunal Constitucional en la Sentencia de 25 de marzo de 2014). Insistir en un referéndum de autodeterminación es continuar estrellándose contra la pared y poner las cosas muchos fáciles al otro lado. Segundo, en esta consulta también se debe poder votar la opción de la independencia. Cualquier otra cosa sería una estafa y no resolvería nada de cara al futuro. Es decir, estaría viciada de origen. Tercera, sólo ante una consulta de este tipo, bajo la presión de un posible resultado favorable a la independencia, es posible que las instituciones del Estado estuvieran dispuestas a formular una propuesta aceptable para una parte mayoritaria de la sociedad catalana. En tal caso, esta propuesta debería negociarse y someterse a votación, junto con las otras opciones, en la consulta no vinculante.

  5. Para mí, este acuerdo sería o no aceptable según sus contenidos y sus garantías de cumplimiento. En este punto, soy completamente accidentalista. Independencia, ¿sí o no? Depende de la alternativa y de la viabilidad de cada una de las opciones (lo que incluye, naturalmente, los costes asociados a cada una de ellas). Lo que tengo claro es que, hoy por hoy, la posibilidad de alcanzar un acuerdo de estas características, que resulte mínimamente aceptable, está sólo en manos del Estado. Si la tercera vía es algo así como una opción intermedia entre la independencia y el estado centralista, impregnado por todas partes de nacionalismo español, durante más de un siglo y medio el catalanismo político ha sido una oferta permanente de tercera vía. Parece que no lo hemos conseguido. El problema para la tercera vía no es Catalunya, es España. Y tengo la impresión de que sólo será posible si el Estado llega a la conclusión de que la alternativa es la independencia, o bien, por supuesto, utilizar la vía tradicional ( «bombardear Barcelona cada cincuenta años», como dijo Espartero, y rememoraron, con cierta nostalgia, gente tan diversa, y sin embargo tan cercana, como Aznar y Peces Barba), es decir, la vía represiva, con los costes inevitables que conlleva, como se puede ver, para la democracia española y para la credibilidad de sus instituciones. Significa mantener Catalunya dentro de España, ciertamente, pero no por la vía de la legitimación, sino de la represión. Por eso, porque el problema para la tercera vía, es España, no Catalunya, a los ‘terceraviistas’ de buena fe se les podría decir: si quieres la tercera vía, defiende la consulta.

  6. Reagrupar filas en torno al objetivo de la consulta no vinculante y prepararse para un largo viaje, para un largo pulso con las instituciones del Estado, esta es la única estrategia que se me ocurre. Esta es una carrera de larga duración (de longue haleine, como dicen los franceses), es una maratón, no un sprint, que ganará el que cometa menos errores y haga cometer más al otro, el que más sea capaz de cargarse de razones y de mostrar voluntad de diálogo, y no el que grite más o pueda exhibir más agravios. Cada acción unilateral hace perder razones y credibilidad ante los que nos miran. La vía unilateral sólo la puede utilizar el que tiene más fuerza bruta (fuerza represiva, para entendernos) o bien si se dispone de un amplísimo apoyo interno (incluyendo el de una parte, al menos, de los poderes económicos) y un razonable reconocimiento externo. Hoy no se da ninguna de estas circunstancias. Por ello, sólo si se hubiera ganado la batalla de la credibilidad indiscutible en cuanto a la voluntad de pacto y de negociación, sería posible, no emprender acciones unilaterales, pero sí intentar que el único árbitro factible, la comunidad internacional (y especialmente, la Unión Europea), forzara el Estado a negociar. Creo que hoy todavía estamos muy lejos de conseguir que esto sea imaginable. Sin embargo, este debería ser el objetivo estratégico fundamental. Asumiendo, como hipótesis de trabajo, que España no abandonará nunca la UE (el único cambio y condicionante real respecto al pasado), el objetivo debería ser llevar las cosas al punto en que la UE se vea forzada (abiertamente o bajo mano) a presionar al Estado a negociar. Pero esto significa ser conscientes de que hay que hacer un cambio de ciento ochenta grados respecto a lo que se ha hecho hasta ahora. Esto no se consigue ni con juegos de manos, ni con performances diversas, ni repitiéndolo muchas veces. Hay que demostrar reiteradamente en las urnas que este objetivo, legítimo y expresado por vías inequívocamente democráticas, cuenta con un apoyo ampliamente mayoritario. Y que hay un trabajo serio, bien hecho, riguroso y discreto, que hasta ahora no se ha visto por ninguna parte.

