La afirmación de la existencia de un problema Cataluña-España tiene, al menos, dos interpretaciones posibles. Se puede entender en un sentido débil, circunstancial, como sucede cuando se exponen una serie de asuntos controvertidos: financiación, comunicaciones, respeto a la identidad, etc. A mi parecer, ninguno de los argumentos expuestos por quienes hablan de un “problema” en ese sentido resultan válidos o lo suficientemente válidos como para no formar parte de las discrepancias normales abordables en una comunidad democrática. En todo caso, no voy discutirlos aquí. La otra interpretación, fuerte, esencial, sostiene que el problema es el hecho mismo de la existencia de Cataluña dentro de España, no deseado por muchos catalanes. Aquí defenderé que este segundo “problema” no es un problema como tal, salvo si se asumen perspectivas normativas o políticas contrarias a elementales consideraciones igualitarias y democráticas. En ese sentido, se puede decir que “el problema” es el trasfondo ideológico del supuesto problema, que poco tiene que ver con ideas democráticas o socialistas, las que inspiran una parte de mí argumentación.

El problema del problema

Para resolver un problema debemos identificarlo. Decir que “hay un problema” sin precisarlo es no decir nada. En realidad, supone crear un pseudoproblema y, con frecuencia, el verdadero problema consiste en empecinarse en la existencia de un problema. No hay manera de determinar las propiedades del calórico porque el calórico no existe. La manera de “resolver” la dificultad consiste en mostrar que es un falso problema. Que muchas personas insistan en que existe un problema no lo convierte en real. Si acaso, lo que se produce en tales casos es otro problema que nada tiene que ver con el proclamado, pero cuya solución es condición para abordar el supuesto problema. Cuando la recreación radiofónica de La guerra de los mundos por Orson Welles arrastró a las calles a miles de norteamericanos, las autoridades no movilizaron al ejército para combatir a los marcianos, sino que comenzaron por desmentir la invasión extraterrestre. El problema desapareció inmediatamente. En tales casos, resolver el problema es disolverlo.

En el caso de los negocios políticos podríamos pensar que las cosas son distintas, que un problema percibido es un problema real. Para centrarnos en nuestros asuntos: si un número suficiente de ciudadanos tiene determinadas preferencias (por la secesión o por el derecho de autodeterminación, que es la posibilidad de decidir la secesión, la soberanía), entonces estamos ante un problema real y debemos dar cauce a esas preferencias. No estoy seguro de que el argumento funcione. Por dos razones. Primero, porque las preferencias pueden ser objeto de valoración y revisión. No constituyen la última palabra. Sucedió en 1962, cuando George Wallace obtuvo el 96% de los votos en las elecciones a gobernador de Alabama, con el compromiso de no cumplir la sentencia de la Corte Suprema de 1956 que garantizaba a los estudiantes negros el derecho a cursar estudios universitarios. Eran muchos, pero eso no hacía buenas sus preferencias. Sobre esto, sobre la calidad moral de las preferencias, volveré en la parte final de mi exposición.

El 21% de ciudadanos españoles son contrarios al Estado de las autonomías. Si les dijéramos «sí» a los dos millones, le estaríamos diciendo “no” a muchos más

Por otra parte, hay que precisar el sentido exacto de “un número suficiente de ciudadanos”. El número “suficiente” necesita un marco de referencia. Puede que dos millones de catalanes –esto es, de ciudadanos españoles— no vean atendidas sus preferencias en favor de la independencia. Pero también hay otros -incluso muchos más—ciudadanos cuyas preferencias son ignoradas permanentemente. Por ejemplo, al 21% de ciudadanos contrarios a las autonomías. Si les dijéramos “sí” a los dos millones, le estaríamos diciendo “no” a muchos más: a ese 21 %, cuyas opiniones ya estamos desatendiendo, y también a quienes están satisfechos con el actual Estado de las autonomías. En eso consisten las reglas de la democracia, en aceptar que, dentro de la comunidad política de decisión, nuestras propuestas no han conseguido suficientes apoyos.

