España se enfrenta a la mayor crisis constitucional experimentada desde 1978, que afecta muy especialmente a la integración territorial de Cataluña en el Estado. Fue éste el asunto nuclear que ocupó a los constituyentes del 78 [1]1 — Este extremo es resaltado por algunos protagonistas de la elaboración de la carta magna, como Óscar Alzaga, La Constitución española de 1978 (comentario sistemático), Madrid, Ediciones del Foro, 1978. , y para el que se halló una solución de compromiso que, como podía preverse ya en aquel momento –extremo luego confirmado por el devenir de los acontecimientos–, no resolvió completamente el problema.
Dos maneras de entender España
Según ha sido narrado por uno de sus testigos, el ponente del Partido Comunista Jordi Solé Tura [2]2 — El suceso se cuenta en Nacionalidades y nacionalismos en España. Autonomías, federalismo y autodeterminación, Madrid, Alianza, 1985. , el modelo territorial que resultó finalmente aprobado por las Cortes Generales y ratificado por el pueblo español en referéndum no corresponde con el que se contenía en el primer borrador de la Constitución elaborado por la ponencia, donde podía leerse: “La Constitución reconoce y la Monarquía garantiza el derecho a la autonomía de las diferentes nacionalidades y regiones que integran España, la unidad del Estado y la solidaridad entre sus pueblos”. La modificación fue el resultado de una imposición extraparlamentaria que después recibió el aval de los partidarios del consenso. El producto final es el actual artículo 2 de la Constitución, que dice: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.
Las diferencias entre ambos textos son notables. En el primero no se establece ninguna diferencia ontológica entre la nación española y las naciones de la periferia, siendo consideradas todas en un plano de igualdad bajo la genérica denominación de “nacionalidades y regiones”. Tampoco se alude a la unidad indestructible de la nación española, sino a la del Estado, la cual sí permite la existencia de pluralidad nacional en su seno. Por último, con la redacción inicial cabría entender que la Constitución representaba el pacto fundacional del modelo territorial español, mientras que en el segundo texto se concibe la nación española única e indivisible como realidad previa y fundante de la propia carta magna.
Aunque la historia, por sí misma, no justifique la realidad, resulta conveniente conocerla para entender mejor dicha realidad y, si acaso, proponer cambios que eviten incurrir en errores ya ensayados. En este sentido, las dos redacciones del artículo 2 mencionadas resumen de manera magistral las posturas de partida que cabe adoptar para afrontar el conflicto territorial en España. En primer lugar, se puede entender que el español es un Estado plural dentro de cuyas fronteras existen varias naciones –una de ellas, la nación española–. En segundo lugar, es posible concebir España como un Estado-nación en el que las fronteras del Estado coinciden con las de la nación española. Pese a la existencia de determinadas comunidades con peculiaridades culturales y rasgos de identidad específicos –por ejemplo, una lengua propia–, todos los ciudadanos del Estado formarían parte de una única nación: la española. Esas comunidades culturalmente diferenciadas no alcanzarían la condición nacional, se denominarían nacionalidades (o regiones) y carecerían de soberanía. Por tanto, serían políticamente irrelevantes, estando su papel reservado al ámbito de la cultura y el folklore [3]3 — Tal y como estableció el Tribunal Constitucional en la sentencia sobre el Estatut catalán, “en atención al sentido terminante del artículo 2 de la Constitución española, ha de quedar (…) desprovista de alcance jurídico interpretativo la (…) mención del preámbulo a la realidad nacional de Cataluña (…), sin perjuicio de que en cualquier otro contexto que no sea el jurídico-constitucional la autor representación de una colectividad como una realidad nacional en sentido ideológico, histórico o cultural tenga plena cabida en el Ordenamiento democrático como expresión de una idea perfectamente legítima” (STC 31/2010, 28 de junio, FJ 12º). . La primera es la posición que mantienen los nacionalistas de la periferia y algunos nacionalistas españoles (por ejemplo, la mayoría de Unidas Podemos). La segunda postura es defendida por la gran mayoría de los nacionalistas españoles, particularmente quienes se autodenominan constitucionalistas (el constitucionalismo en este ámbito supondría la defensa de la concepción nacional contenida en la Constitución de 1978) y que, dentro del arco parlamentario, incluiría a los partidos de la derecha, pero también al Partido Socialista y a algún sector de Unidas Podemos.
