Desde el año 2010 Catalunya vive inmersa en la inestabilidad política. Se han celebrado tres elecciones al Parlamento, todas ellas anticipadas y unas, las de 2017, no fueron convocadas mediante el mecanismo habitual. Ha habido varios años en los que no se han aprobado los presupuestos (2013, 2016, 2018, 2019), la ley que permite poner de manifiesto las iniciativas y las prioridades políticas del gobierno. Uno de los proyectos de presupuesto, el de 2016, fue rechazado poniendo de manifiesto la debilidad de la mayoría parlamentaria que había permitido la investidura del presidente Carles Puigdemont y terminó desencadenando una cuestión de confianza. Ha habido dos intentos ilegales de llevar a cabo una consulta sobre la autodeterminación. La primera, el 9 de noviembre de 2015, eufemísticamente por medio de un proceso participativo con carácter consultivo. Y la segunda, el 1 de octubre de 2017, mediante un referéndum pretendidamente vinculante que dio lugar a una tan efímera como simbólica declaración de independencia, que a pesar del simbolismo acabó teniendo unos gravísimos efectos prácticos: la hasta entonces inédita aplicación del artículo 155 de la Constitución que conllevó el cese del gobierno y que, por lo tanto, supuso en la práctica la intervención de la Generalitat. Ambas iniciativas comportaron la judicialización de un asunto político que terminó con la inhabilitación y el encarcelamiento de los dirigentes políticos y los activistas que las habían llevado a cabo. Y todo esto sólo por hablar en términos políticos, para no mencionar las consecuencias económicas especialmente visibles en la masiva fuga de empresas del otoño de 2017 o el impacto social en términos de polarización y división social hasta unos niveles nunca vistos desde la reanudación democrática. El balance, por lo tanto, no puede ser más funesto.
El desencadenante de todo lo que ha sucedido en Catalunya en los últimos años tiende a ser interpretado como la consecuencia de una demanda insatisfecha. Según este planteamiento, los catalanes, decepcionados con el rendimiento institucional del Estado autonómico, descontentos con el tratamiento recibido por parte de España y convencidos de que este era un estado irreformable habrían abrazado el soberanismo y considerarían que la única salida a la situación sería la celebración de un referéndum de autodeterminación como paso previo a la independencia.
El apoyo al independentismo
Desde el restablecimiento de la democracia hasta mediados de la década pasada el apoyo al independentismo en Catalunya era muy minoritario, nunca superior al 10 por ciento. La reactivación del debate sobre la cuestión territorial y la convulsa reforma del Estatuto de Autonomía de 2006 que culminó con el voto negativo de ERC en el referéndum y con la anulación de algunos artículos por parte del Tribunal Constitucional hizo crecer el apoyo a la independencia y en 2010 éste ya se situaba en torno al 20 por ciento al tiempo que las preferencias por el statu quo disminuían progresivamente. Sin embargo, tal y como muestran los barómetros del Centre d’Estudis d’Opinió (CEO) y los sondeos anuales del Institut de Ciències Polítiques i Socials (ICPS), el gran salto se produjo entre 2010 y 2012 cuando el apoyo a la independencia superó el 40 por ciento y se convirtió en la opción preferida por más catalanes, en detrimento del apoyo al statu quo que bajó del 50 por ciento al 30, mientras que los partidarios del federalismo y del regionalismo se mantenían de forma estable en torno al 20 y el 6 por ciento respectivamente. Desde entonces la independencia se convirtió en la opción deseada por el porcentaje más alto de catalanes, eso sí, lejos de ser la mayoritaria.
A partir de estos datos y adoptando una perspectiva bottom-up se ha asumido que la independencia es una demanda masiva de una sociedad muy movilizada, sobre todo desde 2012 por parte la Assemblea Nacional Catalana y por Òmnium Cultural y con el antecedente de las consultas por la independencia. En consecuencia, los políticos soberanistas habrían asumido la demanda social y habrían intentado satisfacerla por todas las vías, tanto legales, como fueron las elecciones dichas plebiscitarias del 27-S de 2015, como ilegales, como lo fueron el 9-N y el 1-O. Haciéndolo, siguiendo con el argumentario, habrían desafiado democráticamente un estado de naturaleza autoritaria y habrían asumido las consecuencias en forma de multas, inhabilitaciones, prisión o exilio. Esta, al menos, es la interpretación que hace el soberanismo y que ha sido elevada a la categoría de doctrina oficial.
