En abril de 2018, cuando Abiy Ahmed fue designado primer ministro por el EPRDF (siglas en inglés del Frente Revolucionario Democrático del Pueblo Etíope), la coalición de partidos en el gobierno desde 1995, Etiopía pareció abrirse a una posible transición. Sin embargo, la noche del 3 al 4 de noviembre de 2020 comenzaba un conflicto armado entre el gobierno central y el gobierno de la región del Tigray. El estallido de la guerra civil pareció truncar el comienzo de la transición y abrió un nuevo capítulo en la historia de la República Democrática Federal de Etiopía (RDFE).

El enfrentamiento entre el gobierno de Abiy Ahmed y su nuevo partido, el Partido de la Prosperidad (PP), y el TPLF (siglas en inglés del Frente de Liberación del Pueblo de Tigray) es un conflicto político en torno a la forma del estado etíope. Inicialmente localizada en el Tigray, la guerra involucra diversos actores y otras regiones, y tiene claras ramificaciones más allá de las fronteras etíopes, especialmente por la intervención del ejército eritreo en apoyo del gobierno etíope. A pesar de que el 28 de noviembre de 2020 el gobierno de Abiy Ahmed declarase su victoria, el conflicto no terminó.

Treinta años después de la caída de la dictadura de Mengistu Haile Mariam en mayo de 1991, el conflicto refleja las contradicciones políticas que han caracterizado el régimen etíope desde su última transición, la difícil apertura del espacio político y los límites a la libre expresión en Etiopía de la diversidad y la pluralidad que caracteriza el país.

Mapa Político de Etiopía, con las 11 regiones actuales (Wikipedia)
Un conflicto cruento

La guerra entre el gobierno de Etiopía y de la región del Tigray se enraíza en sus diferentes concepciones del estado etíope, el futuro del régimen y el tipo de transición necesaria en el país. La llegada de Abiy Ahmed supuso el planteamiento de un nuevo proyecto político, cuya esencia se recoge en el concepto de medemer, que plasmó en un libro publicado en octubre de 2019. Interpretado como un retorno al centralismo político nacionalista etíope, y percibido por tanto como una ruptura con el federalismo étnico instaurado en la década de 1990, en palabras del propio Abiy Ahmed “Medemer, una palabra amhárica, significa sinergia, convergencia y trabajo en equipo para un destino común. […] En esencia, Medemer es un pacto de paz que busca la unidad en nuestra humanidad común.” Menos de un año después, estalló un conflicto armado que evidencia la dificultad para aplicar este concepto y forjar una paz duradera.

Habitada por aproximadamente el 5% de la población etíope, la región del Tigray, en el norte de Etiopía, se encuentra desde el comienzo del conflicto aislada, sin apenas telecomunicaciones, electricidad, gasolina, bienes y alimentos de primera necesidad, con los puentes destruidos, y una ayuda humanitaria que apenas llega. La presencia de personal de ONG y organizaciones internacionales es muy limitada, y ha sido objetivo de ataques específicos. El impacto del conflicto para la población es brutal. Hay por lo menos 63.000 refugiados en Sudán; la población desplazada internamente en el país se estima en cuatro millones, de los cuales tres millones lo son como consecuencia de la guerra.

Una investigación conjunta entre la Comisión de Derechos Humanos de Etiopía y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre las violaciones de Derechos Humanos en el conflicto ha señalado crímenes tales como ataques a civiles, incluidos niños y niñas, personas mayores y con discapacidad, ejecuciones extrajudiciales, tortura, detenciones arbitrarias y desapariciones forzadas, violencia sexual, desplazamiento forzado, ataques a la población eritrea refugiada, saqueos y destrucción de bienes, también culturales, perpetradas por las diferentes partes involucradas. A pesar de sus limitaciones y las controversias sobre la metodología empleada, el informe muestra una realidad cruenta para la población, profundamente agravada por la hambruna en la región derivada de la guerra.

