“Aquest catalanisme que fa 150 anys que transforma
i modernitza el país s’ha tornat avui més sobiranista
perquè la majoria del poble català s’ha cansat de
nedar a contracorrent, i ara vol nadar a favor de
corrent. Volem ser un país normal”.
Artur Mas, 18 de enero de 2014
“Como soy jacobino, Catalunya es un tema que yo
habría resuelto en el siglo XVIII. Ahora no tiene
solución, ahora ya es otra cosa. La revolución
francesa hizo una Francia jacobina, moderna, con
futuro. En España nos quedamos con todo lo viejo”.
Arturo Pérez Reverte, 14 de febrero de 2016
Las frases que abren este trabajo sólo están enfrentadas en apariencia. El planteamiento político e intelectual que hacen ahí tanto el expresidente de la Generalitat como uno de los miembros más populares de la Real Academia Española resulta, de hecho, muy similar. Los dos resumen bien el sentimiento dominante en sendos polos del actual conflicto territorial: la frustración por un supuesto problema, trascendental desde la perspectiva del respectivo proyecto nacional, que se remontaría siglos atrás. También coinciden en presumir la existencia de una “norma” y una “modernidad” no aplicadas en ninguno de sus casos pero que, de hacerse, sería la “solución” a esa realidad actual que se lamenta. Así, el nacionalismo español considera preferible un país sin tanto pluralismo lingüístico o identitario; homogéneo al estilo de Portugal o, como hizo Francia, liberado de los “resabios medievales” cuando aún era admisible imponer desde el centro una sola nación. Y, por su parte, el catalán ve anormal no tener Estado propio después de “mil anys d’esperit de pau i treva” yendo a contracorriente contra otro que se considera atrasado y hostil.
Hay dos elementos adicionales de interés en esas afirmaciones para el objetivo de este artículo, que tiene un triple objetivo: (a) mostrar que España, como democracia identitariamente plural, tiene una gobernanza más compleja que la de un Estado-nación homogéneo, pero no está en absoluto condenada al fracaso; (b) diagnosticar por qué en los últimos diez años ha funcionado tan mal esa gobernanza; y (c) poner en común los dos puntos anteriores para apuntar posibles desarrollos que permitan salir del actual bloqueo.
Esos otros dos elementos que se contienen en ambas frases están, en efecto, vinculados con el desarrollo de la grave crisis territorial desencadenada a partir de 2012. El primero sintetiza la muy mejorable calidad democrática que subyace a las ideas que se tienen para gestionar la cuestión. Ideas que, eso sí, se expresan de forma distinta en cada caso, pues uno asume que tiene al Estado detrás (y lamenta haber desaprovechado la vía jacobina) y el otro dice hablar en nombre del pueblo (pero identificando a éste sólo con una mayoría, que ni siquiera es tal). El segundo elemento se refiere al estado de ánimo y la expectativa de futuro, y aquí la diferencia entre los dos nacionalismos sí que ha sido sustancial en estos últimos años. Mientras que el catalán ha visto factible superar por fin esa anormalidad secular gracias a un rápido “procés de gran envergadura i complexitat cap a l’autodeterminació”, el español asume con resignación que el mal menor es la conllevancia porque ahora “ya no tiene solución” (si bien es cierto que, desde 2018, parte del independentismo se decepciona y vuelve descreído mientras en toda España surge un partido con la voluntad expresa de resolver el problema eliminando el sistema autonómico).