El problema falso

Por supuesto, podemos dibujar un perímetro de referencia dentro del cual la minoría resulte mayoritaria. Vale la pena detenerse en este aspecto, central para lo que nos ocupa: la determinación del sujeto de decisión. Así, las cuentas del “número suficiente” –se dice– deberían hacerse solo entre los miembros de la comunidad que quiere independizarse, de la nación. Solo las naciones serían sujetos políticos de decisión. La identificación de la nación resolvería el problema del sujeto de decisión. Un camino plagado de dificultades quintaesenciadas en la idea de “nación”. Las dos posibles líneas de interpretación de “nación” resultan insatisfactorias a la hora de determinar inequívocamente quiénes deben decidir. La primera, “subjetiva”, que apela a la voluntad, colapsa conceptualmente. La segunda, “objetiva”, que apela a la identidad, colapsa moral y empíricamente.

La idea de nación “subjetiva” apunta a la democracia o la voluntad: la nación es la comunidad relevante y hay una nación cuando existe un conjunto de individuos que creen que son una nación. Obviamente, esa definición, circular, resulta incorrecta: el definiendum no puede formar parte del definiens. De ahí que la misma idea se presente mediante otras formulaciones: “cuando existe un conjunto de individuos con voluntad de autogobierno” u otra variante, por ejemplo, la independencia (a lo largo de estas notas no resulta importante distinguir entre los dos conceptos). Aunque, por un suponer, los habitantes de Marbella (con un elevado nivel de renta y, por tanto, con modos de vida parecidos) compartan –entre ellos—un mayor grado de identidad y cohesión del que mantenemos los catalanes entre nosotros, Cataluña sería una nación porque los catalanes tenemos una voluntad de autogobierno de la que Marbella carece: el sujeto que decide es una nación, se dirá, porque tiene voluntad de autogobierno colectivo.

Una respuesta que no aclara mucho. Si se repara, en realidad, no se ha establecido el perímetro de la decisión, de soberanía, el demos. Y en ese terreno los problemas se multiplican: ¿Solo constituyen la nación los catalanes que tienen la preferencia? ¿Y los demás? Esos otros, a su vez, ¿constituirían otra nación o están sometidos a lo que quieran quienes sí tienen esa voluntad? Y, si es así, ¿por qué la voluntad de una parte de los catalanes –esos que no participan de esa voluntad—está sujeta a la voluntad de la hipotética mayoría y, sin embargo, una parte –con toda probabilidad menor—de los españoles, esos catalanes que sí están por el autogobierno, sí que pueden decidir por su cuenta? ¿Por qué ellos no están atados a una mayoría (de españoles) todavía mayor? ¿Podría considerarse un sujeto de soberanía (indivisible) una Cataluña con un 40 % de catalanes que no tuvieran esa voluntad de autogobierno, pero no una España en la que apenas un 8% (algunos, muchos incluso, catalanes y vascos) de españoles no quisieran ser españoles?

Si solo constituyen la nación quienes tienen la voluntad del gobierno, cualquier colectivo podría considerarse una nación, ignorando la naturaleza de los territorios políticos, enmarcados por fronteras

Desde luego, si solo constituyen la nación quienes tienen la voluntad del gobierno, cualquier colectivo podría considerarse una nación. Aunque solo votasen la independencia un 10% de una comunidad política, ese 10% constituiría una nación y, como sujeto, “decidiría” con un (tautológico) resultado del 100%. Ese 10% podrían ser catalanes respecto a España, pero también de Santa Coloma o Sant Gervasi respecto a una hipotética Cataluña independiente. Esa “respuesta” es la del liberalismo de Von Mises: “El derecho a la autodeterminación, con respecto a la cuestión de la pertenencia a un Estado, se entiende, por lo tanto, cuando los habitantes de un territorio determinado (ya sea un solo pueblo, un barrio entero, o una serie de distritos adyacentes) hacen saber, mediante un plebiscito libremente llevado a cabo, que ya no desean permanecer conectados con el Estado al que pertenecen, sino que desean formar un Estado independiente o formar parte de algún otro Estado, y sus deseos deben ser respetados y aplicados”.

