En los últimos años el conflicto entre Cataluña y España se ha radicalizado en un doble sentido. Por una parte, se ha recrudecido el enfrentamiento entre las instituciones, pasando de la reclamación genérica de mayor autonomía por parte de la Generalitat a la reivindicación de la independencia. Por otra parte, la sociedad catalana (colegas, amigos, familiares…) se ha dividido prácticamente por la mitad, poniendo muy difícil la obtención de una salida consensuada, como no sea mediante la reducción de la presión independentista, pero deberá existir un acuerdo a largo plazo, una estrategia consensuada de integración.
En octubre de 2017 se esperaba la declaración de independencia realizada por el gobierno de Carles Puigdemont, con el apoyo de los partidos y los grupos soberanistas, pero la intervención estatal, simbolizada en la aplicación del artículo 155 de la Constitución, no solamente frustró tal objetivo, sino que acabó con la prisión o la huida del país de los principales políticos separatistas. Desde entonces, la posición política dominante del Estado y de los partidos y grupos que defienden la unidad no sirvió para ofrecer nuevas vías políticas de integración y se han limitado a un control administrativo y judicial del movimiento secesionista. Del lado independentista los años siguientes han oscilado entre la proclamación melancólica de “lo volveremos a hacer” y las ideas genéricas para evitar un nuevo fracaso. Está en juego, en definitiva, la orientación que deben asumir tanto el independentismo como el propio Estado para resolver el conflicto.
Este artículo no pretende hacer un repaso de acontecimientos y normas, que necesitaría mucha más extensión, sino que trata únicamente de avanzar una reflexión sobre algunos elementos que disminuyan la confusión [1]1 — Una explicación más extensa de la formación del sistema autonómico puede verse en Eliseo Aja, Estado autonómico y reforma federal, Alianza editorial, 2014, especialmente en los dos primeros capítulos. .
La trayectoria histórica del catalanismo
Casi todos los nacionalismos muestran gran interés en situar el origen de sus instituciones varios siglos antes, a menudo remontándose hasta épocas previas al Estado moderno. Estos esfuerzos historicistas responden poco a la realidad y presentan escaso interés para la caracterización de las instituciones actuales, salvo desde un punto de vista ideológico: los distintos nacionalismos pretenden exhibir una larga historia que avale su carácter nacional [2]2 — Roberto BLANCO VALDÉS, Nacionalidades históricas y regiones sin historia, Alianza ed., 2005. . A primera vista, la Constitución española favorece este valor histórico en varios artículos, pero realmente su presencia no resulta decisiva para fundamentar la autonomía.
Los diversos movimientos nacionalistas de Cataluña han reivindicado casi siempre su larga trayectoria, pero su valor depende del momento a que se remita, porque no tiene mucho sentido remontar el origen de la autonomía hasta la edad media, o incluso el siglo XVIII, en el marco de una sociedad y un tipo de poder muy diferentes. Es más relevante considerar que Cataluña alcanzó un grado importante de institucionalización en algunos períodos de la época contemporánea, especialmente bajo la Mancomunidad de la Restauración y, sobre todo, con la Generalitat de la II República. Sin embargo, parece claro el valor muy superior del autogobierno implantado por la actual Constitución de 1978 aunque aquí no haya tiempo para desmontar el mantra de la “baja calidad de la autonomía”.
Semejante expresión supone una crítica genérica, difundida en círculos jurídicos y de políticos profesionales, sin un contenido claro, que pretende resumir las críticas –algunas ciertas– a la distribución de competencias, la escasa participación de las Comunidades Autónomas (CCAA) en los órganos estatales o la debilidad normativa de la regulación de la financiación. La expresión citada sustituye una crítica legítima y justa de ciertos defectos del autogobierno catalán por una expresión ambigua que no identifica los problemas, y mucho menos las posibles soluciones: Trata de extender la difusión negativa del valor de la autonomía, sin indicar los problemas ni las posibles reformas.
