Si la medicina tropical hizo sus pinitos en la India y en la Ruta a las Indias, el doctorado lo obtuvo en África, convirtiéndose así en uno de los componentes fundamentales de la nueva concepción de salud internacional, instituida más tarde a través de la Organización Mundial de la Salud (1948) y desplegada a través de unas fronteras sanitarias cada vez más discretas, pero no por ello menos reales [1]1 — Véase De la Flor, José Luis (2020). Securitización de la salud y medicalización de las relaciones Internacionales. Una genealogia africana del poder medico global, tesis doctoral, Universidad Autónoma de Madrid. . El concepto de salud global, apuntado en Alma Ata (“Salud para todos en el 2000”, septiembre de 1978) [2]2 — Véase la declaración de la Conferencia Internacional sobre Atención Primaria de Salud, Alma-Ata, URSS, 6-12 de septiembre de 1978. Disponible en línea. , fue sofocado por la marea neoliberal y reavivado a bombo y platillo en 2016 con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (Agenda 2030). Su objetivo principal es superar las enormes limitaciones del viejo enfoque sanitario internacional. Sin embargo, la COVID-19 ha desnudado las carencias de semejante presunción.

¿Otra vez en el “laboratorio africano”?

Más allá de su expansión planetaria, la COVID-19 ha generado la conciencia de pandemia más aguda, de mayor extensión y con peores consecuencias desde la explosión del SIDA (80s-90s).

Algunas de las características de su propagación en el subcontinente africano permiten abogar por su uso como laboratorio sociológico observacional, resultando en una especie de “experimento histórico espontáneo” descomunal. La observación consecuente indica que la pandemia en África ha tenido una evolución singular, con una “inversión epidemiológica” respecto a las previsiones expertas y a la geografía de otras enfermedades.

La aplicación de las medidas internacionales (OMS), basadas en la separación de poblaciones, en un contexto con sistemas nacionales de salud (SNS) altamente deficitarios, genera las “condiciones de laboratorio”: podemos conjeturar, como hipótesis, que el conocimiento local —en su diversidad— ha sido el recurso más empleado por la mayoría de las poblaciones.

Ahora bien, y con independencia de que la referencia a un “laboratorio africano” pueda inquietar a quienes han denunciado en tantas ocasiones el trato a las poblaciones africanas como conejillos de indias, los datos obtenidos se enfrentan a obstáculos metodológicos, entre los que señalaré dos.

Por un lado, existe el desafío de una “antropología sin etnografía”: las mismas medidas contra la COVID-19 que generarían el “efecto laboratorio” también han dificultado enormemente el trabajo de campo, central cuando se habla de conocimiento local y del comportamiento sanitario de las poblaciones. Por otro lado, encontramos que “llueve sobre mojado”: la presencia de otros riesgos sanitarios relevantes entre las poblaciones africanas, la dificultad de contrastar los casos, la fiabilidad relativa de los datos estadísticos, así como la escasa especificidad típica de las terapias locales pueden arrojar un cuadro epidemiológico confuso.

La pandemia en África ha tenido una evolución singular, con una “inversión epidemiológica” respecto a las previsiones expertas y a la geografía de otras enfermedades

Estas dificultades son habituales en las investigaciones sobre salud en África, por lo que no deberían ser motivo para descartar un análisis necesario. Ahora bien, hay que ser consciente de ellas para poder optimizar la comparación propuesta y dimensionar bien los aprendizajes. Para hacerlo, proponemos contextualizar los indicadores de la COVID-19 en África y luego explorar los indicios de usos de conocimiento local siguiendo distintas estrategias.

Originalidad y “clasicismo” de la COVID-19: comparando pandemias

El discurso sobre la COVID-19, tanto el científico como el divulgativo, se ha proyectado sobre una especie de tipo ideal de pandemia que permite asociarla con otros eventos pasados (cólera, peste, gripe del 1918…). Las convergencias y las divergencias que revela esta “construcción de la enfermedad” (una aproximación bien estimada por la antropología médica) son reveladoras.