La manipulación discursiva ha conducido a una polarización total entre quienes apoyan al gobierno etíope o al TPLF, y ha agravado la desinformación, con reconocidos periodistas, investigadores, políticos o medios de comunicación (como Addis Standard) atacados, detenidos o asesinados. Las redes sociales se han convertido en un terreno de batalla más, en el que se han orquestado diferentes campañas. Esta situación refleja la dificultad para encontrar un terreno de entendimiento entre las diferentes concepciones del estado etíope que permita el diálogo, y la falta de voluntad para una solución negociada al conflicto. 

La guerra entre el gobierno de Etiopía y de la región del Tigray se enraíza en sus diferentes concepciones del estado etíope, el futuro del régimen y el tipo de transición necesaria en el país

Lo cierto es que las circunstancias inmediatas sobre el inicio de la guerra son confusas. Que el conflicto estallara la noche de las elecciones presidenciales en Estados Unidos no parece fortuito; más bien buscó evitar la atención mediática internacional de un conflicto anunciado. La explicación oficial justifica el despliegue de las tropas en respuesta a un ataque orquestado por el TPLF contra una base militar del ejército etíope en la capital del Tigray, Mekele. Sin embargo, también se ha documentado el envío desde meses antes de tropas y armamento a la región, y esa misma noche un intento de capturar al gobierno regional. El ejército etíope, a pesar de ser uno de los más consolidados del continente, se ha encontrado en un conflicto difícil, al enfrentarse a un TPLF cuyos líderes ya vivieron y participaron en la caída del régimen anterior. Abiy Ahmed ha involucrado al ejército eritreo y ha permitido la intervención de fuerzas paramilitares como las Ahmara Special Forces y otras milicias locales. Comprender esta guerra requiere no obstante comprender el marco político de la RDFE.

La configuración de la República Democrática Federal de Etiopía

Etiopía es uno de tantos países que, a comienzos de la década de 1990, en África y otras regiones del mundo, experimentaron —al menos formalmente— transiciones a la democracia. El nuevo régimen nació marcado por la controversia sobre su forma, y pronto mostró un cariz beligerante en el momento de la guerra con Eritrea, y autoritario en disonancia con los principios democráticos recogidos en la Constitución aprobada en 1994.

La estructura y el sistema político de la RDFE se plantearon con el objetivo de romper con décadas de gobierno centralista, unitario y elitista en un país profundamente diverso. En primer lugar, la adopción del denominado federalismo étnico se entendió como la solución a las tensiones surgidas del modelo centralizador que marcó la construcción del estado imperial etíope moderno desde la segunda mitad del siglo XIX, y que se reforzó con la dictadura militar de Mengistu Haile Mariam (1977-1991). El objetivo era reconfigurar el mapa político para reflejar las principales comunidades y regiones del país y dotarlas de mayor poder político para descentralizar el gobierno. Así quedó reflejado en la Constitución, que definía una estructura federal, compuesta hoy por 11 estados o kilils, y que recogió explícitamente su derecho a la autodeterminación.

Un actor clave en todo este proceso fue el TPLF y, dentro de este, su líder durante más de dos décadas Meles Zenawi, presidente del Gobierno en la Transición (1991-1995) y primer ministro desde 1995 hasta su fallecimiento en 2012. Creado en 1975, el TPLF se sumó a otros movimientos políticos contrarios al control absoluto ejercido desde Addis Abeba sobre el conjunto del país. Frente a la narrativa de una única identidad nacional etíope, dichos movimientos plantearon una relectura de la construcción del estado etíope moderno como una creación imperial caracterizada por una desigual participación política de las diferentes comunidades etnolingüísticas y regiones que conforman Etiopía. Surgieron diferentes proyectos políticos, algunos de ellos secesionistas, otros como el del TPLF defensores de una estructura federal basada en la autonomía y autogobierno de las diferentes comunidades etnolingüísticas, dentro de una Etiopía democrática y pluriétnica.

La capacidad de movilización del TPLF le permitió jugar un papel central en la derrota del gobierno militar de Mengistu, y en la transición y configuración de la RDFE. Sin embargo, la estructura federal del nuevo régimen político fue controvertida: para algunos el federalismo étnico suponía la fragmentación del país y abría la posibilidad de su desmembración; otros consideraron que no se dotaba de suficientes competencias a los gobiernos regionales; y muchos vieron problemas en el trazado de las nuevas fronteras interiores.