Mientras que el nacionalismo catalán ha visto factible superar por fin esa anormalidad secular gracias a un rápido “procés de gran envergadura i complexitat cap a l’autodeterminació”, el español asume con resignación que el mal menor es la conllevancia porque ahora “ya no tiene solución”
En cualquier caso, las dos citas están cortadas por el mismo patrón dominante en el pensamiento y la política occidentales al concebir los Estados, su identidad nacional y su esquema territorial. Y es que hay muy pocos países en esta parte del mundo -que no es la mayoritaria pero sí la más influyente- que no se correspondan, constitucional y sociológicamente, con el modelo de Estado-nación. No es casualidad que las cuatro principales excepciones contemporáneas a ese paradigma (Bélgica, Canadá, España y Reino Unido) sean aquellos países donde hoy existen los movimientos independentistas más importantes [1]1 — EEUU, Alemania, o Austria sí que serían Estados-nación, al margen de que estén organizados como federaciones. Se debate si Suiza es otra desviación del modelo o si allí también existe una única comunidad nacional. Como quiera que sea, la vieja confederación está formada por cantones de habla alemana, francesa, o italiana que justo desean preservar su independencia con respecto a esos tres Estados vecinos. . Por supuesto, el Estado-nación es un tipo ideal y en Europa hay muchos otros casos que se desvían de la norma. No obstante, o bien son Estados con naciones hegemónicas que reconocen minorías cuya existencia no se percibe como un riesgo para la esencia del proyecto nacional (por ejemplo, las islas Åland en Finlandia, los territorios no continentales de Dinamarca o Países Bajos, y varias regiones de escasa población en Italia), o bien se trata de casos mucho más complejos desde el punto de vista identitario pero que no se han plasmado en organizaciones estatales mínimamente exitosas donde se “reconoce y garantiza” la pluralidad. Estos últimos se ubican en la parte oriental del continente y, sin remontarse a los episodios de depuración étnica masiva de final de las dos guerras mundiales, incluyen recientemente la ruptura de Checoslovaquia, las estrategias de construcción nacional seguidas tras la independencia de los países bálticos, las situaciones post-conflicto congeladas en Chipre, la antigua Yugoslavia, Ucrania y el Cáucaso, o la política turca hacia el Kurdistán. En definitiva, en nuestra parte del mundo suena a fracaso todo lo que se aleje del tipo ideal forjado en EEUU y Francia hacia 1870 [2]2 — En las revoluciones burguesas de esos dos países a final del siglo XVIII hay ya elementos que apuntan al Estado-nación pero éste no se asume como proyecto político que debe ser implementado en todo el territorio hasta un siglo más tarde. En EEUU, el hito obvio es la Guerra de Secesión (1861-1865) y el impulso ideológico y constitucional que se produce a partir de entonces por parte del presidente Lincoln (discurso de Gettysburg o proclamación del día de Acción de Gracias como fiesta nacional) y de la Corte Suprema (sentencia Texas v. White, y la definición de la unión como perpetua e indestructible). En el caso de Francia va a ser la III República la que plasma la idea de nación política en audaces políticas sobre educación, uso de la lengua, servicio militar, justicia, administración periférica, red ferroviaria y laicidad que, como de forma célebre analizó el historiador Eugen Weber, se proyectan en todo el medio rural. En este sentido, por cierto, no tendría razón el antes citado Pérez Reverte porque la “ocasión perdida” para homogeneizar España al modo francés habría sido un siglo más tarde de lo que él señala y, para entonces, ya se habían generado nacionalismos propios por parte de las burguesías catalana y vasca. .
Algo tan excepcional y artificial como convertir en miembros militantes de una comunidad nacional homogénea a campesinos poco conscientes de pertenecer a la misma o a personas a priori nada identificadas con la misma (por razones lingüísticas, religiosas o étnicas), se convirtió en el objetivo normal y el criterio de éxito para las élites nacionalistas a partir de la segunda mitad del siglo XIX. En el tiempo que va desde entonces hasta la Constitución de 1978 y el establecimiento del actual autogobierno catalán, hubo intentos desde el centro para conseguir implantar el modelo de Estado-nación. Los primeros treinta años de la Restauración, la dictadura de Primo de Rivera y el largo régimen del general Franco persiguieron un proyecto nacional único y mayoritario, que ignoraba la naturaleza plural de España, pero no lograron ese objetivo y la transición a la democracia acabó institucionalizando un modelo compuesto más adecuado a la realidad (que ya había asomado de modo efímero cada vez que en el siglo anterior avanzaba cierta democratización en España: 1873-1874, 1914-1925 y 1931-1939).
La pregunta de si a España le ha ido bien con una periferia fuerte, capaz de resistirse a la homogeneidad centralista, y que conduzca a aceptar finalmente su naturaleza “multinacional” [3]3 — El concepto refleja un hecho sociopolítico objetivo, la existencia de varias identidades nacionales en un mismo Estado, pero suena todavía inquietante en amplios sectores políticos e intelectuales de toda España. Sin embargo, ha sido desarrollado por el autor más importante en la historia de la ciencia política española, cuya obra no suscita rechazo en los círculos liberales o de centro-derecha del conjunto de España. Véase Juan J. Linz, “Democracia, multinacionalismo y federalismo”, Revista Española de Ciencia Política, nº 1, 1999. no tiene respuesta clara. Como ya se ha dicho, el nacionalismo español tiende a contestar de forma negativa. Pero, al margen de que pueda resultar objetivamente más sencilla la gobernanza territorial de un Estado-nación homogéneo, no hay ninguna evidencia que apunte a que la pluralidad y la descentralización hayan lastrado el desarrollo o la calidad de la democracia española. Al contrario, prácticamente cualquier medición que se realice desde 1978 hasta hoy más bien abona la tesis contraria: un dinamismo superior al resto de países de Europa del sur y una clara tendencia a la progresiva convergencia política, social, económica y cultural con los más avanzados del norte. Así que, por decirlo parafraseando a Tocqueville cuando criticaba el pensamiento conservador de Edmund Burke, sería bastante más lo que el Estado de las Autonomías (y una Catalunya vigorosa) le ha aportado a España que lo que le pueda haber restado. Además, considerando los estándares contemporáneos, resulta normativamente poco aceptable no asumir la pluralidad lingüística como una riqueza que, además, genera derechos a proteger.