La “respuesta” liberal salva el problema del sujeto de decisión: cualquiera. Pero, a su vez, está en el origen de otras dificultades. Entre ellas una que quiero destacar para mi posterior argumentación: ignora la naturaleza de los territorios políticos (enmarcados por fronteras), bien distinta de la naturaleza de los terrenos privados. Un territorio político es superlativamente comunista: todo es de todos sin que ninguna de sus partes sea de nadie en particular. Se trata de un proindiviso no de una sociedad por acciones. Uno (o unos cuantos) no se puede(n) ir “con lo que es suyo” porque, cuando se trata del territorio político, no hay un territorio “mío/nuestro” previo a lo que es de todos. En eso se sustenta la idea de ciudadanía. Madrid no es más de los madrileños que mía. Un barcelonés tiene los mismos derechos en Huelva que en Bilbao. Y sus derechos no disminuyen según se aleja de su ciudad. La ciudadanía no admite grados. No se es más o menos ciudadano. La ciudadanía se tiene o no se tiene. Sobre ese espacio político institucional se asienta la propiedad. El territorio político, donde se establecen las leyes, es condición de posibilidad de la propiedad privada. Yo soy dueño de mi casa porque previamente existe ese territorio común -un espacio jurídico– que me permite disponer –y delimita el uso– de mi propiedad (por eso no puedo hacer con ella lo que quiera: atropellar con mi coche o conducir por la acera). Pero la propiedad (privada) de las cosas nada tiene que ver con la propiedad (colectiva) del territorio político.

Como se ve, la idea de nación asociada a la voluntad es fuente de complicaciones. Desde luego, lo es para quienes asumen la continuidad ontológica de las naciones: si hace quince años no había un conjunto suficiente de individuos con “vocación de autogobierno”, la nación entonces no existía y dejaría de existir si mañana se cambiara de opinión. Sencillamente, para votar necesitamos fronteras que delimiten a quienes deciden, el demos, y, sin regresión infinita, ese demos no se puede votar. Se decide dentro de las fronteras, no se deciden las fronteras. Las fronteras, todas, son resultados de geografía, guerras, conquistas, enlaces matrimoniales, etc. No se han votado las de España ni se votaron las de Cataluña. Constituyen inevitables puntos de partida para el ejercicio de la democracia.

Una comunidad política debe asentarse en el vínculo de ciudadanía, no en el de identidad ni en cualquier otra ontología idealista. No hay esencias ajenas a la historia, impermeables a la recomposición de las poblaciones

Por supuesto, siempre podemos acudir a esencialismos historicistas, a (la otra línea de interpretación) una idea de nación objetiva, que dibuje el perímetro de decisión con independencia de la voluntad de los sujetos. En tal caso la frontera de quienes tienen “derecho a decidir” no podrá ser otra que la participación en la identidad (o alguna de sus variantes, lengua, etc.): una suerte de eterna unidad de destino. España existiría desde Viriato y Cataluña, pues, desde Wifredo “el Velloso”. No voy a recorrer los problemas empíricos ni normativos de esa línea de argumentación. Mi perspectiva es socialista –de izquierda marxista, si hemos precisar– y, desde ese punto de vista, una comunidad política debe asentarse en el vínculo de ciudadanía no en el de identidad ni en cualquier otra ontología idealista. No hay esencias ajenas a la historia, que transmigren en las almas de los pueblos (¿Cuándo empiezan? ¿Por qué no cien años antes?), impermeables a la recomposición de las poblaciones. Y, aun si las hubiera, la tradición, lo que una vez fue, que de eso se trataría, no hace bueno nada, salvo para los reaccionarios como los que combatieron la Revolución francesa y sembraron las semillas intelectuales de la historia más negra de Europa.