El federalismo étnico vino acompañado por la aplicación del centralismo democrático, reflejo de los orígenes marxistas-leninistas del TPLF, con el objetivo de garantizar el control político por parte del EPRDF. Esta coalición fue impulsada en 1989 por el TPLF para crear un frente común en la lucha contra la dictadura de Mengistu e incorporar movimientos de otras comunidades y regiones. En su composición final, el EPRDF incluía cuatro partidos políticos regionales: el propio TPLF para Tigray, más otros tres ligados a las regiones de Amhara, Oromía y de las Naciones, Nacionalidades y Pueblos del Sur. El EPRDF animó además la creación de otros partidos regionales de orientación étnica que de facto han sido partidos satélite. Con este entramado político la coalición, y dentro de ella el TPLF, lograron un sólido control del espacio político.

El ineludible contexto internacional de la RDFE

La configuración de la RDFE también ha estado marcada por el contexto internacional, desde la transición hasta la actualidad. Las transformaciones en la década de 1990 ligadas a la desmembración de la URSS y el fin de la Guerra Fría y la condicionalidad política explícita de la ayuda internacional fueron claves en la reorientación del TPLF/EPRDF hacia un discurso democrático para garantizar apoyos internacionales en el momento de la transición política.

En esa década se produjeron asimismo cambios significativos en el propio Cuerno de África. Uno de ellos fue sin duda la secesión de Eritrea, fruto de un acuerdo entre el TPLF y el EPLF (siglas en inglés del Frente Popular de Liberación de Eritrea) durante la lucha contra la dictadura de Mengistu por el cual, en caso de victoria, Eritrea organizaría un referéndum de autodeterminación, que se produjo en 1993. La relación entre los dos países se fue deteriorando hasta la guerra que los enfrentó entre 1998 y 2000. Aunque firmaron un acuerdo de paz en Argel el año 2000, por el cual se comprometían a cumplir las decisiones de las comisiones creadas para resolver la disputa, Etiopía no las acató. El conflicto supuso una ruptura total de las relaciones y una profunda enemistad entre la dictadura de Isayas Afewerki y el TPLF/EPRDF. Otros cambios y convulsiones políticas en el Cuerno de África, como el estallido de la guerra civil en Somalia, o el conflicto entre Sudán y el actual Sudán del Sur, independizado en 2011, facilitaron que Etiopía se considerara como el actor clave del que dependía la estabilidad de la región.

El giro securitario de la política internacional desde comienzos del siglo XXI permitió al gobierno de Meles Zenawi instrumentalizar este papel en beneficio propio. Etiopía se presentó como la contraparte de la que dependía la contención del extremismo islamista, y la paz regional, como se vio por ejemplo en el momento de la intervención en Somalia entre 2006 y 2009. Esto le permitió simultáneamente reforzar el control sobre su propia población, especialmente tras las controvertidas elecciones del año 2005 en las que el EPRDF obtuvo los peores resultados de los cinco comicios que han tenido lugar entre 1995 y la llegada de Abiy Ahmed. El miedo a perder el poder generó una brutal represión y cercenó aún más las libertades. Tal es así que en las elecciones de 2010 y 2015 el EPRDF y sus partidos afines ganaron las elecciones con más del 99% de los votos.

La desmembración de la URSS, el fin de la Guerra Fría y la condicionalidad política explícita de la ayuda internacional fueron claves en la reorientación hacia un discurso democrático que garantizase apoyos internacionales en el momento de la transición política

Etiopía fue sumando y diversificando apoyos políticos y económicos, de Estados Unidos e instituciones internacionales como el Banco Mundial y la Unión Europea; pero también, más allá de los tradicionales socios occidentales, de otros países que, especialmente tras el cambio de siglo, han impulsado significativamente sus vínculos con el continente africano, como Emiratos Árabes Unidos, Turquía o la República Popular China. Etiopía se convirtió de hecho en uno de los ejemplos recurrentes en la narrativa del Africa Rising, también por la implementación del modelo desarrollista con el que el gobierno buscó reducir la dependencia de la exportación de productos básicos con inversiones de capital público para desarrollar infraestructuras, y aumentar la productividad en sectores clave como la agricultura y la industria manufacturera. Entre 2004 y 2020, Etiopía logró tasas de crecimiento por encima del 5%. La construcción de la Gran Presa del Renacimiento Etíope, un proyecto ideado durante el gobierno de Meles Zenawi, es producto y reflejo de ese estado desarrollista, y ha sido una fuente de tensiones con países ribereños, especialmente Sudán y Egipto.