A la pregunta de si a Catalunya le ha ido bien en España es el nacionalismo catalán el que contesta negativamente. Pero, de nuevo, se puede replicar que esa postura se basa más en prejuicios ideológicos que en una realidad objetiva. Desde el punto de vista de la prosperidad, un análisis sistemático de los estudios de economía política sobre secesión y tamaño de las naciones mejor valorados por el mismo independentismo lleva más bien a la conclusión contraria [4]4 — Catalunya ha sabido aprovechar históricamente las ventajas de su ubicación en un mercado nacional importante y su cercanía al resto de Europa. Hoy es el territorio con mayor poder adquisitivo de todo el Mediterráneo, con la excepción de dos regiones en la zona más rica de otro Estado grande como es Italia. Véase Ignacio Molina, “Alberto Alesina y el tamaño de las naciones”, Agenda Pública, 2020, a propósito del libro de Alberto Alesina y Enrico Spolaore, The Size of Nations, MIT Press, 2003 que fue editado en catalán en 2008 por la Generalitat. . Y, si se trata de la identidad, entonces lo cierto es que la lengua y la cultura catalanas han conseguido preservarse (no solo en el territorio de la actual comunidad autónoma), al tiempo que se ha configurado una potente sociedad mezclada y bilingüe. Un desarrollo que ha permitido a Barcelona emerger como formidable urbe global y que hace veinte años llevó al expresidente estadounidense Bill Clinton a expresar un contraste entre dos formas extremas de entender el futuro del mundo: talibana o catalana.
Las visiones contrafácticas de un Estado español o catalán homogéneos solo sirven como ejercicios teóricos que no alteran la tozuda realidad que ambos nacionalismos se resisten a aceptar: la naturaleza irreversiblemente plural de su ciudadanía
El hecho es que una comparación honesta con el resto de países del mundo hace que las afirmaciones de ambos nacionalismos sobre fracaso, situación anormal o falta de modernidad resulten extremadamente controvertidas. No solo por los datos objetivos de renta, desarrollo humano y consolidación de una democracia avanzada de los que ambos se benefician, sino analizando la realidad desde la estricta perspectiva del proyecto nacional. Por lo que se refiere al español, y recordando ese paradigma dominante en Europa que empuja hacia el Estado-nación homogéneo, no hay apenas otros ejemplos que hayan preservado con tanto éxito la integridad nacional en los dos últimos siglos. Y desde un punto de vista catalán, tampoco hay muchos otros casos donde exista una periferia que siga disputando a la capital del Estado el liderazgo económico y cultural, cuyos hechos diferenciales se vean protegidos y respetados y que goce de mayor autonomía territorial.
La implicación más importante que se deriva de esto para el futuro post-procés es que las visiones contrafácticas de un Estado español o catalán homogéneos que ni existen ni existirán solo sirven como ejercicios teóricos que no alteran la tozuda realidad que ambos nacionalismos se resisten a aceptar: esa naturaleza irreversiblemente plural de su ciudadanía en términos de sentimiento nacional (véase Tabla 1). Se trata de una heterogeneidad identitaria que es algo superior en Catalunya si se contempla en términos relativos; pues más de un 50% de la población dice sentirse español de forma primordial (aun siendo, en la mayor parte de los casos, compatible con la fuerte identificación que también se expresa hacia lo catalán). En el caso de toda España, un 17% dice no sentirse español o subordinar ese sentimiento al de su respectiva comunidad autónoma; una realidad solo equiparable a la de las otras tres democracias occidentales multinacionales antes mencionadas: Bélgica, Canadá y Reino Unido.