Como manda el imaginario de las plagas, la COVID-19 presenta una intensa propagación planetaria, un alto grado de contagio y una afectación generalizada. En menos de dos años, se estiman unos 225 M de casos en prácticamente todos los países y grupos sociales del mundo. Un número infinitamente mayor que el de los desencadenantes nimios que habían puesto en marcha las 5 emergencias sanitarias internacionales (PHEIC) anteriores a la COVID-19: gripe A, poliomielitis, Zika, Ebola. Por no hablar de otras alarmas previas a la adopción del Reglamento Sanitario Internacional por parte de la OMS en 2006, como el SARS o la gripe aviar. Este desarrollo explosivo retrotrae mucho más en el tiempo, hasta la célebre gripe del 1918, aunque la COVID-19 esté mucho más registrada.

La virulencia y la letalidad de la COVID-19 oscilan de baja a media, pero, en las áreas más afectadas, esta incidencia se ha traducido en una mortalidad insoportable para la opinión pública, en particular, de los países ricos. Las primeras estadísticas fiables para 2020 sugieren un aumento de 2 puntos (‰) en la tasa de mortalidad en países como Italia o España. En todo caso, 4,7 millones [3]3 — Todos los datos sobre la COVID-19 se han extraído de Worldometers, ajustándose (con redondeos) a fecha de 14 de septiembre de 2021. de defunciones en 21 meses es un número global muy considerable. Esta cifra se encuentra muy por encima de los 409.000 fallecimientos de malaria registrados por la OMS en 2019 o incluso de los 740.000 de 2000. También supera las muertes por gripes, calculadas entre 300.000 y 650.000 muertes en 2017, para un enorme número de casos (la alerta de 2009 por virus H1N1, la familia del “villano” de 1918, apenas provocó 20.000 muertos confirmados para tal vez 1.500 millones de personas infectadas). Ciertamente, esta mortalidad está muy por debajo de la acumulada por el VIH-SIDA en cuarenta años (38 millones para 79 millones de casos, un pavoroso 48%). No obstante, en la última década, con el abaratamiento de los antirretrovirales, que ha promovido un uso muy generalizado, el pronóstico fatal del VIH ha caído en picado. Por ejemplo, en Botsuana —con altos, aunque polémicos índices de infección—, en 2019 se registraron 5.000 muertes para 380.000 casos, mientras que en Europa la esperanza de vida de las personas enfermas de VIH-SIDA supera los 70 años. Otros brotes epidémicos letales, como el del Ébola en 2014, resultaron mucho menos contagiosos (11.323 fallecimientos por 28.646 casos, según la OMS).

En todo caso, estos números dan pie a una gran alarma social, provocando el miedo generalizado que ha acompañado a la COVID-19 en todo el mundo, incluidos los países más desarrollados y con una asistencia médica más eficaz. La constatación de que el pronóstico empeora mucho en personas vulnerables (personas enfermas y ancianas, aunque con la notable excepción de los niños y de las niñas, algo que distingue la COVID-19 de otras pandemias con aura clásica, como el cólera) permite identificar a la mayoría de las víctimas —una característica de muchas epidemias—. Sin embargo, esta posibilidad de previsión, de cálculo, no ha reducido demasiado el temor hacia la COVID-19. El pánico, sin duda uno de los rasgos definitorios del imaginario de pandemia, se ha multiplicado por el novedoso efecto de los mass media, enfrascados paradójicamente en una labor de protección educativa.

