La cuestión catalana es coetánea de la España contemporánea. Al surgir el estado liberal y la industrialización, el problema catalán ya tensó las costuras de las dos repúblicas y de la monarquía, y estuvo en el origen de las dos dictaduras del siglo XX, condicionando la agenda política española del primer tercio del siglo pasado. En lo que llevamos de siglo XXI, este contencioso atávico ha mutado: se ha evidenciado con la emergencia de un movimiento independentista que pretende poner fin a la conllevancia en un contexto de crisis económicas periódicas y de deriva de las instituciones del Estado que está socavando los cimientos de un régimen del 1978 construido en base a la monarquía, la reconciliación y la autonomía.

De la Catalonia infelix al desafío independentista

Con todo, se tiene que decir que, contra un determinado estado de opinión bastante generalizado, la agudización de la cuestión catalana no tiene que ver, solo, con el infeliz desenlace de la reforma estatutaria de 2006. La sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatut fue el punto de ignición, si se quiere, pero no la causa eficiente de un rebrote tan enérgico del problema, por decirlo en términos aristotélicos. En 1978 los partidos catalanes mayoritarios (la izquierda tradicional y el nacionalismo de centro-derecha, para simplificar) priorizaron la democracia después de 40 años de franquismo. A diferencia de 1931, la Generalitat provisional ni desafió la forma de gobierno en España ni cuestionó el modelo territorial diseñado por el constituyente, incluso cuando, un poco más tarde, los pactos autonómicos UCD-PSOE y la no-nata LOHPA —respuesta en forma armonizadora a la amenaza que comportó el golpe de estado del 23-F— acabaron imponiendo el café para todos. Catalunya se conformó —incluso se enorgulleció— con liderar el piloto de la generalización autonómica.

La agudización de la cuestión catalana no tiene que ver, solo, con el infeliz desenlace de la reforma estatutaria de 2006. La sentencia del Constitucional sobre el Estatut fue el punto de ignición, pero no la causa eficiente de un rebrote tan enérgico del problema

Pero el tortuoso y avaro desarrollo del Estatut de 1979 —de intensidad variable en función del papel más o menos influyente del catalanismo en la gobernación del Estado— puso de relieve el frenazo de la autonomía política y la persistente, poderosa y alargada sombra de la extinta LOHPA. Y la primera derivada de esto, en términos de autogobierno, fue la creciente administrativización de la autonomía: los traspasos pendientes por la resistencia política y la actitud refractaria de las oligarquías burocráticas instaladas en las altas esferas del Estado; las disputas en relación a la lengua provenientes de una concepción constitucional supremacista del castellano y de la incomprensión ante el pluralismo cultural del Estado; la infrainversión acumulada en infraestructuras y, a consecuencia de esto, el esfuerzo histórico anticipador en forma de autopistas de peaje, etc. La segunda derivada, tanto o más profunda: la irrefrenable inercia centrípeta y radial del constructo autonómico, el castellano-centrismo orteguiano de km 0, determinante de una política, una economía y un aparato judicial con la Puerta del Sol como punto de partida y de llegada.

Así se fue partiendo poco a poco el pacto tácito histórico que reservaba a Madrid la política y dejaba los negocios a la industriosa Catalunya —según lo que habían teorizado Antoni de Capmany en Cádiz o Vicens Vives—. Una entente que había favorecido no solo el proteccionismo anhelado por la burguesía industrial sino también un liderazgo económico que había nutrido la autoestima catalana durante más de un siglo, desde la decadencia española finisecular. Mucho antes de oír los actuales lamentos de la España vaciada, el «Madrid se va» de Pasqual Maragall ya había descrito crudamente esta situación: la macrocefalia provocada por una capital hipertrofiada, con vocación de megalópolis peninsular, núcleo concéntrico de todo el poder y fagocitadora de recursos, funcionarios, inversiones culturales. El viraje de una parte del catalanismo hacia posiciones enragés se explica, pues, también, por la sepultura de la Catalunya piamontesa pratiana, por la fatiga de un metal forjado durante décadas con una aleación desigual, por la sensación generalizada de fracaso después de décadas de apelar a una España plural y diversa (aggiormanento de la clásica divisa de «reformar» y «modernizar» un Estado arcaizando y aislacionista de finales del siglo XIX). Y, no menos importante que esto, por el ocaso de la concepción federalizante del Estado, de larga tradición en Catalunya desde los tiempos de Pi i Margall y Almirall. No en balde, la deserción de maragallistas o la «desafección» advertida por José Montilla fueron la expresión de un enojo creciente, pero también de una auténtica epifanía al caerse la venda de los ojos después de constatar la ausencia de genuinas vocaciones federales en España, el hecho de jugar el partido permanentemente en campo contrario.