Tabla 1. Sentimiento nacional en Catalunya y el conjunto de España

En suma, todas las premisas sociopolíticas de la relación España-Catalunya pueden tal vez abonar la idea de complejidad, pero no una condena al fracaso. Y, sin embargo, a pesar de los logros alcanzados por el Estado autonómico desde 1978, el espectro del fracaso llegó. Una combinación de fenómenos coyunturales y procesos de larga onda desencadenaron hace diez años una formidable crisis constitucional aún hoy irresuelta [5]5 — Para un análisis de estos desarrollos, puede verse Joaquim Coll, Ignacio Molina y Manuel Arias Maldonado, eds. Anatomía del procés. Debate, 2018. Con un enfoque expresamente independentista, véase Jordi Muñoz. Principi de realitat, L’Avenç, 2020. . El lamentable episodio del nuevo Estatuto de Autonomía y la desautorización por parte del Tribunal Constitucional del acuerdo político alcanzado entonces produjo un grave deterioro de la confianza mutua. Eso se combinó enseguida con los impactantes efectos de la Gran Recesión de 2008-2013, que además favoreció ciertas pautas de recentralización, que condujeron a un segmento masivo e influyente de la sociedad catalana a la protesta e incluso a apoyar estrategias rupturistas. Esta respuesta en forma de movilización sostenida en el tiempo no ha estado sólo animada por las élites nacionalistas, enfrascadas en una clara dinámica de sobrepuja [6]6 — Véase Astrid Barrio y Juan Rodríguez-Teruel, “Reducing the gap between leaders and voters? Elite polarization, outbidding competition, and the rise of secessionism in Catalonia”, Ethnic and Racial Studies, vol. 40, nº 10, 2017. , sino que ha respondido a un modo característico de canalizar actualmente el enfado en las democracias contemporáneas [7]7 — El vigor del procés es incontestable en términos comparados pero sus rasgos son similares a los de otros países occidentales: movilización por agravios objetivos que se engrandecen o retroalimentan con percepciones difusas y expresión pública de un enfado que empodera y desahoga. Tiene una cara positiva (reclamaciones legítimas ante lo que se considera una situación injusta) y otra más inquietante (grupos antagónicos incapaces de superar el conflicto tribal usando los mecanismos tradicionales del diálogo y la transacción políticos). Véase Eric Lonergan y Mark Blyth, Angrynomics. Agenda Publishing, 2020. . Además, el movimiento incluyó a otros sectores de la sociedad catalana, la llamada izquierda soberanista, que lo consideraron una oportunidad para luchar por un horizonte político-económico menos sombrío que el que resultaba de la crisis económica y de legitimidad que por entonces atravesaba España [8]8 — Véase Marina Subirats, “Una utopía disponible: la Cataluña independiente”, La Maleta de Portbou, n.º 6, 2014. .
El desarrollo del procés y su desenlace en otoño de 2017 han dejado atascado al Estado autonómico y han colapsado el modo tradicional de gestionar el encaje catalán en el conjunto de España. Catalunya se ha polarizado, con una decantación y un distanciamiento entre la mitad que se siente sólo o predominantemente catalana y quienes se identifican también como españoles, siendo determinantes en esa división los factores de lengua habitual y origen familiar [9]9 — Véase Pau Marí-Klose, “Cataluña deshilachada: procesos de desintegración de una comunidad imaginada”. En Joaquim Coll, Ignacio Molina y Manuel Arias Maldonado, Op. Cit. . Hoy, mientras muchísimos catalanes siguen apostando por el independentismo y algunos no renuncian siquiera a la unilateralidad ya medio intentada en 2017, hay otro amplio sector de la sociedad que cuestiona la hegemonía nacionalista y propone redefinir las reglas del juego que considera sesgadas (educación, medios de comunicación, sistema electoral, etc.) por ignorar la auténtica realidad plural catalana. De hecho, siendo muy relevante la movilización de la mitad que se declara independentista, no lo es menos el auge electoral entre 2012 y 2017 de un partido que se define explícitamente contrario al nacionalismo catalán [10]10 — Véase Astrid Barrio, “Ciutadans, de la irrelevancia a liderar la oposición”, en Joan Marcet y Lucía Medina, eds. La política del proceso: actores y elecciones (2010-2016): el sistema político catalán en tiempos de crisis y cambio. Barcelona, Institut de Ciències Polítiques i Socials, 2017 .