La existencia de una superioridad general de algunas Comunidades Autónomas sobre otras es muy discutible. Resulta impensable que se pretenda una mayor financiación alegando el carácter histórico de la comunidad autónoma
Para algunos nacionalistas el carácter histórico del catalanismo se refleja en cierta superioridad de Cataluña sobre otras Comunidades Autónomas, o la aspiración a privilegios obtenidos en coyunturas favorables pero la existencia de una superioridad general de algunas Comunidades Autónomas sobre otras es muy discutible. Resulta impensable que se pretenda, por ejemplo, una mayor financiación alegando el carácter histórico de la comunidad autónoma.
Sí es verdad, en cambio, la contribución de Cataluña (preautonomía, Ponencia constitucional, etc.) para incluir las formas de autonomía en la Constitución. Convergència i Unió (CiU) fue uno de los actores decisivos para la implantación del Estado autonómico en la Constitución y con razón podía presumir de haberlo configurado y de colaborar en la aceptación de la idea de autogobierno en el resto de España. Pero CiU ya no existe y los electores que le daban sus votos los han trasladado a partidos que defienden postulados más radicales.
Los datos jurídicos y políticos fundamentales de España y de Cataluña no pueden partir de cero, ni basarse solo en la historia: deben fundamentarse en la Constitución de 1978
En el constitucionalismo moderno, que considera a la Constitución como norma normarum no se admiten cambios institucionales o políticos relevantes sino es mediante la reforma de la Constitución, realizada por el procedimiento que fija ella misma. Por tanto, algunos fundamentos de las posiciones nacionalistas, como el principio de autodeterminación, no pueden plantearse en abstracto sino solo en los términos en que figura para los tratados internacionales. Menos aún puede aspirarse a la aplicación del derecho europeo al margen o contra los tratados, como se llegó a decir antes de 2017.
En el derecho privado puede afirmarse que lo que no está prohibido por las leyes está permitido, pero en el derecho público rige el principio contrario; de modo que las instituciones no pueden actuar válidamente si una norma no les autoriza a realizarlo. Aún resulta más esotérico defender la independencia apoyándose directamente en principios como “democracia es votar” o “referéndum es democracia” que, formulados de manera tan primaria, carecen de naturaleza jurídica y caen realmente en la categoría de eslogan.
Este tipo de argumento es afirmado con frecuencia desde posiciones nacionalistas, no solo catalanas, pero también se corresponden con una ambigüedad (próxima a las fake news) que debería descartarse del debate público porque jurídicamente son conceptos falsos.
El Estado autonómico y su evolución federal
Avanzar en el análisis de los problemas actuales requiere distinguir algunos ciclos relevantes en la aplicación y desarrollo de la Constitución, porque la Constitución en la actualidad difiere notablemente del texto aprobado en 1978, en parte por la extensión de la autonomía a todo el territorio, en parte por las interpretaciones del Tribunal Constitucional (TC), en parte por la legislación de desarrollo e incluso por la realización de pactos autonómicos entre el Gobierno y la oposición.
Se puede distinguir una primera fase, tras la muerte de Franco y la transición, culminada en junio de 1977 con la realización de las primeras elecciones democráticas, el restablecimiento provisional de la Generalitat, seguida por la extensión de las preautonomías a la mayoría de las actuales CCAA, además de la propia elaboración de la Constitución. En 1979 se aprobó el Estatuto de Cataluña, al mismo tiempo que el vasco. Las dificultades para poner en marcha el sistema se abordaron por los primeros pactos autonómicos en 1981. También se aprobaron algunas leyes orgánicas del Estado necesarias para el funcionamiento del sistema.
En 1983 estaban aprobados los Estatutos que faltaban, hasta los 17 definitivos y se pusieron en marcha las instituciones del autogobierno. Quedó claro que la autonomía se extendería a todo el territorio, con las mismas instituciones si bien con dos niveles competenciales distintos: Siete tendrían el nivel superior y diez el inferior.