El problema real

La parte final de mi exposición será explícitamente normativa, crítica de las preferencias secesionistas. Para ello retomaré la idea ya anticipada de territorio político comunista como espacio de realización de principios de justicia y democracia. Idealmente, en las comunidades democráticas operan dos principios. El primero, de unidad de justicia, compromete a los ciudadanos entre sí: las fronteras delimitan un ámbito unitario de aplicación de principios de justicia, en donde se garantizan derechos, se redistribuye, se mutualiza la deuda y se proporcionan servicios. Al otro lado de la frontera el principio deja de operar: se puede ayudar, pero no hay una obligación de hacerlo reforzada jurídicamente. Los extranjeros no pueden reclamar redistribuciones o “momentos hamiltonianos” (mutualización de la deuda) ante los tribunales. No forman parte de nuestra comunidad política y no estamos comprometidos con ellos. Por aquí asoma el otro principio, de unidad de decisión y gobierno, según el cual las decisiones idealmente tomadas por todos nos comprometen a todos. La democracia, regida por la unidad de justicia en sus deliberaciones, se traduce en leyes que nos obligan porque tenemos la posibilidad (siquiera indirecta) como ciudadanos de participar en su gestación. El primer principio es responsable de que los ciudadanos del mismo Estado estén unidos por derechos y obligaciones que no alcanzan a los individuos de otros países. El segundo principio opera según un criterio de comunidad relevante: las decisiones las toman aquellos sobre quienes esas mismas decisiones recaen. Fuera del territorio enmarcado por las fronteras, en las relaciones entre los Estados, las cosas serían muy diferentes: no hay compromisos de justicia o de redistribución y tampoco espacio común de decisión, democracia.

Esos dos principios están estrechamente vinculados. Se delibera y decide (segundo principio) sobre el trasfondo del paisaje de justicia (primer principio). Las propuestas –que recogen diferentes intereses o propuestas—se defienden y debaten atendiendo a consideraciones de justicia. Los representantes, a la luz de las mejores razones, corrigen sus juicios, de grado o, simplemente, porque, obligados a defender sus puntos de vista, ellos mismos se ven comprometidos con los principios que han invocado. Si acuden al Parlamento diciendo “hemos de asignar recursos a los de mi pueblo porque están muy mal” y se le muestra que hay otros que están peor, su compromiso con el principio “debemos atender a los que están peor” le obligará a cambiar de opinión. Así las cosas, tendencialmente, la deliberación democrática apunta a las decisiones más justas, a las mejores leyes.

Pero, además, y esta es la parte importante de mi exposición, los dos principios, a su vez, resultan inseparables de la unidad del territorio político en el sentido precisado más arriba. No por casualidad la divisa completa de la Revolución francesa en sus días de mayor fervor democrático era “Unité, Indivisibilité de la République, Liberté, Égalité, Fraternité”. Y es que el guion anterior se descompone cuando se pone en cuestión la unidad de territorio político. Si alguien dice “si no me gustan las decisiones adoptadas, me voy con lo mío”, la deliberación democrática se quiebra. Se muda en chantaje. Las decisiones colectivas rompen su vínculo con la justicia. Dejan de ser el resultado de deliberaciones en las que se atienden todas las voces y se las calibra por su calidad normativa, para traducirse –en el mejor de los casos- en negociaciones según la fuerza de cada cual. Los participantes en la deliberación dejan de estar comprometidos –aun si hipócritamente—con el interés de todos y pasan a oficiar como embajadores, para decirlo con la imagen de Burke: acuden al Parlamento a defender los intereses de los suyos, con independencia de quienes sean los más necesitados (dentro de su comunidad política).