Sin embargo, lo que ha sucedido en los últimos años en Catalunya, tanto en lo referente al origen del conflicto como en cuanto a la interpretación de sus consecuencias, es mucho más poliédrico. Hay una visión más minoritaria de naturaleza top-down que sitúa el desencadenante de todo ello en la feroz competencia existente entre las formaciones soberanistas, en particular entre ERC y la extinta CiU para lograr la hegemonía en este espacio político. Una competencia, además, que no comienza en 2012, fecha en que se suele situar el inicio del proceso soberanista, sino justamente en otro proceso, el de reforma del Estatuto de Autonomía, que en palabras del propio presidente José Montilla terminó siendo una verdadera subasta y acabó dando lugar a un texto difícilmente asumible por el Tribunal Constitucional, lo que muchos de los protagonistas reconocen en privado.
La competencia entre CiU y ERC por aparecer a ojos de los electores soberanistas como los más dispuestos a avanzar en el camino de la independencia, sin importar los costos, ha llevado a una escalada de dramáticas consecuencias
Desde esta perspectiva, en un momento en que muchos catalanes habían abrazado el independentismo, y coincidiendo con una situación de recesión económica y con el cuestionamiento de la principal formación del sistema de partidos catalán, CDC, debido a los escándalos de corrupción, habría sido la disputa por el liderazgo en el espacio soberanista lo que habría dado lugar al viraje de CiU a partir de 2012 con su apuesta por el ‘derecho a decidir’ y su compromiso a celebrar una consulta. Desde entonces la competencia entre CiU y ERC por aparecer a ojos de los electores soberanistas como los más dispuestos a avanzar en el camino de la independencia, sin importar los costos –junto con la presencia de la CUP, que los tensaba ofreciendo una respuesta más radical– habría llevado a una escalada de dramáticas consecuencias, del 9-N al 1-O hasta la declaración de independencia, de las multas por desobediencia, la destitución del Gobierno de la Generalitat en aplicación del artículo 155 de la Constitución hasta la prisión y las condenas por sedición.
Diferencias en la definición del problema
En la gestión de estos años los diferentes actores implicados han tomado decisiones erróneas y aunque las consecuencias de los errores hayan sido claramente asimétricas, todas ellas son fruto de decisiones basadas en la definición del problema que hace cada uno de ellos. Asumir la existencia de diferencias es un primer paso imprescindible para abordar la situación.
Para el soberanismo, el conflicto se ha definido en términos binarios como un enfrentamiento entre Catalunya y España. Abusando de la sinécdoque ha asumido que la aspiración de una parte de los catalanes era la aspiración de todos los catalanes y amparándose en varias encuestas que desde 2012 señalaban, cuando se pedía a los catalanes si estarían de acuerdo con la celebración de un referéndum que, entre el 70 y el 80 por ciento estaría a favor, elevó a dogma la idea de que el 80 por ciento de los catalanes era partidario de un referéndum generando una falsa sensación de unanimidad.
Pero aparte de los problemas metodológicos por el sesgo de consentimiento, es decir por la tendencia a decir que sí que pueden plantear las respuestas a una pregunta en la que se pregunta al encuestado si quiere decidir –por el sesgo que se atribuye a las preguntas guiadoras o aquellas en las que no hay suficientes alternativas de respuesta– hay otras evidencias empíricas que ponen en duda esta cifra. Sin ir más lejos los resultados al Parlamento de Catalunya nunca han reflejado que haya un 80 por ciento de la población que apoya la consulta porque nunca los partidos soberanistas han representado ni el 80 por ciento del electorado ni de los diputados. Ni siquiera durante en el breve lapso de tiempo en que PSC fue partidario de la consulta. Desde el de 2014 este partido se ha opuesto sin rodeos, al igual que lo han hecho el PP y Ciutadans. La cuestión, por tanto, es que este dato es falso.