Un nuevo ciclo se apuntó en 1992, con los segundos Pactos autonómicos, que igualaron sustancialmente las competencias de todas las CCAA. En estos años se realizó además un traspaso masivo de medios y funcionarios, de modo que estos doblaron en número a los que dependían del Estado. España dejaba de ser el Estado más centralista de Europa para pasar a ser uno de los más descentralizados.
Al mismo tiempo que la opinión pública comenzaba a aceptar el nuevo modelo (difícil por su falta de referencias y su ambigüedad), a final de los años ochenta empezaron a mostrarse sus defectos: numerosos conflictos de competencias, nimio papel del Senado, ausencia de relaciones de colaboración, marginación de las decisiones europeas que afectan a las Comunidades Autónomas, escasa transparencia de la financiación, etc.
Pero seguramente la mayor debilidad estribaba en la ausencia de referencias del Estado autonómico en el derecho comparado y la indefinición de algunos elementos importantes como el rol del Senado o la financiación, que en otros países ha resuelto el federalismo, pero que en España siguen pendientes.
La gran debilidad del modelo autonómico reside en la indefinición de elementos clave como la financiación o el rol del Senado, que en otros países ha resuelto el federalismo, pero en España siguen pendientes
En esta encrucijada hay que situar como decisiva la opción de los principales partidos nacionalistas de Cataluña (CiU), País Vasco (PNV) y Galicia (BNG) que suscribieron la “Declaración de Barcelona”, que contenía una crítica global al sistema. Se abre entonces un período de ruptura entre las CCAA con gobiernos nacionalistas y el gobierno central, con mayor o menor beligerancia según la coyuntura, pero en todo caso con la crítica dura y constante hacia el Estado autonómico, en especial como forma insuficiente de autogobierno para Cataluña.
A partir de esta fecha comienza el ciclo más importante por las crisis que se abren en el País Vasco (Plan Ibarretxe) y en Cataluña (reforma del Estatuto de 2006). Ambos se plantean la independencia, si bien con formas distintas y siguiendo muy distintos procedimientos; por ello me ceñiré a la reflexión sobre Cataluña.
El nuevo Estatuto de Cataluña de 2006 y la STC 31/2010
El Estatuto de Autonomía catalán no se había modificado desde su aprobación (tampoco los más destacados como el vasco, gallego o andaluz) y ante la idea de realizar una reforma importante se discutió si era mejor modificar el Estatuto o era preferible reformar la Constitución.
La reforma del Estatuto se impuso, tras la formación del Gobierno Pasqual Maragall (integrado por PSC, ERC e Iniciativa), porque significaba a la vez la descalificación del Partido Popular y de CiU, que prefería la reinterpretación a la reforma. Posteriormente CiU se apuntará a la reforma, abandonando la política de “peix al cove” de Jordi Pujol y adoptando posiciones mucho más radicales, a menudo en competencia con ERC.
La reforma del Estatuto no sólo no alcanzó el consenso (ni se lo propuso) sino que se realizó contra el PP, que era el segundo partido de España. Se hizo además, con una notable falta de liderazgo: en Cataluña sólo recibía el voto favorable en primera lectura de los partidos que apoyaban al gobierno, con la abstención de CiU y el voto contrario del PP. En España tenía el voto en contra del PP, envuelto en una fuerte campaña de propaganda, y la reticencia de todos los demás.
El texto aprobado por el Parlamento no solo es técnicamente una reforma total sino realmente un Estatuto nuevo, mucho más extenso y polémico, destacando la incorporación de nuevas materias polémicas: derechos ciudadanos, Poder Judicial, relaciones con el Estado y con la Unión Europea, nuevas competencias.
Pero más polémica aún resultó la parte referente al componente identitario. En torno a la afirmación de que Cataluña es una nación, se reconocen los derechos históricos, la legitimidad suprema del pueblo catalán y otras afirmaciones cargadas de ideología nacionalista. El referéndum, obligatorio para aprobar la reforma, tuvo escasa participación (48,8%) reflejando el descontento generado durante el proceso de reforma. El Estatuto fue recurrido ante el TC, como era de prever [3]3 — FARRERES, V., BIGLINO, P. y CARRILLO, M., Derechos, deberes y principios en el nuevo Estatuto de Cataluña, CEPC, 2006. .