Este temor sanitario supera con mucho el sin embargo nada desdeñable efecto de las emergencias internacionales, al tiempo que contrasta con la indiferencia ante las pandemias metabólicas. Invisibilizadas al ser transmitidas por vectores conductuales, juzgados a menudo de forma benevolente cuando no positiva en el contexto social, estas últimas afectan a mucha más gente y suman la mayor parte del factor de riesgo de desenlace fatal a nivel mundial. El sobrepeso, que afectaba a 1.900 millones de personas en 2016, así como la obesidad —650 millones— se asocian sin margen de duda con las principales causas de muerte. O ¿qué decir de la diabetes, con 1,5 millones de fallecimientos de los 420 millones de casos de 2019, y a los que deberían sumarse los decesos relacionados con la hiperglicemia (2,2 millones en 2012 y aumentando)? ¿O de la hipertensión arterial (HTA), con al menos 1.130 millones de afectados y un mínimo de 7,5 millones de decesos anuales asociables? Queda mucho por aprender sobre estos miedos selectivos.

El temor sanitario que ha generado la COVID-19 contrasta con la indiferencia frente a las pandemias metabólicas, invisibilizadas

En todo caso, sólo el VIH-SIDA ha generado una alarma comparable, pero muy distinta, porque raramente ha sido presentado como una amenaza indiscriminada como la COVID-19. El contagio por VIH-SIDA, mucho más progresivo, se ha asociado al comportamiento, en particular a la promiscuidad sexual (por no hablar de las famosa 4H de los 80s [4]4 — Las 4H hacían referencia a “Homosexualidad, Heroína, Hemofilia y Haití”. La ignorancia contribuyó en los años 80 a lecturas epidemiológicas precipitadas y erróneas, sesgadas por una ideologia que marginaba a los distintos y que moralizaba la enfermedad. ), con lo cual, se responsabiliza a las personas enfermas y se tranquiliza a la “comunidad de personas sanas y de hábitos sanos”.

Una extraña provincia pandémica: la “inversión epidemiológica” en África

La pandemia se extendió primero de oriente a occidente por las zonas templadas, avanzando mucho más dificultosamente en dirección al sur (y al extremo norte), excepto en América Latina. Este patrón supuso un décalage en su irrupción en África respecto a China y Europa. Durante ese tiempo, desde la epidemiología y desde la cooperación al desarrollo, se anunció una catástrofe sanitaria en el sur del Sáhara, en principio con la buena intención de movilizar conciencias y tratar de reducir estragos. Desde el área de estudios africanos, sin embargo, algunas voces —entre las cuales la mía [5]5 — Roca, Albert (2020). “Oportunidades del COVID-19 para África y viceversa. Pistas de investigación”. Artículo publicado en el blog es África (esafrica.es) el 21 de abril de 2020. Disponible en línea. —, intentaron contrarrestar esta previsión en base a los conocimientos que en aquel momento se tenían, tanto sobre el SARS-Cov-2 y otros agentes infecciosos comparables, por un lado, como sobre el subcontinente negroafricano y sus gentes, por otro.

Los registros sanitarios han validado tozudamente la predicción africanista, pero los estrategas sanitarios globales se han negado a pasar la navaja de Ockham sobre sus protocolos. Parafraseando a Umberto Eco, podríamos decir que los integrados se han convertido también en apocalípticos.

Factores tranquilizadores

La demografía africana, con una pirámide de población más joven que en ninguna otra gran región mundial (una media de más del 60% de la población está por debajo de 25 años), no predice una gran transmisión o, al menos, exenta de graves consecuencias. Esto se debe al efecto muy atenuado del virus entre los jóvenes (y aún más entre niños y niñas, que parecen transmitirlo menos) y al hecho de que sea precisamente este grupo el más presente en el espacio público. Por otro lado, la cultura de la edad en África —y las condiciones socioeconómicas que la determinan— no sólo suele mantener la autoridad familiar y social de las personas mayores, sino que excluye su aglutinación en centros especializados, reduciendo mucho el peligro de transmisión masiva. Recuérdese que las residencias fueron verdaderas trampas mortales en muchas regiones europeas, como en España.

Otro factor a tener en cuenta es el flujo con el exterior del continente. En el caso de África, este flujo es mucho menor que en Eurasia, minimizándose aún más gracias al mencionado desajuste en el ritmo de expansión de la COVID-19, que permitió llevar a cabo un cierre temprano de fronteras extrafricanas, en gran parte del continente.