El intento de reformar el Estatut —ante la imposibilidad de modificar una Constitución virtualmente intangible—, aprovechando uno de los contextos más propicios en años —la sinergia entre el gobierno catalanista y de izquierdas y la España plural acuñada por Rodríguez Zapatero—, constituyó para muchos la enésima tentativa de conseguir el ensamblaje dentro de una España grande camboniana rediviva. Se trataba de una rectificación bimotor: se preconizaba un nuevo modelo de financiación para apaciguar un problema enquistado y, juntos, un reparto del quantum de poder político con más —y más seguras— competencias (blindadas, se dijo), después de constatar el abuso de la legislación básica, de la noción de interés general, de la ausencia de mecanismos de relación intergubernamental o de la construcción jurisprudencial del Estado autonómico por parte de un TC cada vez más decantado hacia posiciones jacobinas. Para los independentistas que estaban entonces en el Gobierno —escépticos con la vocación federalizante de la reforma—, sin dejar de contribuir con suficiente afán, esta operación tenía que ser la prueba del algodón (definitiva) federal.

Así las cosas, dejando a un lado los errores en la trinchera catalana —fruto del exceso de cálculo partidista, no exento en muchos momentos del intento de hacer descarrilar el invento—, y de la notable ingenuidad negociadora exhibida ante la experimentada parte estatal, el texto, a pesar de ser considerablemente depurado (Alfonso Guerra dixit), fue acordado, aprobado por las Cortes Generales y ratificado en las urnas. El resto de la historia es conocida: un TC groseramente politizado y con serios vicios de legitimidad se erigió en poder neoconstituente y refundó la Constitución para desactivar gran parte del Estatut, con anulaciones, reinterpretaciones y múltiples admoniciones que han fijado la hoja de ruta del legislador estatal y del mismo alto tribunal. Este, que en los años siguientes se adentraría en un espinoso jardín al forjar una doctrina ad hoc alineada con el resto de poderes del Estado para reprimir vigorosamente el procés, actuó en este caso con una insólita displicencia, con una total falta de deferencia hacia los actores de la reforma, hasta el punto de poner en cuestión no solo las aspiraciones de los representantes de la ciudadanía sino también la voluntad popular, generando un sentimiento colectivo que estaba entre la rabia y la frustración.

Puestos a hacer ucronías, es muy probable que, si la reforma estatutaria hubiera prosperado, una nueva generación de catalanes hubiera seguido buscando, como Diógenes con la lámpara, o el ensamblaje definitivo o la independencia. Pero parece indudable que las cosas no se desarrollaron como vimos desde 2010. Con todo, parece inexorable que, después de la sentencia del TC, el centro-derecha nacionalista, que se había añadido tarde la reforma estatutaria y que todavía colaboraría durante tiempo con la derecha española una vez desplazado el tripartito de izquierdas, se acabaría moviendo hacia posiciones independentistas —y este es el hecho más decisivo en la historia del catalanismo político moderno— montado a espaldas del potente movimiento cívico que ya ocupaba las calles. En efecto, las manifestaciones multitudinarias, transversales e intergeneracionales de cada 11-S desde 2012 congregaron desde los independentistas de primera generación hasta buena parte de las clases populares y medias castigadas por la crisis económica. Los hijos de la vieja inmigración, castellanoparlantes o con fuertes vínculos emocionales con el resto del Estado —descendentes, muchos de ellos, de los votantes felipistas de los años ochenta—se identificaron con el objetivo de la independencia y mostraron su desconfianza con un Estado que menoscababa su progreso y bienestar. Nacía el independentismo del bienestar.