La era post-Meles Zenawi

La transformación política de Etiopía desde la década de 1990 introdujo cambios significativos, pero no logró aglutinar socialmente al país en torno a un proyecto político común desde el reconocimiento de la diversidad social y política. Este desafío se fue evidenciando cada vez más a partir de la década de 2010, especialmente tras el fallecimiento en 2012 de Meles Zenawi. La coalición designó entonces como primer ministro a Hailemariam Desalegn, un nombramiento interpretado como una maniobra para mantener el peso del TPLF en la coalición. Sin embargo, apenas dos años después de su llegada, Hailemariam Desalegn se enfrentó al descontento de una población cada vez más activa en su crítica al gobierno. Etiopía es el segundo país más poblado de África, con una población estimada en 115 millones de personas de las cuales dos tercios sólo han conocido el actual régimen político.

Desde abril de 2014, el gobierno de Hailemariam Desalegn fue confrontado por la población oromo, la principal comunidad del país, inicialmente a cuenta de un controvertido plan de ampliación de Addis Abeba a expensas de la región de Oromía en la que se encuentra enclavada la capital, y donde vive aproximadamente el 35% de la población del país. Las denominadas protestas oromo fueron cobrando amplitud, y generaron réplicas en la región de Amhara, en la habita aproximadamente el 27% de la población etíope. Aunque Hailemariam validó su puesto en las elecciones de 2015 manteniendo un férreo control político, no agotó la legislatura por la constante movilización en contra del gobierno. Es en este contexto que el EPRDF, nuevamente entre dos ciclos electorales, designó a Abiy Ahmed primer ministro tras la renuncia de su predecesor, en un intento de relegitimar un gobierno maltrecho y evitar su caída como había ocurrido en otros estados del continente.

La llegada de Abiy se acogió con cierta sorpresa y esperanza, tanto en Etiopía como entre sus socios internacionales. Más joven que sus predecesores y con orígenes oromo, musulmanes y cristianos, aun siendo él pentecostalista, su designación parecía mandar un mensaje de escucha a cuatro años de protestas sociales y demandas de cambio, y reflejar la diversidad del país. De hecho, su llegada supuso una ruptura con la tónica de los gobiernos anteriores y generó incluso una cierta euforia por la liberación de presos políticos, al retomar el diálogo con los partidos y líderes de la oposición, nombrar un gobierno paritario y a Sahle-Work Zewde presidenta del país —la primera mujer en ocupar el cargo—, y propiciar el retorno de exiliados. Varios líderes y activistas de la oposición al gobierno de Meles Zenawi fueron nombrados a la cabeza de algunas instituciones públicas, como por ejemplo Birtukan Mideksa, directora de la Junta Electoral Nacional de Etiopía, o Daniel Bekele, comisario jefe de la Comisión de Derechos Humanos de Etiopía, ambos perseguidos tras las elecciones de 2005. También en lo económico Abiy parecía emprender una nueva etapa con diversos procesos de privatización. La euforia por el nombramiento y los primeros meses en el gobierno de Abiy Ahmed se palpó también fuera del continente cuando le fue concedido el premio Nobel de la Paz en 2019 «por sus esfuerzos para lograr la paz y la cooperación internacional, y en particular por su decisiva iniciativa para resolver el conflicto fronterizo con la vecina Eritrea».

A nivel regional, la cumbre en julio de 2018 en Asmara entre Etiopía y Eritrea reestableció las relaciones entre los dos países y terminó formalmente con la guerra entre ellos, lo que se formalizó en un acuerdo de paz firmado en septiembre en Jeddah, Arabia Saudí. Ese mismo mes, Etiopía, Eritrea y Somalia celebraron en Asmara la primera de una serie de cumbres tripartitas de alto nivel en la que firmaron un acuerdo para promover la paz y la seguridad en el Cuerno de África. Abiy Ahmed buscó además erigirse en mediador en otros procesos como la revolución en Sudán de 2018-2019.