Finalmente, es plausible plantearse que el ecosistema tropical (no sólo por sus altas temperaturas) podría ser poco favorable a la “familia” de las gripes, incluido el SARS-CoV2. Algunos autores han instado —sin demasiado apoyo— al estudio de estas condiciones, incluyendo las posibles resistencias suscitadas por la reacción a contagios anteriores [6]6 — Véase la opinión de M. Diop, “En Afrique, «le virus s’est retrouvé au contact d’une population déjà immunisée»”, publicada el 18 de septiembre de 2020 en Radio France Internationale (RFI). Disponible en línea. , reacciones potenciadas o catalizadas por la gran biodiversidad microbiológica africana, la cual supone una alta exposición a enfermedades infecciosas.

Factores apocalípticos

Los factores a favor del escenario catastrófico se asentaban sobre las condiciones estructurales de las sociedades africanas, pero éstas no determinan por sí mismas una explosión pandémica. En primer lugar, se aducía la alta prevalencia de enfermedades coadyuvantes, pero ésta sólo resultaría relevante si la transmisión entre el grupo de riesgo fuera masiva y rápida, como sólo ha ocurrido en Sudáfrica. En segundo lugar, y tal vez con la mayor insistencia, se temía la debilidad del sistema sanitario, pero este factor implica una saturación de hospitales y centros de referencia que ya es algo prácticamente habitual. En consecuencia, puesto que el recurso al sistema sanitario ya es subsidiario en las estrategias de salud de la mayoría de la población al sur del Sáhara, su “colapso” generaría mucha menos inquietud social que en Europa; aunque este factor no contribuye por sí mismo a combatir la pandemia, sí genera un mayor margen de maniobra política a los gobernantes, algo nada despreciable.

Los factores a favor del escenario catastrófico se asentaban sobre las condiciones estructurales de las sociedades africanas, pero éstas no determinan por sí mismas una explosión pandémica

Por último, también se esgrimían las dificultades económicas y socioculturales para aplicar las medidas recomendadas. Ahora bien, éste es un argumento ambiguo, puesto que los perjuicios de las medidas podrían ser mayores que los beneficios.

Así pues, la situación forzó la afloración des mecanismos alternativos ya habituales, mecanismos de “bricolaje” social y sanitario que recogemos bajo el paraguas conceptual de conocimiento local. En otras palabras, los factores apocalípticos no parecían desbancar a los más tranquilizadores.

Empíria contra la maldición de los trópicos

Los indicadores han señalado que, a pesar de que la COVID-19 es una infección que se transmite por vía aérea indiferenciada, no ha desplegado el patrón global esperable basado en previsiones que se focalizaban a priori en los colectivos vulnerables. Es decir, ni la pobreza, ni la debilidad del sistema sanitario ni la existencia previa de indicadores de salud desfavorables, ni siquiera los estereotipos de “clima insalubre”, han resultado automáticamente determinantes en la distribución de casos ni en su letalidad.

El resultado es una geografía de la salud inesperada, donde las regiones más saludables coinciden con las que antaño motivaron el levantamiento de fronteras sanitarias desde los países ricos: África, la India, sudeste asiático… Respecto a África al sur del Sáhara, presento una muestra comparativa donde se podrían intercambiar fácilmente los países considerados (sólo Sudáfrica presenta una incidencia comparable a la europea).

Italia rpc 33.000 / Italia let. 0,28 / TM 10,5 (para 2020 se calcula 12,60 [en España 8,80 >10,4]

Tabla de elaboración propia. Fuente de los datos: Worldometer, consultado el 14 de septiembre de 2021. La tasa de mortalidad solo se ha actualizado hasta el 2020 en Europa (donde se aprecia una subida de unos 2 puntos en algunos países); en los países africanos se trabaja con datos de 2018.

* En España, en los últimos años, la renta per cápita está en torno a los 30.000 dólares, mientras que en EE. UU. supera los 65.000 o en Alemania los 45.000; datos de 2019).