Cuando en el discurso político o mediático se habla de nacionalismo únicamente se piensa en el de la periferia, nunca en el nacionalismo español; el término ‘constitucionalismo’ consigue ocultar ese nacionalismo a ojos de los miembros de la nación española
Ahora bien –y aquí comienzan las paradojas–, la concepción nacional dominante en España (la que representa la segunda postura aquí examinada) entiende que, aunque las comunidades de la periferia no son naciones, sino nacionalidades o regiones, producen nacionalistas. Cuando en el discurso político o mediático se habla de nacionalismo únicamente se piensa en el de la periferia, nunca en el nacionalismo español. El término constitucionalismo consigue ocultar ese nacionalismo a ojos de los miembros de la nación española, pese a que para cualquier observador externo que lea el artículo segundo resulte obvio que se trata de una Constitución profundamente nacionalista. De esta forma, y amparándose en las connotaciones negativas que acompañan a la ideología nacionalista y en la resonancia positiva que despierta la Constitución, la batalla del relato está ganada sin necesidad siquiera de argumentar. Muy diferente sería la situación si se colocasen los contendientes en su posición real y así lo entendiese la opinión pública: se trataría entonces de un enfrentamiento entre dos nacionalismos, el español (hegemónico) y el periférico (minoritario), donde los representantes de cada uno tendrían que explicitar sus argumentos y esforzarse en demostrar su mayor solidez y legitimidad
Dos maneras de afrontar el conflicto territorial en España
Si me he detenido a explicar las dos posturas que cabe adoptar para afrontar la cuestión territorial en España es porque considero que, a la hora de plantearse cómo solucionar la crisis constitucional que afecta a la integración de Cataluña en el Estado, la respuesta variará sustancialmente dependiendo de si se defiende una u otra.
En caso de concebir que en España sólo existe una nación, la española, y que ésta no puede ser dividida bajo ninguna condición, so pena de socavar los cimientos mismos de la Constitución actual, se entenderá que la secesión de una parte del territorio –nacional– es una línea roja que no cabe traspasar. Más aún, las razones de los nacionalistas (recuérdese que sólo los partidarios de una nacionalidad merecerían tal calificativo, de acuerdo con el discurso oficial) contienen un déficit de legitimidad ex ante que colocaría a los constitucionalistas en una posición de superioridad. En este sentido, no se entendería que se está tratando con un igual, por lo que la negociación y el diálogo estarían fuera de consideración. Tocaría aplicar la ley, la Constitución, que ofrece una respuesta clara: la unidad de la nación española es intocable, salvo que se acuda al procedimiento de reforma agravado del artículo 168. Que los nacionalistas de la periferia utilicen ese mecanismo legal para conseguir legítimamente sus fines, suele añadirse a continuación. Con esta argumentación, los defensores de la concepción nacional contenida en la carta magna dan por solucionado el asunto.
Si, en cambio, se entiende España con un carácter plurinacional, la idea de unidad se referirá al Estado –no a la nación–, que será el resultado de un pacto entre los representantes de las diferentes naciones que lo integran. Los partidarios de cada nación serán vistos como nacionalistas y esto los situará a todos en pie de igualdad. Entre semejantes, la negociación y el diálogo no sólo son posibles, sino que tienden a considerarse los métodos más adecuados para solucionar las controversias. Y la ley no beneficiará a una nación en detrimento de las otras, puesto que en ese supuesto las naciones perjudicadas no la habrían consentido.
¿Cómo solucionar el conflicto territorial en España?
En mi opinión, cualquier vía de solución del contencioso territorial en España que quiera tener éxito y, al mismo tiempo, respetar las exigencias del principio democrático según se interpreta éste en el siglo XXI debe necesariamente partir de la adopción de un enfoque plural del Estado y abandonar la visión monista contenida en la Constitución vigente. Esto conducirá a buscar una salida a través de una gestión autocompositiva del conflicto [4]4 — Sobre las distintas maneras de gestionar los conflictos, puede consultarse, entre otros, Víctor M. Moreno, “La resolución jurídica de conflictos”, en Helena Soleto (dir.), Mediación y resolución de conflictos: técnicas y ámbitos, Madrid, Tecnos, 2017 (3a ed.). , es decir, que serán las partes implicadas las que, por sí mismas, alcanzarán un acuerdo consensuado. En caso de que interviniese algún tercero para ayudar a las partes a resolver la controversia (por ejemplo, un mediador), el mismo actuaría inter partes y no supra partes –en este último supuesto se hablaría de heterocomposición–. Por medio de la autocomposición, las partes renuncian a obtener una victoria total y, a cambio, logran un resultado equilibrado, justo y mutuamente aceptado.