El giro del EPRDF con la designación de Abiy Ahmed resultaba sorprendente y extraño dada la trayectoria del partido. De hecho, en diciembre de 2019, justo tras el viaje de Abiy a Oslo para recoger su galardón, la coalición fue suprimida y sustituida por un nuevo partido, el Partido de la Prosperidad (PP), en el que se fusionaron todos los miembros del EPRDF a excepción del TPLF. Si la llegada de Abiy Ahmed reflejó la pérdida de poder del TPLF en el seno de la coalición, con la creación del PP el TPLF quedaba fuera del gobierno central.

La llegada de Abiy se acogió con cierta sorpresa y esperanza: su designación parecía mandar un mensaje de escucha a cuatro años de protestas sociales y demandas de cambio, y reflejar la diversidad del país

Aunque la fundación del PP tuvo apoyos también recibió críticas desde quienes cuestionaban el retorno al centralismo clásico hasta quienes reclamaban más apertura política, algunas de ellas provenientes de antiguos apoyos a Abiy. Las elecciones generales previstas en 2020 iban a ser una prueba decisiva para Abiy en tanto que permitirían ver el apoyo a su proyecto y la profundidad de los cambios. Sin embargo, las elecciones fueron pospuestas sine die debido a la pandemia de COVID-19, una decisión cuestionada por su unilateralidad, especialmente por el TPLF. Las crecientes tensiones políticas también se vieron en el momento de la detención de líderes de la oposición con muy diferentes perfiles acusados de fomentar los disturbios tras el asesinato en junio de 2020 del músico Hachalu Hundessa en circunstancias no esclarecidas. En este contexto, las tensiones entre el gobierno central y el TPLF fueron en aumento, y se materializaron en la organización unilateral de elecciones en Tigray en septiembre, ganadas por el TPLF con un 98% de los votos, y la posterior ruptura de relaciones entre ambos gobiernos en octubre. Un mes más tarde estallaba la guerra.

La transición pendiente

El estado etíope es sin duda hoy más descentralizado que tres décadas atrás, pero esta descentralización estuvo fuertemente controlada por el gobierno central, en manos del EPRDF hasta su desaparición en 2019. La Constitución de 1994 apostó por un modelo que no se ha implementado realmente en tanto que se retorció con ese control central. El escollo no es en este sentido tanto el modelo constitucional como los gobiernos central y regionales, la manera en que el EPRDF se ha mantenido en el poder desde la última transición, la instrumentalización política de las identidades étnicas, y hoy también el control del espacio político que se mantiene con Abiy Ahmed. Más allá de los cambios, es posible identificar algunas continuidades que nos recuerdan que el gobierno de Abiy Ahmed surgió del propio EPRDF.

Abiy Ahmed pareció iniciar una transición hacia la democracia que hoy aún parece lejana. Algunas de las dificultades para abrir el espacio político las ha heredado de los anteriores gobiernos, pero otras han surgido por un liderazgo personalista que ha rehusado el diálogo necesario en democracia y especialmente para lograr un cambio pacífico. Su rechazo por reconocer al TPLF, designado organización terrorista, y a cuyos miembros se refiere como “camarilla”, y la presión y persecución de la población del Tigray, son obstáculos para una solución negociada del conflicto que ponga en primer plano las necesidades de sus víctimas. El rechazo del TPLF a reconocer el gobierno de Abiy, y la extensión del conflicto a las regiones vecinas Amhara y Afar, también han prolongado el conflicto e impedido el diálogo.