  7. He hablado de un proceso de larga duración con el fin de llegar a una situación de la que, desgraciadamente, estamos todavía muy lejos. Mientras tanto, el país no puede estar simplemente en suspenso, ni dando vueltas y más vueltas a un único tema. Está claro, un punto previo es la situación de los líderes políticos que están en la cárcel o en el extranjero, víctimas de la vía represiva emprendida por el Estado para afrontar el conflicto político. Esta situación es una hipoteca sobre cualquier iniciativa que se pueda plantear. Y, antes que cualquier otra cosa, hay que levantar la hipoteca. Una vez levantada, habría que dilucidar dos cuestiones. Primero, no podemos continuar en la provisionalidad y la interinidad permanentes. Hay que cerrar el paréntesis. Siendo conscientes, claro está, de que sigue sobre la mesa encontrar una salida al conflicto político de fondo, que no es precisamente una cuestión menor. Pero, a la vez, habría que poner todo el esfuerzo en estudiar cuál es el marco de garantías, seguridad jurídica y prevalencia del estado de derecho que se debe ofrecer. Marco que debería cubrir el tiempo que dure el pulso al que me he referido, pero que, para ser realmente efectivo, debería extenderse al período de transición, una vez acordada la fórmula de vinculación de Catalunya con España. Evidentemente, esto sería más fácil si esta fórmula supone la permanencia dentro de España, que si significa la separación. Pero, incluso en este caso, habría que garantizar el orden y la estabilidad. El país no se puede permitir ir cuesta abajo durante no sé cuántos años. Este sería un coste inasumible y una herencia que no tenemos derecho a dejar a las generaciones futuras.

    La segunda cuestión es que mientras dura el pulso la vida continúa, y cada día se discute y se toman decisiones sobre una cantidad nada despreciable de temas que afectan a Catalunya y a la vida y el bienestar de los catalanes. Desde la financiación de la Generalitat, hasta los fondos europeos, pasando por los presupuestos del Estado y todos los demás temas que se quieran añadir. Catalunya no puede quedar al margen. No puede decir «todo esto no me interesa, son minucias, porque estoy luchando por un objetivo mucho más importante», ni tampoco «de todo esto no podemos hablar hasta que no hayamos resuelto la gran cuestión», y menos «si nos ponemos a negociar sobre estos temas, daremos el mensaje que hemos renunciado al gran objetivo». Una actitud como ésta sería perjudicial para el país y no veo cómo nos permitiría avanzar más en nuestras aspiraciones nacionales.

    Desde mi punto de vista, hay que hacer las dos cosas y las dos a la vez. Reconstruir un gran consenso catalanista en torno al objetivo de la consulta no vinculante. Y, a la vez, negociar, y hacerlo a fondo, y si es posible llevar la iniciativa (como ha sucedido históricamente), en todas las cuestiones en las que están en juego los intereses de Catalunya y el bienestar de sus ciudadanos.
  • REFERENCIAS

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    Algunas de las notas que siguen se basan en el texto del autor, “El catalanisme davant la sacsejada de l’independentisme», Catalanisme. 80 mirades (i+), ED Libros, Barcelona, 2018.

Antoni Castells

Antoni Castells

Antoni Castells Oliveres es político y economista especializado en cuestiones de federalismo fiscal, hacienda autonómica y local, economía regional y economía del Estado del bienestar. Castells es licenciado en Ciencias Económicas, doctorado en Economía y catedrático de Hacienda por la Universidad de Barcelona (UB). Ha sido profesor visitante de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore (1993) y director del Instituto de Economía de Barcelona. A lo largo de su extensa trayectoria, ha trabajado en el servicio de estudios de Banca Catalana, ha sido miembro de la Sindicatura de Cuentas, ha ejercido como diputado del Parlament de Catalunya, ha sido miembro español del Tribunal de Cuentas Europeo, académico numerario de la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras y secretario de Economía de la Comisión Ejecutiva del Partido de los Socialistas de Cataluña, entre otros. Fue nombrado Conseller de Economía y Finanzas en el 2003 con el primer Gobierno de Pasqual Maragall y, más adelante, en 2014, cofundó el partido Moviment d'Esquerres (MES).