El respeto al pluralismo pasa por no menospreciar las aspiraciones del otro. Pero otra cosa es pretender situar esta aspiración por encima de todo, incluso de la ley, porque el principio democrático, aunque esto se haya negado sistemáticamente desde el soberanismo, siempre debe ir acompañado del principio de legalidad
Su falsedad, sin embargo, no ha impedido que se utilizara para construir el gran mantra del proceso: el 80 por ciento de los catalanes quieren un referéndum y ningún demócrata puede oponerse a la voluntad mayoritaria del pueblo. Obviamente, la legitimidad de la demanda no se puede poner en duda porque el respeto al pluralismo pasa por no menospreciar las aspiraciones del otro. Pero otra cosa es, tal y como ha sucedido, pretender situar esta aspiración por encima de todo, incluso de la ley porque el principio democrático, aunque esto se haya negado sistemáticamente desde el soberanismo, siempre debe ir acompañado del principio de legalidad. Ciertamente el liberalismo, ya desde John Locke, ha contemplado el derecho a la rebelión cuando el poder comete abusos, pero querer aplicar este supuesto a Catalunya, al menos en su versión moderna de acuerdo con el derecho de secesión, es poco adecuado ya que Catalunya dispone de autogobierno y no hay violaciones graves de los derechos humanos. Pero lo que ha resultado ser un delirio es haber provocado deliberadamente la represión para cargarse de razones para justificar el derecho de secesión, una represión por otra parte del todo previsible y del todo legítima en el marco de un Estado de derecho que se enfrenta al desafío de la secesión unilateral de una parte de su territorio.
Negación del conflicto político
Contrapuesta a esta definición del conflicto, hay otra que es minoritaria en Catalunya, pero no en el resto de España y que consiste en despreciar, cuando no directamente negar la existencia de un conflicto político. Esta fue la posición del Ejecutivo de Mariano Rajoy, el encargado de hacer frente al desafío del gobierno de la Generalitat y que se negó a abordar políticamente el asunto por considerarlo transitorio –la famosa imagen del soufflé– y cedió toda la gestión al frente judicial parapetándose en la idea de que cualquier consulta o referéndum era ilegal, argumento rebatido por muchos juristas y que finalmente en Tribunal Constitucional acabó validando. En el periodo 2011-2015 el gobierno gozaba de mayoría absoluta, gobernaba muchas autonomías y por tanto no tenía ni ningún incentivo ni ninguna necesidad de negociar nada con el gobierno catalán para que en términos políticos sin necesidad nadie está obligado a negociar por mucho que el otro quiera hacerlo. Pero la negación de la aspiración y el desprecio sistemático, no ya al gobierno catalán sino a una parte bastante considerable de la sociedad catalana, un menosprecio en perfecta consonancia con la vergonzante recogida de firmas que hizo el PP en contra del Estatuto de autonomía en 2006, fue un error contraproducente que no hizo sino exacerbar la situación. El soufflé no sólo no bajó, sino que subió convenientemente atizado. Que poco hubiera costado en 2012, por mucho que España estuviera a las puertas del rescate, crear una comisión de estudio para la reforma del modelo de financiación como respuesta a la demanda de pacto fiscal por parte de Artur Mas. La negativa dio lugar a la fuga hacia adelante que supuso la disolución anticipada del Parlamento y el disparo de salida del proceso. El Gobierno español hizo la vista gorda el 9-N y escarmentado por la ostentación de los resultados, prefirió judicializar el asunto y reprimir con tanta contundencia como ineficacia el 1-O.
La experiencia histórica demuestra que en España las decisiones mayoritarias suelen durar poco, en el mejor de los casos hasta que el péndulo electoral oscila, y en el peor (que es lo habitual), hasta que se impone un cambio por la fuerza
La tercera aproximación al conflicto es la que ha hecho Ciudadanos, un partido, que no se debe olvidar, nació en el contexto de la reforma del Estatuto oponiéndose al mismo y definiéndose sin complejos como anticatalanista. Para ellos, el problema es la propia demanda de referéndum, que considera ilegal y divisiva, así como los excesos que ha cometido el independentismo que han alimentado tanto su percepción de agravio como su crecimiento. En nombre de una idea de igualdad alejada de la equidad se ha mostrado contrario a lo que había sido uno de los grandes consensos en Catalunya, la defensa y la demanda de más autogobierno, hasta el punto de querer repensar el Estado de las autonomías. Con este planteamiento, en un contexto de elevada polarización, capitalizó el descontento contra el proceso soberanista hasta convertirse en el primer partido de Catalunya en 2017 pero desde entonces sólo ha hecho gala de una enorme beligerancia y de un exceso de gesticulación en el Parlament y en la calle arrancando lazos y planteando como única respuesta la derrota electoral del independentismo y el mantenimiento del status quo institucional, en el mejor de los casos.