Levantar una frontera en una sociedad democrática supone privar de derechos de ciudadanía a unos por decisión de otros: en una parte del territorio político los ciudadanos quedan convertidos en extranjeros. Al otro lado de la frontera, se acaba la comunidad de democracia y de justicia

Por supuesto, para que ese mecanismo (aquí reconstruido idealmente, pero honrado de facto por todos) funcione, nadie puede ver ignorados sus intereses. Si unos están privados de derechos, se les impide opinar libremente o se les niega la participación, si no son ciudadanos, dejan de estar vinculados con las decisiones: si no se escucha mi voz no estoy vinculado con las decisiones. De ahí nace la justificación del tiranicidio, defendido por clásicos griegos y latinos, como Plutarco o Cicerón, teorizado y disculpado por la escolástica española con su característica minuciosidad, y que encuentra versiones más modernas –que no más elaboradas– en el derecho de resistencia, incluido explícitamente en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución francesa e, implícitamente, en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Una línea de argumentación que tiene su remate en la justificación del derecho de autodeterminación de la teoría de la reparación (o de la causa justa), según la cual la secesión sólo resulta aceptable cuando se ha producido una ocupación de un territorio soberano (una situación colonial) o se violan sistemática y persistentemente los derechos en un territorio. La separación sería un mal menor para aliviar otro peor: el daño a los derechos, entre ellos el de participación. Cuando eso se produce cabría amenazar legítimamente: “si mis derechos no son atendidos o mi voz es acallada, me marcho”. Mientras tales circunstancias no concurran (y no concurren), no habría secesión aceptable. Lo importante son los derechos y la democracia.

El reto

Levantar una frontera en una sociedad democrática supone privar de derechos de ciudadanía a unos por decisión de otros. En una parte del territorio político quienes hasta ahora eran ciudadanos quedan convertidos en extranjeros. Al otro lado de la frontera, se acaba la comunidad de democracia y de justicia. En ese sentido, no hay diferencia ninguna entre que Cataluña vote su independencia y que los españoles voten expulsar a Extremadura de la comunidad política compartida (o a los pobres). O que los blancos voten sobre los derechos de los negros. Desde una perspectiva igualitaria esas son situaciones indeseables que deben criticarse. Las preferencias en favor de esas propuestas constituyen un problema, pero no porque haya que “darles una solución” sino porque muestran mala salud democrática. Y deben combatirse como se combaten las preferencias sexistas por más extendidas que estén.

Toda frontera es una anomalía moral: haber nacido del lado malo, una circunstancia puramente azarosa, que nada tiene que ver con méritos o esfuerzos, otorga un desigual acceso a derechos, libertades y bienestar. Desafortunadamente, la realización de las aspiraciones democráticas e igualitarias requiere instituciones inevitablemente enmarcadas en un territorio político. En ese sentido, hay una paradoja constitutiva para la izquierda: busca la igualdad pero, en la medida que la actuación está acotada territorialmente y tiene un alcance limitado, traza fronteras de desigualdad. Obviamente, el principio de distribución comunista, “de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades”, pierde calidad si solo se aplica entre los miembros de mi familia. Y la gana en la medida en que se extienda a más conciudadanos. En ese sentido, la paradoja se debilita en una línea de actuación, de minimización del mal: debemos ampliar las comunidades de decisión y de justicia, nuestro círculo de incumbencia moral, el comunismo del territorio político. Por lo mismo, desde una perspectiva igualitaria no está justificado levantar una frontera allí donde existen comunidades de justicia y de decisión. No solo no está justificado, sino que debe ser combatido.

Félix Ovejero

Félix Ovejero

Félix Ovejero es Doctor en Ciencias Económicas y profesor titular de Economía, Ética y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona. También ha ejercido como profesor visitante en la Universidad Pompeu Fabra, en la Universidad de Wisconsin y en el Center from Ethics, Rationality and Society de la Universidad de Chicago. Fue uno de los fundadores y firmantes del manifiesto de la plataforma Ciutadans de Catalunya, una formación cultural formada por varios intelectuales, opuesta al nacionalismo catalán, que se convertiría en la semilla del partido político Ciudadanos. Es columnista habitual de El Mundo y también escribe en las páginas de El País. Es autor de numerosos libros; entre los más recientes, destacan Sobrevivir al naufragio (2020) y La deriva reaccionaria de la izquierda (2018).