En el conflicto que aquí se analiza, el recurso a la vía autocompositiva implicaría que ante la reclamación catalana de un mayor nivel de autogobierno y su cuestionamiento del modelo de Estado se pactasen unas nuevas condiciones que resultasen satisfactorias para ambas partes. La herramienta para lograrlo sería el diálogo. Esta manera de obrar parte del reconocimiento del otro como un igual al que se le reconoce capacidad de negociación y cuyas razones, en principio, merecen ser escuchadas y tomadas en consideración, siquiera sea para refutarlas.
En cambio, el problema territorial se enquistará todavía más si se mantiene la concepción unitaria y excluyente de la nación española contenida en el artículo 2 de la Constitución. Invariablemente, los partidarios del nacionalismo constitucional se enfrentan al conflicto catalán adoptando la estrategia de la autotutela: imposición de la postura propia sobre la base de ostentar mayor fuerza que la parte contraria, y ante la ausencia de un tercero con poder y autoridad reconocida para dirimir la controversia con carácter vinculante.
Si una mayoría de catalanes insiste en reclamar por vías democráticas un nuevo encaje territorial dentro de España, el reconocimiento oficial de su condición nacional o, incluso, la secesión, no parece adecuado utilizar la fuerza superior que deriva de la institución estatal para desestimar sus pretensiones sin entrar en el fondo del asunto
Varias razones justificarían el abandono de este modo de afrontar la cuestión territorial en España. En primer lugar, el recurso a la fuerza no resulta compatible con el principio democrático: que el gobierno debe ser consentido por los gobernados, tal y como establecía la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América (1776), se ha convertido en un postulado básico que otorga legitimidad al ejercicio del poder político en los Estados liberal-democráticos. Si una mayoría de catalanes insiste en reclamar un nuevo encaje territorial dentro de España, el reconocimiento oficial de su condición nacional o, incluso, la secesión, y lo hace por vías democráticas, no parece adecuado utilizar la fuerza superior que deriva de la institución estatal para desestimar sus pretensiones ad limine, esto es, sin entrar en el fondo del asunto. Claro que, si se examinara la reivindicación catalana, sería obligado confrontar sus razones con otras que, para imponerse, deberían estar mejor fundadas. En este punto, habría que construir una defensa del nacionalismo constitucional sólida que, entre otros aspectos, justificase el animus totalizador [5]5 — Un aspecto señalado, entre otros, por Gurutz Jáuregui, Contra el Estado-nación. En torno al hecho y la cuestión nacional, Madrid, Siglo XXI, 1986. que encierra el postulado de que dentro de las fronteras del Estado español sólo existe la nación española, difuminándose los límites de uno con los de la otra. Se trata de la cristalización del antiguo principio de las nacionalidades –a cada nación un Estado, sólo un Estado para cada nación– que aspiraba a la creación de Estados-nación homogéneos desde el punto de vista étnico-cultural. Si bien en el siglo XIX la aplicación de este principio pudo estar sustentada en bases firmes (el desmantelamiento de imperios), parece que no era ese el caso en 1978 y, mucho menos, en la actualidad. La Constitución no ha conseguido que la ficción jurídica monista hiciese desaparecer la realidad sociológica plurinacional, por lo que seguir manteniendo el déficit de reconocimiento de las llamadas nacionalidades exige una sesuda argumentación. No parece sencillo, en cualquier caso, hacerlo compatible con el principio democrático y de respeto a las minorías.
En segundo lugar, razones de utilidad práctica también avalan el abandono de la autotutela. En España, salvo el tímido intento de gestión autocompositiva que abrió la denominada Mesa bilateral de diálogo, negociación y acuerdo para la resolución del conflicto político entre España y Cataluña, reunida una sola vez en febrero de 2020, la única vía transitada desde 2012 ha sido la de la autotutela. Su ineficacia ha quedado demostrada de forma absoluta, y por lo que se refiere a todas sus versiones (legal, histórica y fáctica).
La versión legal apelaría al derecho en vigor, exigiendo que cualquier reclamación territorial fuese compatible con la Constitución para resultar merecedora de atención. En caso de que la propuesta rebasase el límite de lo constitucionalmente admisible, sería necesario que con carácter previo se procediese a la reforma de la carta magna, lo que, para el supuesto que nos ocupa, exigiría la puesta en funcionamiento de un procedimiento hasta ahora virgen: el que se contiene en el artículo 168 de la Constitución.