Más recientemente, la crítica de Ciudadanos al Estado autonómico la ha llevado hasta las últimas consecuencias Vox quien considera que es la propia naturaleza de este Estado la que ha incentivado el crecimiento del independentismo y que por tanto lo que conviene es revertir la descentralización política y acabar con el Estado de las autonomías porque no sólo no ha satisfecho las demandas de los nacionalismos periféricos sino que las ha hecho crecer amenazando la integridad territorial del estado.
Soluciones consensuadas
Todas estas definiciones del problema tienen en común la voluntad de aplicar una lógica mayoritaria y el escaso reconocimiento de las posiciones del otro y a su legitimidad. Se podría pensar que cuanto más democrática y abierta es una sociedad mejor debe poder resistir a la división interna. ¿Pero hasta qué punto una sociedad plural puede aguantar decisiones mayoritarias en cuestiones que generan mucha división y cuando la decisión resulta inasumible para una parte muy importante de la población? La experiencia histórica demuestra que en España las decisiones mayoritarias suelen durar poco, en el mejor de los casos hasta que el péndulo electoral oscila, y en el peor (que es lo habitual), hasta que se impone un cambio por la fuerza. Partiendo de la premisa de que nada se puede dar por supuesto y asumiendo que las pulsiones autoritarias que amenazan la democracia son cada día más presentes, si se quiere lograr la estabilidad política y garantizar la cohesión social se han de buscar soluciones consensuadas que tengan en cuenta la pluralidad de definiciones del problema y que acepten que nadie puede ganar y que todo el mundo tiene que ceder. Este debe ser el punto de partida de cualquier planteamiento a favor del diálogo que no sea una coartada paralizante porque se considera que sólo hay diálogo si sirve para satisfacer los propios objetivos. Porque, de hecho, predisposición al diálogo es lo que quiere una mayoría social tanto en Catalunya como en el resto de España tal y como revelan reiteradamente las encuestas, entre ellas la reciente encuesta ‘Percepción sobre el debate territorial en España. 2019’ del Centre d’Estudis d’Opinió.
Pero, aunque este sea el planteamiento mayoritario desde el punto de vista social, es minoritario desde el punto de vista político. En Catalunya lo que más se aproxima es la posición que ha mantenido hasta ahora la izquierda catalana, con el PSC al frente e Iniciativa per Catalunya primero, y los Comunes con mayor ambivalencia después, así como algunas de las nuevas formaciones que se definen como catalanistas. En definitiva, todo lo que engloba la llamada tercera vía y que, en muchas ocasiones, de manera despectiva, ha sido tachada de equidistante cuando en realidad es equicrítica porque no es que esté a la misma distancia de dos opciones, sino que tiene capacidad de criticarlas ambas por igual en función de sus conductas y éstas han sido claramente asimétricas.
La apuesta por el diálogo sin condiciones, de hecho, es reveladora de la quinta de las definiciones del problema. Aquella que, consciente de la interdependencia del mundo actual, cree que el conflicto radica en la disputa por el reparto del poder político y en las diferentes aspiraciones respecto de cuáles deben ser las relaciones entre Catalunya y España, asumiendo, además, que son unas aspiraciones que no enfrentan Catalunya con España, sino que las atraviesan ambas con posiciones muy diversas por parte de los ciudadanos. A diferencia de las anteriores definiciones este planteamiento parte del reconocimiento y de la asunción de la legitimidad de la pluralidad, sobre todo de la pluralidad interna en Catalunya. De ahí que la propuesta política que se deriva, con matices, se corresponde a un modelo de estado inspirado en el federalismo plurinacional ya que es el modelo de reparto del poder político que mejor permite acomodar y reconocer unas diferencias que existen, aunque todavía hay quien se niega a aceptarlas. Esto implica, como señala Ramón Máiz, superar tanto el principio del Estado nacional que supone la aceptación de la idea de que un estado es igual a una nación, como el principio de las nacionalidades que asume que a cada nación le corresponde un estado y el derecho de autodeterminación. Y a partir de aquí, pactar un reparto del poder que combine reconocimiento y eficacia. Y en este sentido hay mucho camino por recorrer. Clarificar el reparto de competencias y blindar algunas de ellas, lograr un sistema de financiación que combine la equidad y la solidaridad respetando el principio de ordinalidad, proteger y promover los hechos diferenciales tales como el uso de las lenguas co-oficiales en las instituciones estatales combinándolo con el principio de reciprocidad, mejorar y reforzar los mecanismos de cooperación intergubernamental, reformar el Senado para convertirlo en una cámara de representación territorial e incluso convertir los Estatutos de Autonomía en normas con rango constitucional como es propio de los estados federales.