La sentencia (STC 31/2010) que recayó sobre la reforma del Estatuto ha recibido múltiples críticas, la mayoría políticas, y ciertamente la sentencia contiene una carga de nacionalismo español equivalente a la que portaba la reforma de nacionalismo catalán, con la diferencia de que la función de las sentencias constitucionales es pacificar los conflictos políticos.
También influyeron otros rasgos más partidistas. Tardó mucho en dictarse, casi un lustro, y se hizo en medio de maniobras políticas de la peor especie, que incluyó descalificaciones personales de los magistrados, informaciones internas filtradas a la prensa, falta de renovación de los magistrados para mantener mayorías y, en general, movimientos de los distintos partidos y grupos políticos para presionar al TC en favor de las tesis respectivas. La sentencia es mala, técnicamente hablando (por ejemplo, por el exceso de pronunciamientos interpretativos), pero estas maniobras ejecutadas por los principales partidos la empeoraron. Pese a los esfuerzos posteriores para remediar el desastre de una sentencia muy politizada, el cambio fue imposible no solo por los recortes del TC sino porque el Estatuto contenía mucha ideología y pocas normas.
Cambio de estrategia: “el procés soberanista”
La Declaración de Barcelona (1998-99) fue el cambio de vertiente de la estrategia nacionalista mayoritaria; hasta esa fecha predominó la aceptación del Estado autonómico (aunque menudearan los conflictos de competencias o los choques identitarios). A partir de entonces las fuerzas nacionalistas se inclinan mayoritariamente por una estrategia separatista planteando grandes valores “universales”, al margen de la Constitución, principalmente el principio de autodeterminación de los pueblos. En este cambio, que se acelera por la crisis económica de 2008 (que las CCAA “notan” en los presupuestos de cuatro años después) influyen otros factores, que a su vez modifican las grandes orientaciones políticas: fragmentación de los partidos políticos y aparición de nuevas formaciones (destacadamente Ciudadanos, Unidos Podemos, Vox…); pérdida de legitimidad de las instituciones, tanto generales como autonómicas (ocupación del Parlament de Catalunya, manifestaciones al grito de “no nos representáis”, etc.) y específicamente para Cataluña se da un fortalecimiento del carácter popular del nacionalismo) que dirigen grupos como Òmnium Cultural y la Assemblea Nacional de Catalunya y se extiende mediante asambleas locales por la independencia y gigantescas manifestaciones, particularmente cada 11 de septiembre a partir de 2012. En todo caso se generaliza la perspectiva rupturista, girando los partidos nacionalistas desde la reforma del Estado autonómico, a su sustitución por un Estado independiente. Artur Mas es el primer impulsor del cambio, pero pronto es víctima de la propia radicalización y tiene que dejar paso a Puigdemont.
La mayoría de estudiosos se inclinan por situar hacia 2012 el inicio del procés, aunque hay políticos, como Artur Mas, que lo remontan a la Sentencia constitucional para ganar legitimidad a costa del TC.
Conviene subrayar que, si bien las distintas opciones separatistas alcanzan mayoría de escaños en el Parlament, la diferencia de votos directos de los ciudadanos no llega en ningún caso a la mayoría absoluta, ni siquiera en la elecciones de 2015, que se plantearon como plebiscitarias
El desenlace del proceso es conocido, pero conviene subrayar que, si bien las distintas opciones separatistas alcanzan mayoría de escaños en el Parlament, la diferencia de votos directos de los ciudadanos no llega en ningún caso a la mayoría absoluta, ni siquiera en la elecciones de 2015, que se plantearon como plebiscitarias.