Las acusaciones de genocidio contra la población del Tigray han de examinarse dentro de una investigación integral sobre los crímenes de guerra perpetrados por todas las partes implicadas. Oponerse a ello en nombre de la “mentalidad neocolonial”, como ha hecho el gobierno etíope en relación con la reunión en diciembre de 2021 del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en Etiopía evidencia la difícil resolución del conflicto, mientras que la creación de una comisión de diálogo nacional inmediatamente después surge marcada por las dudas sobre su imparcialidad. A pesar de que las elecciones generales se celebraron finalmente en junio de 2021 en gran parte del país, el propio contexto en que han tenido lugar no ha permitido al gobierno obtener la legitimidad que necesita, aún al ganar con el 97,3% de los sufragios como ocurría con el EPRDF. La campaña del Great Ethiopian Homecoming lanzada por el gobierno para que un millón de etíopes de la diáspora viajen a Etiopía para celebrar la Navidad etíope en enero de 2022 ha buscado reafirmar la autoridad del gobierno dentro y fuera del país, para “mostrar al mundo que Etiopía sigue siendo un país estable” y “cambiar la imagen negativa que los medios de comunicación occidentales tienen de Etiopía.” Coincidiendo con las celebraciones, el gobierno central anunció el 7 de enero la liberación de algunos presos políticos, y lo justificó como un sacrificio para facilitar el diálogo y la unidad del país.

Aunque Etiopía ha jugado la baza panafricanista para cuestionar una pretendida injerencia occidental en el conflicto, presionando al gobierno de Abiy en favor del TPLF, la realidad es que la respuesta de los estados e instituciones occidentales no presenta un frente común y ha sido errática. Mientras, las nuevas alianzas internacionales forjadas en el marco de esta guerra, como el inusitado eje Asmara-Addis Abeba-Mogadiscio o los apoyos turco, emiratí y chino entre otros aliados, generan dudas sobre el proyecto de Abiy y han recibido críticas.

Los intentos de la Unión Africana para mediar en el conflicto han sido muy difíciles, pero pueden haber traído sus frutos. En marzo de 2022 trascendió una información sobre la primera comunicación telefónica entre Abiy Ahmed y el líder del TPLF Debretsion Gebremichael desde el inicio de la guerra. Días después, el gobierno federal anunció una tregua humanitaria indefinida y con efectos inmediatos que fue aceptada por el TPLF. Fue la primera buena noticia desde noviembre 2020.

La RDFE se tambalea a los diez años de la muerte de Meles Zenawi y hasta la fecha Abiy Ahmed no ha sabido lidiar mejor con el TPLF y el legado del EPRDF. Mientras, otros conflictos, tensiones y necesidades han quedado eclipsados por la guerra. Un conflicto que, como ya hizo el EPRDF en el momento de la guerra contra Eritrea, se ha usado para aglutinar al país detrás del proyecto de Abiy Ahmed. La Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios estimó en diciembre de 2021 que 22 millones de etíopes necesitarían asistencia humanitaria en 2022, no sólo por el conflicto sino también por sequías, inundaciones, enfermedades y plagas que afectarán especialmente a las regiones de Afar, Amhara, Tigray, Somalia y Oromía. Los desafíos a los que se enfrenta el actual régimen etíope van más allá de la guerra en el Tigray, y tampoco podrán atenderse mientras esta perdure.

Elsa Aimé González

Elsa Aimé González

Elsa Aimé González és professora associada del Departament de Relacions Internacionals de la Facultat de Ciències Humanes i Socials de la Universitat Pontifícia de Comillas. També és investigadora del Grup d'Estudis Africans i del Grup d'Estudi de les Relacions Internacionals a la Universitat Autònoma de Madrid, i coordinadora de l'àrea d'Àfrica Subsahariana de la Fundació Alternatives. És Llicenciada en Història i Doctora en Relacions Internacionals i Estudis Africans per la Universitat Autònoma de Madrid. Les seves principals àrees d'investigació giren al voltant de la història d'Etiòpia i de la Banya d'Àfrica i la teoria de relacions internacionals. També ha reflexionat sobre les polítiques de cooperació d'Espanya i de la Unió Europea a l'Àfrica. Ha realitzat estades d'investigació al Centre d'Études d'Afrique Noire (CEAN) de Bordeus, al Centre d'Études des Mondes Africains (CEMAf) de París i al Centre Français des Études Éthiopiennes d'Addis Abeba. Ha participat com a investigadora en el projecte de recerca “Monitoring Conflicts in the Horn of Africa” dirigit per Alexandra Dias.