Cabría esgrimir dos críticas principales frente a este razonamiento. En primer lugar, la Constitución no se muestra neutral en asuntos nacionales, sino que consagra la superioridad de la nación española; es más, ella misma constituye una herramienta performativa [6]6 — Véase John L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones, Barcelona, Paidós, 1982. utilizada por el nacionalismo español para imaginar [7]7 — Véase Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, FCE, 1993. y recrear su nación. Por consiguiente, recurrir al marco constitucional vigente como mecanismo para solucionar el conflicto territorial que enfrenta a Cataluña y España es una manera de hacer trampas: se sabe que la batalla está ganada de antemano al emplear un comodín que invariablemente dará la razón a uno de los contendientes –a la nación española–. En segundo lugar, es necesario subrayar que resulta materialmente imposible proceder a la reforma constitucional usando el procedimiento agravado. El artículo 168 actúa de facto como una cláusula de intangibilidad explícita que conduce a que, o bien se alcance en el Parlamento un consenso casi absoluto (la mayoría de dos tercios) tendente a modificar la Constitución en un sentido que pudiera satisfacer las demandas del nacionalismo catalán –si no fuera así, la reforma no cumpliría el cometido de poner fin a la crisis territorial–, o, por el contrario, se fuerce el marco constitucional. Pues bien, incluso si se lograse lo primero, me atrevo a vaticinar que la segunda opción sería necesaria por las inconveniencias procedimentales de obedecer lo establecido en el 168, un precepto diseñado –con éxito– para impedir la revisión de los contenidos constitucionales por él blindados [8]8 — Pedro de Vega, La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente, Madrid, Tecnos, 1985. . Si existiese una mayoría tan amplia decidida a modificar la Constitución, el primer acuerdo al que llegaría consistiría en apartarse de los cauces del artículo 168.
La versión histórica alude a fundamentos meta-positivos que, necesariamente, condicionan la legalidad presente e, incluso, futura. Sobre la base de planteamientos nacionalistas propios del liberalismo decimonónico, España se concibe como una comunidad forjada por la historia y la cultura, donde la Monarquía y la religión católica formarían parte inescindible del ser de la nación española, entendido en un sentido orgánico-historicista. Esta tendencia historiográfica llega hasta nuestros días [9]9 — Este aspecto ha sido lúcidamente apuntado por Xosé Manoel Núñez Seixas, Suspiros de España. El nacionalismo español, 1808-2018, Barcelona, Crítica, 2018. Un ejemplo de esta visión historicista de la nación española puede hallarse en Gustavo Bueno, España no es un mito. Claves para una defensa razonada, Madrid, Temas de Hoy, 2005. , y sirve para argumentar que la modificación de la Constitución territorial no es posible, pese al artículo 168 que contempla la eventualidad de una reforma total de la carta magna. Se entiende así que la unión por tantos siglos mantenida no puede disolverse, y ello cercena de raíz la posibilidad de constitucionalizar la autodeterminación de las naciones periféricas, incluso aunque se cumpliesen los requisitos exigidos por el 168. La cobertura jurídica de este razonamiento recibe el nombre de cláusula de intangibilidad implícita [10]10 — La introducción de cláusulas de intangibilidad implícitas en la Constitución para proteger la unidad nacional fue sugerida por Alianza Popular durante los debates constituyentes (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, nº 93, de 20 de junio de 1978). Finalmente, se rechazaron, pero se introdujo el procedimiento de reforma agravado que, materialmente, actúa como tal. Determinados constitucionalistas defienden que el contenido protegido por dicho artículo sería irreformable (entre otros, véase Javier Ruipérez, Constitución y autodeterminación, Madrid, Tecnos, 1995). .
El argumento histórico resulta acreedor de dos objeciones principales: una de tipo histórico y la otra de carácter jurídico. Desde un punto de vista histórico, se puede esgrimir que los hechos ocurridos en el pasado y que constituyen la historia oficial son el producto de una construcción que se lleva a cabo a posteriori y, frecuentemente, desde el poder. Más aún, es rechazable el historicismo esencialista que destilan las visiones de España donde la unidad se remonta a los reyes católicos o, incluso, antes, y que, en consecuencia, predican que lo que ha unido la historia no lo separen las personas del futuro. Ni existe una esencia inmutable a lo largo de los siglos del ser de España ni mucho menos esa realidad ontológica puede prescribir el devenir de España ad aeternum, so pena de incurrir en la falacia naturalista. Desde una perspectiva jurídica, se dirá que resulta autocontradictorio fundar la legalidad positiva en elementos históricos o culturales ajenos al sistema jurídico. Lejos de reforzar el argumento legalista [11]11 — Resulta frecuente emplear el argumento histórico con el objetivo de otorgar mayor solidez al argumento legal. , como pretenden sus promotores, unir razones legales e históricas debilita la posición del derecho [12]12 — Esto ya lo pusiera de manifiesto durante los debates constituyentes el diputado Joan Reventós, para quien la diferencia entre que sea la unidad de la nación española la que fundamente la Constitución o que fuera la Constitución la que otorgase fundamento a una nación única, la española, sobre la que recayese la soberanía de forma exclusiva resultaba decisiva (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados nº 66, de 12 de mayo de 1978). .