Las diferencias son evidentes. Baste aquí con comentar un par de cosas. En primer lugar, con estas tasas de mortalidad, contextualizadas en sus respectivos escenarios sanitarios, en la mayor parte de los países africanos la alarma en sí misma es muy baja y no justifica un trastorno grave de la actividad cotidiana. La colaboración con el sistema internacional se podría modular (cierres de fronteras extrafricanas y control de las intrafricanas, confinamientos puntuales muy justificados, y distancia social ajustable). Esta adaptación local de las medidas internacionales podría extenderse también a la panvacunación, teniendo en cuenta que esta última es desproporcionada, costosa y no supone una protección global dada la variación de las cepas. Así pues, una vacunación selectiva y dinámica parecería más efectiva y sostenible.

El segundo detalle se relaciona con la relativamente escasa diferencia en la letalidad, pese a la disparidad enorme de medios del sistema sanitario. Es un número que da para pensar e investigar. Muchas voces han argumentado que estos datos infravaloran la incidencia de la enfermedad, debido a la falta de medios para registrar contactos y certificar adecuadamente decesos. Sin embargo, estas descalificaciones no se han apoyado en “catas” estadísticas ni han “construido” datos alternativos, sino que se han quedado en simples conjeturas. Algunas observaciones aconsejan rechazar estas descalificaciones, a menos que aparezcan los datos, cosa que podría ocurrir cuando se tengan valores fiables sobre la variación de la mortalidad total. Sin embargo, hoy por hoy, sólo son accesibles hasta 2018. En cuanto a los hospitales, pese a su clara insuficiencia, sólo se han colapsado en momentos puntuales y los gobiernos tienen razones para preparar “proyecciones” al alza de la incidencia, en lugar de rebajarlas, con la esperanza de canalizar más recursos. No hay duda de que las estadísticas no son precisas, pero, por el momento, no parece haber razones suficientes para trabajar con magnitudes significativamente distintas a las que ofrecen los datos oficiales.

Sin embargo… Casandra gana

A pesar de todo lo expuesto, estas previsiones diferenciales han sido y, en consecuencia, no se da un análisis específico para África, sino que se imponen las mismas medidas que en el resto del mundo.

Por razones de coste y de logística, de los dos modelos que acompañan la estrategia farmacológica de investigación en vacunas, al igual que en buena parte de Europa, en el continente africano se ha aplicado, el esquema más arcaico —y anacrónico— de separación genérica de poblaciones (confinamientos, cierre de fronteras, cuarentenas…), en lugar del de separación selectiva de personas enfermas (rastreo activo). El problema estriba en que las medidas separadoras son inviables en las sociedades africanas, con pocas y concentradas excepciones como Ruanda.

La inercia catastrofista respecto a África es el resultado de una combinación de autocomplacencia científica, racismo, buena voluntad y mass media. De manera reveladora, el decreto de las medidas internacionales despertó un nuevo casandrismo, esta vez entre las voces que habían denunciado la previsión apocalíptica de la epidemiología: efectos sanitarios perversos, aumento de la violencia social, derivas autoritarias, quiebras económicas…

La inercia catastrofista respecto a África es el resultado de una combinación de autocomplacencia científica, racismo, buena voluntad y mass media

En cualquier caso, para amplios sectores de la sociedad, la acción efectiva frente a la pandemia —y frente a las medidas contra ésta— queda en manos de la propia población. Dada la escasa presencia de medicina científica privada y su retraimiento en todo el mundo ante la COVID-19, los recursos más obvios y utilizados entran en la categoría del conocimiento local. Esta “liberación” de obligaciones, unida a los bajos indicadores, ha permitido, paradójicamente, que las autoridades sanitarias africanas puedan dirigir sus esfuerzos hacia una reflexión sobre el propio sistema, sin la presión de la vorágine asistencial desencadenada en Europa.