El viraje de una parte del catalanismo se explica, también, por la fatiga de un metal forjado durante décadas con una aleación desigual, por la sensación generalizada de fracaso después de décadas de apelar a una España plural y diversa

Pero, al mismo tiempo que el objetivo de la independencia ensanchaba su base, dejando de ser el capricho de unas élites políticas autóctonas, esta meta no era compartida por la mitad de la población, que se mostró legítimamente refractaria, inmersa en un marco social o mediático impermeable a la tradición del catalanismo político o la lengua propia del país. Surgió el embrión perturbador de la extrema polarización que ha caracterizado la vida política catalana de los últimos años. Mientras tanto, el Madrid político estaba incrédulo e inquieto ante la profundidad del cambio psicológico colectivo: el tránsito del catalanismo mayoritario desde la zona de confort del fatalismo y la queja resignada (la Catalunya desafortunada de la que hablaron Casals y Arrufat) al desafío incómodo en las instituciones y en la calle. El paradigma del victimismo pujolista, inteligente y rentable combinación de tensión identitaria y del “peix al cove” (expresión que se utiliza para decir que algo es pan comido), cedía ante una nueva forma de política en la que los gobiernos españoles ya no harían lo suficiente para apaciguar las intenciones catalanas con un arancel, un beneficio fiscal o una oportuna enmienda.

Tropezando con la misma piedra

Dos años después de la manifestación del millón de personas contra la sentencia del Estatut (10 de julio de 2010), que se apoderó de las calles de Barcelona para reclamar un nuevo Estado de Europa, se produjo el portazo sonoro y abrupto de Mariano Rajoy a la propuesta de pacto fiscal de Artur Mas. Un grave tropiezo del gobierno español, pues este diluyó el gradualismo político de argumentos a favor del entendimiento, proyectando un nuevo escenario de cronificación del problema. Fue la fecha de caducidad de aquel apriorismo clásico según el cual la fuerza política nacionalista hegemónica estaba llamada a manejar los hilos de la queja, pero sin cruzar las líneas rojas. Pero ya se sabe: cuando una puerta se cierra, se abre otra. La nueva mayoría independentista optó por plantear una consulta sobre el futuro político del país, un método que concitaba más apoyo social que la independencia, según todas las encuestas, y que tenía que ser necesariamente clarificador en la fase de conformación de la voluntad previa a impulsar cualquier otra iniciativa más audaz. La Resolución 5/X del Parlamento de 23 de enero de 2013 fue el vehículo formal en el que se invocaba un derecho a decidir fundamentado en el principio democrático e inspirado en el ejemplo otros estados liberal-democráticos como Canadá (Quebec) y el Reino Unido (Escocia).

La doctrina del derecho a decidir —escasamente juridificada, excepto en Canadá con la sentencia de la Corte Suprema de 1998 y la Ley de la claridad— quería ser una combinación astuta y equilibrada de legalidad y de legitimidad en un Estado de Derecho, partiendo de una concepción instrumental y utilitarista del derecho constitucional, a fin de permitir canalizar la voluntad popular dentro de una Constitución que no prevé la eventualidad de una secesión pero sí el derecho fundamental de participación. El Consejo Asesor para la Transición Nacional identificó, y el Parlamento exploró, hasta cinco vías para la convocatoria legal de una consulta, entre ellas un referéndum acordado, que fueron rechazadas por el gobierno español y por el TC.

La respuesta del independentismo fue la convocatoria de una consulta no referendaria del 9-N (2014) con una doble pregunta: «Quiere que Catalunya devenga un Estado? En caso afirmativo, ¿quiere que este Estado sea independiente?». El TC la suspendió a instancia del gobierno español. Aun así, su conversión en un eufemístico «proceso participativo» apenas podía enmascarar la escueta fundamentación y formalización jurídica de la iniciativa, ni las buenas dosis de voluntarismo: la ejecución material estuvo en manos de 40.000 voluntarios y el registro de participantes no era previo sino dinámico, a medida que los votantes accedían al lugar de votación. La consulta aparentemente fue “tolerada” por el gobierno español, pero lo fue porque el TC no incluyó ningún requerimiento al presidente de la Generalitat ni aclaró las actuaciones que quedaban suspendidas.