La polarización de las posturas, el desgarro social y el enfrentamiento entre vecinos perjudican a todos, también a quienes imponen su voluntad, puesto que dañan la calidad democrática del sistema
La versión fáctica prescindiría de los procedimientos legalmente establecidos para imponer un determinado modelo territorial por la vía de los hechos y combatir así la disidencia política. En principio, y teniendo en cuenta que el Estado ejerce el monopolio de la violencia física legítima, parece innecesario e, incluso, contraproducente –por la deslegitimación que ello conlleva– recurrir a vías fácticas. Sin embargo, en ocasiones se observa la utilización de este mecanismo con motivo de la aplicación de la legalidad –que siempre implica un ejercicio de fuerza–, constituyendo una extralimitación de las facultades que confiere el ordenamiento jurídico al poder público. Ejemplos que pueden citarse, sin carácter exhaustivo, del empleo de esta vía por parte del Estado español serían la represión de la consulta del 1 de octubre de 2017, la forma en que se aplicó el artículo 155 de la Constitución en Cataluña o la denominada Operación Cataluña (guerra sucia perpetrada contra líderes independentistas catalanes desde el Ministerio del Interior).
Un último escollo: la cultura política y constitucional en España
Pese a que la autocomposición constituya la vía más adecuada para resolver el conflicto territorial que enfrenta a Cataluña y España, su éxito dependerá de que se supere la aversión al diálogo y a la negociación presente en la cultura político-constitucional del Estado [13]13 — Esta falta de cultura de pactos puede afirmarse tanto de los representantes políticos catalanes como de los españoles. Para lo que se refiere a la cuestión nacional quizá afecte en mayor medida a los segundos –seguramente porque la correlación de fuerzas les favorece–, pero el problema no se reduce a los aspectos territoriales. Por citar un ejemplo reciente, la formación de un gobierno central de coalición exigió un esfuerzo ímprobo y varias convocatorias electorales. . Ambos mecanismos de gestión de conflictos tienden a ser interpretados como signos de debilidad o hasta de traición [14]14 — Véase en los artículos “Elecciones, una emergencia nacional”, ABC, 6 de febrero de 2019; Marisa Cruz y Javier Oms, “Pedro Sánchez humilla al Estado al aceptar un mediador con Torra”, El Mundo, 6 de febrero de 2019; “El mediador, una traición a España”, La Razón, 5 de febrero de 2019. ; por el contrario, suele parecer mucho más razonable la imposición de la posición propia a la otra parte, comportamiento que se estima como una muestra de fortaleza.
Sería conveniente comenzar a entender que la polarización de las posturas, el desgarro social y el enfrentamiento entre vecinos perjudican a todos mucho más –también a quienes imponen su voluntad– que la cesión, el acuerdo y el entendimiento mutuo, puesto que dañan la calidad democrática del sistema. La ciudadanía madura de una nación hegemónica dentro de un Estado plural presiona a sus representantes políticos para que, a la hora de abordar un conflicto territorial entre su nación y otra minoritaria, recurran al diálogo, pero no jalea a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado para que repriman de forma violenta una protesta pacífica. Y lo mismo sería predicable de los ciudadanos conscientes y responsables de una nación minoritaria situada en el seno de un Estado multinacional que desean modificar su statu quo territorial. Ojalá se produjera ese cambio en el imaginario colectivo cuanto antes porque denotaría una mejora de la cultura democrática en España y acercaría más la posibilidad de resolver la cuestión nacional.
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REFERENCIAS
1 —Este extremo es resaltado por algunos protagonistas de la elaboración de la carta magna, como Óscar Alzaga, La Constitución española de 1978 (comentario sistemático), Madrid, Ediciones del Foro, 1978.