Los acontecimientos posteriores son recientes. Tras la dificultad legal para celebrar un referéndum, se realizó en 2014 una consulta referendaria, con escasas garantías. En el nuevo impasse las posiciones se fueron radicalizando. El gobierno Puigdemont, con el apoyo de la CUP, intentó la convocatoria de un “auténtico referéndum”, señalando la fecha (1 de octubre de 2017) con mucha antelación. Cuando el plazo finalizaba se aprobó –con procedimientos extraordinarios poco democráticos– la ley de referéndum y la ley de transitoriedad a la república, que vulneraban abiertamente la Constitución. El Gobierno central por su parte respondió con la aplicación del artículo 155 de la Constitución [4]4 — Jordi AMAT, La confabulació dels irresponsables, Anagrama, 2017; Joan COSCUBIELA, Empantanados, 2018, Península; Antoni BAIONA, No todo vale, 2019, Península. . Todos estos acontecimientos son conocidos y permitirán pasar a la formulación de los últimos enfoques sin necesidad de más referencias, subrayando únicamente que en una democracia constitucional no puede modificarse el Estado, o el sistema político, si no es mediante el procedimiento de reforma constitucional.
La reforma constitucional
Cuando una Constitución es plenamente normativa, es decir, actúa como norma suprema con un contenido determinado para todos, ciudadanos y poderes públicos, es lógico que necesite reformas periódicas para adaptar sus normas a los nuevos problemas. Por otra parte, la reforma constitucional en España y en todos los países requiere mayorías cualificadas y procedimientos agravados por la importancia de las decisiones que implica modificar la norma suprema. La Constitución española contiene este tipo de normas, pero en cambio apenas ha sido reformada, y arrastra problemas originales y sobrevenidos.
Más allá de las mayorías cualificadas necesarias para la modificación de la Constitución, sin duda, el ideal de toda reforma constitucional en una democracia es el consenso, porque asegura que la mayoría decide el cambio, pero no se impone a las minorías, sino que se llega a una decisión final con el apoyo de todas o casi todas las fuerzas políticas. El consenso es aún más importante para la reforma de la Constitución española porque fue la vía que se siguió para su elaboración.
Pero el ideal del consenso no puede ignorar las mayorías exigidas para la reforma en los artículos 167 y 168 de la Constitución y será, en todo caso, el fruto de debates y negociaciones y no la condición previa. De cualquier modo, la legitimidad fundamental de una reforma constitucional descansa en el cumplimiento de las mayorías exigidas por la Constitución, como consecuencia de la distinción entre poder constituyente originario y poder de reforma constitucional. Pero el peligro de no alcanzar el consenso puede ser el estancamiento constitucional.
Ante semejante panorama, lo más prudente parece ser concentrar los esfuerzos reformadores en las normas más desfasadas o de mayor interés del cambio, que lógicamente serán también las más susceptibles de consenso. Puede haber otras técnicas que favorezcan el consenso, como la formulación de un calendario de reformas, la prioridad de unos pocos temas de mucho interés donde el consenso sea más fácil, o la formación de una Comisión de Expertos para la reforma que cuente con los partidos políticos, pero no dependa de ellos.
La formación de un calendario que incluya reformas esenciales, como podría ser, en mi opinión, la modificación drástica del Senado para integrar a las Comunidades Autónomas, no debería postergarse, porque su retraso está conduciendo a un grave deterioro del sistema autonómico. Otros puntos como el Tribunal Constitucional o la distribución de competencias podrían abordarse después. Naturalmente, este tipo de razonamiento resulta absurdo si el objetivo es debilitar o destruir el Estado, como a veces se plantea.
La Constitución española establece dos procedimientos para su reforma constitucional, según la materia que se pretenda modificar. Si se trata de realizar una reforma total, o se quiere modificar su Título Preliminar (principios generales, y entre ellos el artículo 2 sobre la unidad de España y la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran), los derechos fundamentales o la Corona, deberá seguirse un procedimiento difícil: aprobación por una mayoría de dos tercios del Congreso (sobre 350 diputados) y del Senado (un poco más de 250 senadores); a continuación se disolverán las Cortes y se realizarán elecciones, que lógicamente se centrarán en la propuesta de reforma, y las nuevas Cámaras deberán ratificar la modificación por las mismas mayorías. Finalmente, se someterá la reforma a un referéndum de todos los ciudadanos. Para cualquier otra materia de la Constitución, la reforma es mucho más fácil, aunque se requiere una mayoría de 3/5 del Congreso y del Senado y se llevará a cabo un referéndum sólo si lo solicita una décima parte de los diputados o de los senadores.