Noticias sobre conocimientos locales… y no solo sobre salud

¿Cómo acercarnos a ese conocimiento local —presunto protagonista— en un África confinada? Propongo tres tipos de sondeo complementarios que, si bien no permiten establecer demostraciones empíricas consensuables, sí señalan pistas de investigación habitualmente descartadas (a costa de la salud de las poblaciones) [7]7 — Este artículo se complementa con otro en confección (previsto para otoño de 2021), que se centra en el análisis de ese conocimiento local oculto. .

El primer sondeo remite a la continuación de la mirada, también ignorada, que desde la antropología —con autores como Paul Richards y Mats Utas— se dirigió a la epidemia del Ébola (2014-2016), y que recurrió al concepto de people science. Aunque este concepto sólo se refiere a una parte del conocimiento local (la apropiación popular de la ciencia moderna), numerosos indicios apuntan a su vigencia en la COVID-19.

El segundo sondeo enlaza con la forma más conocida de investigación sobre “medicina tradicional y complementaria” (MTC), desde mucho antes que captara la atención de la OMS, focalizándose en el estudio de los llamados principios activos de los remedios tradicionales africanos, que han aflorado durante la crisis y se han expandido más allá del nivel local. Pese a la inexplicable lentitud de la OMS para evaluarlos, y la injustificada rechifla de los medios de comunicación internacionales respecto a algún caso (como el COVID-organics malgache), equipos de investigadores africanos están avalando su uso y la utilidad de su estudio [8]8 — Véase, por ejemplo, Attah Alfred Francis et al. (2021). “Therapeutic Potentials of Antiviral Plants Used in Traditional African Medicine With COVID-19 in Focus: A Nigerian Perspective”. Artículo publicado en Frontiers in Pharmacology, v. 12. Disponible en línea. . Hay que recordar que un porcentaje muy alto de los medicamentos actuales continúa teniendo su origen en las farmacopeas tradicionales, como lo tuvieron hitos de la industria farmacéutica como la aspirina, la penicilina o la artemisinina.

El tercer sondeo se concentra en el rol de conexiones locales (referidas a parentesco, a grupos de edad e iniciáticos, sociedades secretas, clubes…) que nos puedan informar indirectamente de funciones terapéuticas. Esta es otra vía clásica que la antropología explora desde De Martino a Turner, pero de escaso recorrido en el campo sanitario excepto por un reducto de especialistas de salud mental (etnopsiquiatría). Sin embargo, estas conexiones son fundamentales cuando se habla de salud comunitaria. Este tercer campo de sondeo es actualmente el más opaco a nivel popular, pero tenemos algunas noticias relevantes de fuente institucional. Sin embargo, una pista nos habla de la importancia de las formas de solidaridad social: pese a que los conflictos han crecido en el continente desde hace una década (Mozambique, Etiopía, Sahel…), no parecen haberlo hecho significativamente durante la pandemia, lo que indica una buena autogestión de la tensión producida por los confinamientos.

Con la excepción relativa de Sudáfrica, y a diferencia de lo que ha pasado en Europa y en América Latina, la pandemia en África, lejos de avergonzar a los gestores de los sistemas nacionales de salud, parece estarlos reforzando; muchos de ellos reaccionaron más rápidamente que en Europa, más proporcionalmente y alineándose con frecuencia más claramente con las directrices de la OMS. Por todo el continente, gobiernos de países empobrecidos como Senegal, Ruanda o incluso Zimbabue están reclamando poder producir e investigar sus vacunas o canalizar una parte de su cooperación sanitaria hacia el estudio de los remedios tradicionales (una petición que coincidiría, por ejemplo, con algunos intereses chinos). Todo ello avalado por las cifras limitadas que presenta la COVID-19 y por su pronta aceptación de las medidas impuesta por la comunidad internacional.

Aunque es pronto para asegurarlo, el África post-COVID-19 parece confirmar plenamente su promesa de crecimiento y de presencia global. La elasticidad de las poblaciones, asentadas sobre el conocimiento local, tanto ante la epidemia como ante las recomendaciones de la epidemiología, ha dejado en una posición sólida de negociación a sus gobiernos.