La doctrina del derecho a decidir quería ser una combinación astuta y equilibrada de legalidad y de legitimidad en un Estado de Derecho, a fin de permitir canalizar la voluntad popular dentro de una Constitución que no prevé la eventualidad de una secesión

Sin embargo, el 9-N evidenció una significativa movilización política en favor del derecho a decidir una vez obstruida la vía del referéndum pactado o de la consulta no referendaria. Y las elecciones de 2015 adquirieron un carácter plebiscitario, con el resultado de una mayoría favorable a iniciar un proceso que culminara con la independencia. La renovada mayoría independentista (sin llegar al 50% de los sufragios, pero con mayoría absoluta en la cámara) expresó —ni que sea inicialmente— la voluntad de trasladar el debate y las principales decisiones políticas a la sede parlamentaria (Resolución 306/XI, de 6 de octubre de 2016, y Moción 122/XI, de 18 de mayo de 2017). De aquí se derivó la carta del presidente Carles Puigdemont dirigida al presidente Mariano Rajoy (24 de mayo de 2017), en la que se reiteraba la voluntad de acordar un referéndum pactado. La falta de respuesta desencadenó la aceleración de los procesos parlamentarios que tenían que dar cobertura al referéndum del 1-O, subvirtiendo los procedimientos y los derechos de las minorías, desembocando en la aprobación de la Ley del referéndum y la Ley transitoriedad jurídica y fundacional de la República, llamada a guiar el procés hasta la definitiva «desconexión».

La fundamentación de la Ley del referéndum era el principio democrático (artículos 2 y 3), pero en base a una interpretación que se separaba de la de la Corte Suprema de Canadá, por ejemplo, pues de su resultado no se derivaría un proceso negociador sobre la manera de dar cumplimiento a la voluntad expresada democráticamente, sino una eventual declaración unilateral de la independencia (DUI) si el número de votos de los partidarios de la misma era superior al de los contrarios, y, en caso opuesto, contemplaba unas elecciones anticipadas (art. 4.4 y 4.5). La forma de valorar el resultado de la consulta (art. 4.4) también difería de los criterios expresados por la Comisión de Venecia en su «Código de buenas prácticas sobre referéndums» (2007), en el sentido de exigir que, en los referéndums de secesión, dada la trascendencia de la decisión, se requiriera una participación mínima y una regla de mayoría «clara», esto es, superior a la habitual. El 27 de octubre, una resolución del Parlamento declaró la constitución de «la república catalana, como estado independiente y soberano, de derecho, democrático y social», dando inicio a un «proceso constituyente, democrático, de base ciudadana, transversal, participativo y vinculante». A la práctica, se cerró lastimosamente la fase del derecho a decidir, motor ideológico y social dominante de buena parte del soberanismo desde la sentencia del Estatut.

Como era de esperar, el TC rápidamente declaró inconstitucional y nula la Ley del referéndum (STC 114/2017), centrando su argumentación en la apelación de la Ley al derecho internacional y al principio democrático. El alto tribunal negó que de la contraposición entre el derecho a la autodeterminación previsto en el derecho internacional y la Constitución se pudiera derivar una fundamentación jurídica verosímil. Y priorizó el principio de legalidad por encima del de participación política, declarando que se habían relegado a un segundo plano los cimientos del Estado de derecho y la necesidad de vehicular los proyectos políticos respetando los procedimientos constitucionales [«[un] poder que niega expresamente el derecho se niega a sí mismo como autoridad merecedora de acatamiento» (STC 114/2017, FJ 5)]. La Ley de transitoriedad también fue anulada, al partir de la presunción axiomática de que el pueblo de Catalunya dispone de subjetividad política y de plena soberanía (art. 2).