2 —El suceso se cuenta en Nacionalidades y nacionalismos en España. Autonomías, federalismo y autodeterminación, Madrid, Alianza, 1985.
3 —Tal y como estableció el Tribunal Constitucional en la sentencia sobre el Estatut catalán, “en atención al sentido terminante del artículo 2 de la Constitución española, ha de quedar (…) desprovista de alcance jurídico interpretativo la (…) mención del preámbulo a la realidad nacional de Cataluña (…), sin perjuicio de que en cualquier otro contexto que no sea el jurídico-constitucional la autor representación de una colectividad como una realidad nacional en sentido ideológico, histórico o cultural tenga plena cabida en el Ordenamiento democrático como expresión de una idea perfectamente legítima” (STC 31/2010, 28 de junio, FJ 12º).
4 —Sobre las distintas maneras de gestionar los conflictos, puede consultarse, entre otros, Víctor M. Moreno, “La resolución jurídica de conflictos”, en Helena Soleto (dir.), Mediación y resolución de conflictos: técnicas y ámbitos, Madrid, Tecnos, 2017 (3a ed.).
5 —Un aspecto señalado, entre otros, por Gurutz Jáuregui, Contra el Estado-nación. En torno al hecho y la cuestión nacional, Madrid, Siglo XXI, 1986.
6 —Véase John L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones, Barcelona, Paidós, 1982.
7 —Véase Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, FCE, 1993.
8 —Pedro de Vega, La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente, Madrid, Tecnos, 1985.
9 —Este aspecto ha sido lúcidamente apuntado por Xosé Manoel Núñez Seixas, Suspiros de España. El nacionalismo español, 1808-2018, Barcelona, Crítica, 2018. Un ejemplo de esta visión historicista de la nación española puede hallarse en Gustavo Bueno, España no es un mito. Claves para una defensa razonada, Madrid, Temas de Hoy, 2005.
10 —La introducción de cláusulas de intangibilidad implícitas en la Constitución para proteger la unidad nacional fue sugerida por Alianza Popular durante los debates constituyentes (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, nº 93, de 20 de junio de 1978). Finalmente, se rechazaron, pero se introdujo el procedimiento de reforma agravado que, materialmente, actúa como tal. Determinados constitucionalistas defienden que el contenido protegido por dicho artículo sería irreformable (entre otros, véase Javier Ruipérez, Constitución y autodeterminación, Madrid, Tecnos, 1995).
11 —Resulta frecuente emplear el argumento histórico con el objetivo de otorgar mayor solidez al argumento legal.
12 —Esto ya lo pusiera de manifiesto durante los debates constituyentes el diputado Joan Reventós, para quien la diferencia entre que sea la unidad de la nación española la que fundamente la Constitución o que fuera la Constitución la que otorgase fundamento a una nación única, la española, sobre la que recayese la soberanía de forma exclusiva resultaba decisiva (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados nº 66, de 12 de mayo de 1978).
13 —Esta falta de cultura de pactos puede afirmarse tanto de los representantes políticos catalanes como de los españoles. Para lo que se refiere a la cuestión nacional quizá afecte en mayor medida a los segundos –seguramente porque la correlación de fuerzas les favorece–, pero el problema no se reduce a los aspectos territoriales. Por citar un ejemplo reciente, la formación de un gobierno central de coalición exigió un esfuerzo ímprobo y varias convocatorias electorales.
14 —Véase en los artículos “Elecciones, una emergencia nacional”, ABC, 6 de febrero de 2019; Marisa Cruz y Javier Oms, “Pedro Sánchez humilla al Estado al aceptar un mediador con Torra”, El Mundo, 6 de febrero de 2019; “El mediador, una traición a España”, La Razón, 5 de febrero de 2019.

Lucía Payero López
Lucía Payero López es profesora de Filosofía del Derecho en la Universidad de Oviedo. Doctora en Derecho por la misma universidad, es especialista en Filosofía Legal, Teoría Política y Teoría Constituacional. Ha sido investigadora visitante en la Durham Law School de la Universidad de Durham (Reino Unido) donde ha formado parte del proyecto "Neo-Federalism" investigando sobre el regionalismo español, la autodeterminación catalana y escocesa y la secesión. Ha publicado varios trabajos y artículos relacionados con la autodeterminación de los pueblos, el nacionalismo, la descentralización política, el Estado Autonómico, la ciudadanía y la inmigración, entre otros. Es coautora del libro El encaje constitucional del derecho a decidir (2016).