Durante la pandemia, muchos de los sistemas de salud del continente africano reaccionaron con mayor rapidez que en Europa. El África post-COVID-19 parece confirmar plenamente su promesa de crecimiento y presencia global

Es cierto que, de alguna forma, la pelota está ahora en su tejado, ya que la población ha hecho buena parte de su trabajo en tanto que gestores públicos, pero, aún está más en el de la comunidad internacional (academia, políticos, expertise…), que no ha sabido o no ha querido reconocer las especificidades del paisaje sanitario africano. Las poblaciones ignorantes y vulnerables están gestionando la plaga sin exigir un esfuerzo desequilibrante a sus gobiernos; éstos tampoco están lanzando un órdago a las agencias multilaterales, empezando por la OMS, pero sí están reclamando un mayor margen de autonomía, de gobernabilidad, sanitaria pero también económica, podríamos decir. Esta especie de gobernanza bottom-up encierra enseñanzas tanto sobre la diversidad obligada de la salud global, como sobre la necesidad de revisar radicalmente los modelos globales de soberanía.

  • Referencias

    1 —

    Véase De la Flor, José Luis (2020). Securitización de la salud y medicalización de las relaciones Internacionales. Una genealogia africana del poder medico global, tesis doctoral, Universidad Autónoma de Madrid.

    2 —

    Véase la declaración de la Conferencia Internacional sobre Atención Primaria de Salud, Alma-Ata, URSS, 6-12 de septiembre de 1978. Disponible en línea.

    3 —

    Todos los datos sobre la COVID-19 se han extraído de Worldometers, ajustándose (con redondeos) a fecha de 14 de septiembre de 2021.

    4 —

    Las 4H hacían referencia a “Homosexualidad, Heroína, Hemofilia y Haití”. La ignorancia contribuyó en los años 80 a lecturas epidemiológicas precipitadas y erróneas, sesgadas por una ideologia que marginaba a los distintos y que moralizaba la enfermedad.

    5 —

    Roca, Albert (2020). “Oportunidades del COVID-19 para África y viceversa. Pistas de investigación”. Artículo publicado en el blog es África (esafrica.es) el 21 de abril de 2020. Disponible en línea.

    6 —

    Véase la opinión de M. Diop, “En Afrique, «le virus s’est retrouvé au contact d’une population déjà immunisée»”, publicada el 18 de septiembre de 2020 en Radio France Internationale (RFI). Disponible en línea.

    7 —

    Este artículo se complementa con otro en confección (previsto para otoño de 2021), que se centra en el análisis de ese conocimiento local oculto.

    8 —

    Véase, por ejemplo, Attah Alfred Francis et al. (2021). “Therapeutic Potentials of Antiviral Plants Used in Traditional African Medicine With COVID-19 in Focus: A Nigerian Perspective”. Artículo publicado en Frontiers in Pharmacology, v. 12. Disponible en línea.

Albert Roca

Albert Roca Álvarez es doctor en Antropología Social y Cultural por la Universidad de Barcelona y profesor titular de Antropología en la Universidad de Lleida. Es investigador principal del Grupo de Estudios de las Sociedades Africanas (GESA) y del Grupo Interdisciplinar de Estudios sobre Desarrollo y Multiculturalidad (GIEDEM) de la Universidad de Lleida, además de pertenecer a la red interuniversitaria ARDA (Agrupamiento para la Investigación y la Docencia de África). Dirige la revista Studia Africana y también coordina la red internacional de investigación "Salud, Culturas y Desarrollo en África" (SACUDA) y el máster internacional "Culturas y desarrollo en África". A lo largo de su trayectoria, ha investigado sobre la evolución de las relaciones de poder tradicionales africanas, en particular durante la democratización, así como el papel del conocimiento local en el desarrollo y la historia africana, especialmente en el ámbito de la salud. Desde 1991 ha realizado trabajo de campo en Madagascar. Actualmente preside el Centro de Estudios Africanos e Interculturales de Barcelona (CEA).