Ahora que se acaban de cumplir los 10 años de la sentencia del TC contra el Estatuto de Autonomía, retomar el camino de manera leal, realista y sobre todo consensual sería una buena manera de construir no sólo una definición compartida del conflicto, sino una manera de avanzar en su resolución
La metodología que se propone para conseguirlo pasa en primer término por un gran acuerdo entre catalanes y luego un acuerdo en el marco de las instituciones estatales españolas, un camino, que, de entrada, hay que reconocer no parece nada fácil. Sin embargo, esta posición integradora últimamente ha quedado bastante huérfana ya que con la constitución de la Mesa de Diálogo entre el Gobierno de España y el Gobierno de la Generalitat tanto el PSC como los Comunes ha asumido la definición del problema hecha por el independentismo que excluye al menos la mitad de los catalanes.
Pero teniendo en cuenta los retos sociales y económicos a los que Catalunya tiene que hacer frente, y sobre todo en el contexto de crisis en la gestión de la post-pandemia, resulta imprescindible reforzar las instituciones muy dañadas tras 10 años desgaste, de mal gobierno y de instrumentalización partidista porque sin instituciones fuertes y una administración eficaz difícilmente se podrán diseñar e implementar las políticas públicas necesarias para la supervivencia individual y colectiva.
Rehacer el Estatuto de Autonomía
Ahora que se acaban de cumplir los 10 años de la sentencia del TC contra algunos artículos del Estatuto de Autonomía, retomar el camino de manera leal, realista y sobre todo consensual, sin la exclusión o autoexclusión de ninguno de los representantes de los catalanes, a diferencia de como se hizo en 2006, sería una buena manera de construir no sólo una definición compartida del conflicto, sino una manera de avanzar en su resolución. Hay quien dice que la vía de la reforma del Estatuto fue un fracaso y efectivamente lo fue en aquellas condiciones. Pero el final de la salida independentista ha sido aún peor. Teniendo en cuenta la experiencia, que los actores políticos han cambiado y sobre todo que el TC ya no puede enmendar un texto refrendado porque el control sería previo al referéndum y dada la situación de callejón sin salida y de permanente empate entre impotencias, quizás valga la pena darse una segunda oportunidad.
Todo dependerá de la capacidad de liderazgo de la clase política para determinar cuáles deben ser las prioridades para garantizar la paz y la cohesión social teniendo en cuenta de que garantizar la seguridad y el bienestar de sus ciudadanos son las grandes atribuciones que siempre han tenido los estados. Esto, o dejarse arrastrar y eludir las responsabilidades amparándose en la idea populista de la voluntad del pueblo. Es decir, todo dependerá de si se abandona la perspectiva bottom-up y se asume una de top-down porque, al fin y al cabo, si han sido las élites políticas las que nos han llevado hasta aquí también son ellas las que nos pueden sacar del problema.

Astrid Barrio
Astrid Barrio es politóloga y profesora de Ciencia Política en la Universidad de Valencia. Durante su trayectoria, se ha focalizado especialmente en el estudio del comportamiento político, los partidos políticos y los nacionalismos. Es Doctora en Ciencia Política y de la Administración por la Universidad Autónoma de Barcelona y colabora con diversos medios de comunicación como ElDiario.es, El Periódico o el programa Més 3|24. Es una de las impulsoras y líderes de la iniciativa Lliga Democràtica, que recientemente se ha constituido como partido político. Ha escrito numerosos artículos y publicaciones académicas; algunas de las más recientes son The push for independence in Catalonia (2018) o Voting beyond Constitutional borders. Catalan Unofficial Referendums of Independence in 2014 and 2017 (2019).