A partir de los acontecimientos de octubre se desató la represión con toda su virulencia. A parte de que los cuerpos policiales estatales actuaron con una violencia insólita hacia los votantes del 1-O, el gobierno español optó en la víspera de la consulta por judicializar el conflicto. La Audiencia Nacional dictó órdenes de prisión preventiva para dos activistas sociales, los líderes de Òmnium Cultural y de la Assamblea Nacional Catalana. Después, las actuaciones judiciales llegaron al Govern de la Generalitat, a varios miembros de la Mesa del Parlament y a diferentes líderes políticos. La presidenta de Parlament, el vicepresidente del Govern y hasta siete consejeros acabaron ingresando en la prisión. El resto de miembros del Govern, liderados por su presidente, así como otros destacados dirigentes políticos, optaron por exiliarse. Paralelamente, y postergando el recurso a otros mecanismos políticos, se impuso la intervención del autogobierno mediante el mecanismo coercitivo del artículo 155 de la Constitución, que supuso la disolución de Parlamento, la convocatoria de elecciones, el cese del ejecutivo y la sumisión de la Administración a la autoridad del Estado. Las posteriores sentencias del TC, que avalaron este procedimiento de ejecución forzosa y dieron pábulo a las interpretaciones contrarias a plantear una solución en términos de diálogo. El juicio en el Tribunal Supremo de los primeros encausados se saldó con una condena severa a nueve de los procesados (entre 9 y 13 años de prisión) por el delito, entre otros, de sedición.

Las posibilidades de superar el conflicto desde el más amplio consenso posible

La política catalana se encuentra atascada. El conflicto Catalunya-España evidencia un empate infinito de impotencias. En el actual escenario, no hay un fundamento claro para un pacto de convivencia como lo fue el Estatut de 2006. Además, dentro del independentismo han emergido diferencias estratégicas entre los que apuestan por el diálogo y constatan el poder coercitivo del Estado y la falta de condiciones objetivas en términos de apoyos sociales o de complicidades a nivel internacional; y los que desconfían del diálogo y apuestan por una confrontación (inteligente), que no descarta la desobediencia y una declaración unilateral. Entre los no independentistas, las posiciones oscilan entre la confrontación en el mismo terreno y la conciliación dentro del marco de la Constitución.

La primera providencia, pues, es poner fin a la respuesta judicial y dar paso a las soluciones políticas. Por un lado, el conflicto político persiste, no es una enfermedad pasajera. Más de dos millones de catalanes continúan queriendo decidir democráticamente el futuro, pero este reto no es aceptado por las instituciones del Estado ni por los partidos de alcance estatal. Por otro lado, hay cierto consenso sobre la injusticia y desproporción de las condenas judiciales, y sobre la necesidad de no proscribir el debate de las ideas siempre que no se vulneren los principios democráticos o los derechos fundamentales. Contraponer en términos penales la opción de los independentistas con la unidad de España es contrario a la misma doctrina constitucional, que declaró que «la primacía de la Constitución no debe confundirse con una exigencia de adhesión positiva a la norma fundamental, porque en nuestro ordenamiento constitucional no tiene cabida un modelo de “democracia militante”, esto es, un modelo en el que se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión positiva al ordenamiento y, en primer lugar, a la Constitución» (STC 42/2014, FJ 4, reiterada en numerosos pronunciamientos).

Una Constitución democrática no se puede erigir en un muro de plexiglas ante este problema político, profundamente arraigado en la sociedad, sino que tiene que ejercer una función integradora, permitiendo el libre debate de todas las iniciativas políticas y haciendo posible la expresión democrática de los ciudadanos para decidir el tipo de articulación política que desean. El libre ejercicio de los derechos políticos no tiene que tener como respuesta la vía de la justicia penal. La libertad de expresión, de reunión y manifestación, de participación política mediante el voto para la elección de representantes o para la expresión directa de una decisión, son mecanismos esenciales que garantizan la salud democrática de una sociedad. Se trata de derechos y libertades fundamentales que no solo garantizan la expresión de la voluntad de los ciudadanos individualmente y en conjunto, sino que, además, se configuran como las herramientas básicas con las que canalizar democráticamente el disenso y la resolución de los conflictos políticos.