La modificación del Senado que defiendo debería seguir el procedimiento de reforma más sencillo. Pero no debe tenerse ningún miedo a la realización de un referéndum, siempre que se expliquen correctamente las razones del cambio. Puede resultar incluso positivo enfocar la reforma pensando en el referéndum, porque trasladaría a la mayoría de la población un debate sobre los inconvenientes del referéndum, que afecta a todos los ciudadanos, y que hasta ahora permanece, en cambio, en círculos políticos muy reducidos [5]5 — Stephen TIERNEY, Constitutional Referendums, Oxford, 2012. .
La formación de un calendario que incluya reformas esenciales como la modificación drástica del Senado para integrar a las Comunidades Autónomas no debería postergarse, porque su retraso está conduciendo a un grave deterioro del sistema autonómico
La importancia del cambio del Senado, tomando como inspiración al Bundesrat alemán, como he sostenido en otras ocasiones, podría ser muy significativa por el reforzamiento tanto de las Comunidades Autónomas como de la Federación, en especial por su papel director de las relaciones intergubernamentales. Lógicamente estas se podrían extender al reconocimiento del principio de lealtad federal, que ha sido reconocido como principio constitucional, con eficacia limitada, cuando en realidad se trata de aplicar el principio de supremacía de la Constitución y puede alcanzar la máxima expansión.
Se ha dicho a veces que los procedimientos de reforma constitucional son difíciles y complicados, lo que explicaría la ausencia de reformas, pero nuestros procedimientos son comparables con los vigentes en los países más próximos. La dificultad proviene más bien del sistema de partidos y la especial posición de los partidos nacionalistas que gobiernan las Comunidades Autónomas. También en este sentido la aproximación a las técnicas federales favorecería la aplicación de las normas constitucionales.
La constitucionalización de los hechos diferenciales (o el federalismo asimétrico)
Los sistemas federales tienden a establecer la posición de los estados miembros sobre el principio de igualdad. En los Estados Unidos llega al extremo de atribuir una representación igualitaria de dos senadores por cada Estado, aunque hay una enorme diferencia de población entre ellos. Pero, hace unas décadas, en algunas federaciones se introdujo la diferencia entre Estados sobre algunos rasgos sociales (como la existencia de una lengua diferente) o institucionales (un derecho privado distinto). Probablemente los primeros casos fueron los cantones de Suiza y las provincias del Canadá. En Cataluña tiende a sobrevalorarse esta diferenciación, recuperando una idea del primer nacionalismo (el fet diferencial), cuando en realidad este carácter se limita, entre los federalismos occidentales al Quebec en Canadá, Flandes en Bélgica y Escocia e Irlanda del Norte en el Reino Unido (sistema, este último, que obviamente no es federal).
En nuestra Constitución de 1978 se apuntó una distinción general entre nacionalidades y regiones, en el artículo 2, pero sin ligar un tratamiento del autogobierno más allá del ideológico subjetivo ya señalado. El Preámbulo de la Constitución contiene igualmente un reconocimiento “de los pueblos de España… sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones…” que marca una línea de posible trato diferenciado de algunas CCAA, las que posean estos elementos específicos.
El carácter que apuntan estas diferencias es heterogéneo, destacando por lo que hace a Cataluña la lengua, el derecho civil, y la policía autonómica. Otras Comunidades Autónomas tienen también estos elementos, incluyendo la lengua (País Vasco, Galicia, Islas Baleares, Comunidad Valenciana y, parcialmente, Navarra, Aragón y Asturias), el derecho civil (Navarra, Aragón), Convenio y concierto fiscales (País Vasco y Navarra), Consejos y Cabildos (Baleares y Canarias) y policía autonómica (Cataluña, País Vasco, Navarra y Canarias).