Una Constitución democrática no se puede erigir en un muro de plexiglas ante este problema político, sino que tiene que ejercer una función integradora haciendo posible la expresión democrática de los ciudadanos

En este contexto, aun teniendo en cuenta las dificultades objetivas, no se puede obviar que una ley de amnistía constituiría una decisión política que, guiada por un fundamento de justicia, contribuiría a la paz social y a la superación de graves situaciones de conflicto político. La propia doctrina constitucionalista, siguiendo la jurisprudencia de Tribunal Constitucional alemán y de la Corte Constitucional italiana considera que una amnistía es susceptible de ser aplicada en el Estado constitucional en circunstancias de especial crisis política, de inseguridad jurídica o de manifestaciones extremas de los movimientos sociales. Esta configuración enlaza con algunos precedentes como el decreto ley de 21 de febrero de 1936, aprobado teniendo en cuenta los hechos del 6 de octubre de 1934. Las sentencias del mismo TC 63/1983 y 147/1986 no han cuestionado la actuación del legislador en estos casos (pensemos en la amnistía de 1977), y la han concebido como «una razón derogatoria retroactiva de unas normas y de los efectos ligados a las mismas» (STC, 63/1983, FJ 2).

El contexto político en el Estado, con un gobierno progresista y que necesita los apoyos políticos de una parte del independentismo ante la obstinación de la derecha española (política, judicial y mediática) puede canalizar buena parte de las aspiraciones y los disensos institucionales y territoriales a través del diálogo. De la aplicación conjunta del principio democrático y del Estado de Derecho se deriva la necesidad de no obstruir con argumentos jurídicos no incontestables una reivindicación democrática. En este marco, una consulta acordada, reglada y con todas las garantías democráticas parece inevitable. Sin embargo, el hecho de que el TC haya negado a Catalunya la condición de sujeto con entidad política y que una Constitución rígida no permita la secesión se utiliza para obstruir esta vía y para expulsar el pluralismo nacional y la democracia. Por el contrario, como puso de relieve la Corte Suprema de Canadá, y después el Tribunal de La Haya, aquello legítimo y prevaleciente hoy en día tiene que ser la voluntad democrática de la mayoría y no el orden constitucional interno de los estados. Los precedentes juridificados de Canadá y Escocia y el escenario europeo tienen que remar a favor.

Está claro que el actual punto muerto electoral y la falta de liderazgo y de hoja de ruta común entre los independentistas no ayuda. Las diferencias entre los que insisten en la vía unilateral y los pragmáticos no generará una fatiga inminente entre los que se identifican con el objetivo de la independencia. La capacidad de resiliencia de este universo está más que demostrada. Mientras tanto lo que toca es, sin renunciar a una gobernanza diligente y responsable, alejada del simbolismo épico del teatro kabuki, mantener la vocación de ser determinante en la política española para definir y consensuar un mínimo común denominador para afrontar la libertad de los presos políticos y apaciguar al Estado con un discurso potente, inclusivo y transversal, que se dirija inexorablemente a la consulta a medio o largo plazo. Ahora bien, el diálogo con el Estado solo puede fructificar si la parte catalana representa no solo a la mayoría social, sino si se es capaz de tejer complicidades en la política y la sociedad española, y si se busca la simpatía de una parte importante de la comunidad internacional. En caso contrario, el procés entrará en una fase de erosión y de confusión política, generando frustración y más desorientación.

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Joan Ridao

Joan Ridao Martín es jurista y politólogo. Es Doctor en Ciencias Políticas y de la Administración y Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Barcelona. Desde hace una década, es profesor titular y agregado de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona. Desde el año 2017, ocupa el cargo de Letrado Mayor del Parlamento de Catalunya. Ha sido miembro del Consejo de Garantías Estatutarias, de la Comisión Bilateral Generalitat-Estado y de la Comisión Mixta de Transferencias Estado-Generalitat. Es autor o coautor de más de cincuenta libros y de decenas de artículos en revistas de impacto. Durante el periodo 2008-2011, fue el secretario general de Esquerra Republicana de Catalunya y diputado en las Cortes Generales.