El reconocimiento de la mayoría de estos elementos posee un significado distinto, por razones jurídicas y políticas, como la valoración que otorga a cada uno la población respectiva. La mayoría presentan elementos de bilateralidad, bien expresos o bien implícitos, en el proceso de elaboración del Estatuto (éste a su vez con protagonismo de la Comisión Mixta que integra a los miembros de la Comisión Constitucional del Congreso y la Delegación del Parlamento proponente), pero en cualquier caso con un fuerte protagonismo de los partidos mayores en España y en la comunidad autónoma, porque designan a los miembros de las dos instancias.
Reconocimiento del Estado federal complejo
Probablemente el tratamiento bilateral aludido era el mejor en el primer momento del sistema autonómico, cuando la propia aprobación del Estatuto determinaba el nacimiento de la comunidad autónoma, y sus rasgos esenciales, resultando difícil determinar la extensión que podría alcanzar las competencias ordinarias y las correspondientes a cada hecho diferencial, por la propia naturaleza de la materia (lengua, educación, radiotelevisión…). Por otra parte, el sistema de partidos políticos apenas se adivinaba en el momento constituyente y no se sospechaba el papel doble de los partidos nacionalistas, en el gobierno de su comunidad autónoma y en el gobierno de España. Es posible que aún ahora sean necesarias formas de decisión bilateral para determinadas competencias que solo tiene una o pocas Comunidades Autónomas, pero resulta imposible que el conjunto funcione basándose en órganos bilaterales; sería una forma agravada de confederación, con enormes dificultades de gestión. De la misma manera, pueden existir competencias distintas fundadas en hechos diferenciales, pero la desigualdad no puede ser general.
Probablemente han de aportarse datos para mostrar mejor la complejidad de España como Estado, pero bastará tener en cuenta la diversidad de los hechos diferenciales, que prácticamente afectan a la mitad de las Comunidades Autónomas y la distinción de subsistema de partidos políticos, para intuir que se necesitan mecanismos importantes de colaboración con poderes claros, que ahora no tienen. Ciertamente la pandemia del coronavirus ha exigido unas redes de colaboración muy superiores a las existentes, pero queda por ver si son una respuesta coyuntural a la pandemia o dan paso a una reforma estructural del Estado.
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NOTAS
1 —Una explicación más extensa de la formación del sistema autonómico puede verse en Eliseo Aja, Estado autonómico y reforma federal, Alianza editorial, 2014, especialmente en los dos primeros capítulos.
2 —Roberto BLANCO VALDÉS, Nacionalidades históricas y regiones sin historia, Alianza ed., 2005.
3 —FARRERES, V., BIGLINO, P. y CARRILLO, M., Derechos, deberes y principios en el nuevo Estatuto de Cataluña, CEPC, 2006.
4 —Jordi AMAT, La confabulació dels irresponsables, Anagrama, 2017; Joan COSCUBIELA, Empantanados, 2018, Península; Antoni BAIONA, No todo vale, 2019, Península.
5 —Stephen TIERNEY, Constitutional Referendums, Oxford, 2012.

Eliseo Aja
Eliseo Aja es jurista y catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Valladolid y doctorado por la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha formado parte de varias comisiones asesoras de reformas constitucionales y legislativas y acudió como experto en las Cortes Generales, en el Parlament de Catalunya y en otros parlamentos autonómicos. Ha sido director del Informe de las Comunidades Autónomas, presidente de la Asociación de Constitucionalistas de España y presidente del Consejo de Garantías Estatutarias de Catalunya. Es autor de más de una decena de libros, entre los que destacan títulos como Constituciones y períodos constituyentes en España (1808-1936), El sistema jurídico de las comunidades autónomas (1985), El estado autonómico: federalismo y hechos diferenciales (1999), Imigración y democracia (2012) o Estado autonómico y reforma federal (2014).