Las instituciones del Estado podían haber actuado con más mesura; también podían haber mostrado más empatía. Pero tampoco era fácil sobreponerse a la perplejidad causada por un proceso que objetivamente tensionaba la convivencia, venía impulsado por las mismas autoridades públicas de Catalunya, y contaba con apoyo popular masivo
Las instituciones del poder central, por su parte, han debido reaccionar a diferentes cambios en el contexto y a la inesperada situación de crisis constitucional producida por el reto secesionista. En el nivel central se aprecia un reflejo de no aceptación de la pluralidad interna parecido al que se puede achacar al nacionalismo catalán. El hecho es que, en un principio, el Gobierno central prefirió encarar las crecientes demandas soberanistas de modo pasivo. Sin imaginación en su respuesta política, pero a la vez con una tolerancia relativa hacia sus expresiones desafiantes, como la consulta de 2014. Sin embargo, a partir de septiembre y octubre de 2017, cuando la Generalitat se enfrentó al orden constitucional y estatutario, la situación se desarboló. Se produjeron entonces reacciones mal medidas, como un uso estéril de la fuerza policial el 1 de octubre que consternó a casi todos los observadores. La posterior suspensión de la autonomía, aplicando el artículo 155 de la Constitución, y el proceso penal que siguió a la declaración unilateral de independencia no ayudaron a reducir las tensiones. Las instituciones del Estado podían haber actuado tal vez con más mesura, siendo conscientes de que ejercen mucho mayor poder y, por tanto, tienen más responsabilidad que las autonómicas. También podían haber mostrado, incluida la Corona, más empatía hacia los sentimientos nacionales de muchos cientos de miles de catalanes. Pero tampoco era fácil sobreponerse a la perplejidad causada por un proceso, inédito en democracias avanzadas, que objetivamente tensionaba la convivencia, venía impulsado por las mismas autoridades públicas de Catalunya, y contaba con apoyo popular masivo, aunque no hegemónico y ni siquiera mayoritario. En Madrid pesaron dos percepciones algo distorsionadas: que la paz social corría de verdad peligro y que la unidad del Estado era menos sólida de lo que realmente es.
El relevo de color político en el Gobierno de España y la recuperación de la autonomía (dos hechos que van a coincidir al final de la primavera de 2018) han sido la última alteración del panorama, aunque la falta de mayorías claras en el Congreso y el Parlament tampoco han permitido grandes cambios en los dos años transcurridos desde entonces. El independentismo parece no estar ahora mismo interesado en negociar sobre mejor autogobierno y sólo reclama hablar de la situación penal de sus líderes y de la autodeterminación, aunque los datos de la tabla 2 muestran que sigue sin existir un mandato popular para la secesión. El mayor éxito al que el independentismo puede aspirar a corto plazo es sobrepasar ligeramente el 50% del voto aprovechando una posible desmovilización entre los catalanes partidarios de continuar en España. Pero alcanzar ese ajustado umbral no modificará el actual bloqueo en lo esencial ni convencerá al conjunto de los españoles de que debe facilitarse la ruptura de su país convocando un referéndum.
Desde el nacionalismo catalán se acusa a España de no estar a la altura de las otras democracias multinacionales que en teoría sí permiten esa solución. Es una afirmación también problemática, pues tal sistema no existe en Bélgica, está solo contemplado de forma teórica en Canadá y ha quedado demostrado que no es ningún derecho territorial con respecto a la soberanía única de Westminster en el Reino Unido. Con todo, el elemento clave en la comparación, y el que más podría alejar a Catalunya de Escocia, Flandes o Quebec no es el modelo constitucional-legal, sino la realidad identitaria. Frente a la homogeneidad del sentimiento nacional en estos casos (casi pleno en los dos primeros y rozando el 80% que supone la francofonía quebequesa), Catalunya tiene una potencial división identitaria que le acerca a casos más delicados (Bruselas o Irlanda del Norte).
Tabla 2. Preferencia de modelo territorial en Catalunya y el conjunto de España

Si bien es legítimo que el independentismo siga esgrimiendo sus razones sobre la conveniencia de celebrar un referéndum de autodeterminación, también existen profundos motivos constitucionales y políticos en contra de esta vía, por los que resulta poco probable que ningún Gobierno de España se avenga a negociarlo. Eso no significa que una ruptura democrática tenga que ser descartada por completo. Sería sin duda muy desestabilizadora para España pues, ahora sí, estaríamos ante un fracaso histórico del proyecto nacional español, del que Catalunya forma parte integral. Pero, como en su momento expresó con mucha fineza el Tribunal Supremo canadiense, ninguna democracia avanzada puede aceptar convertirse en una jaula para una parte tan significativa de su territorio. Si hubiera una mayoría muy cualificada y permanente que quisiera la independencia, ésta acabaría produciéndose [11]11 — Véase Molina, Ignacio. “Secesión y unidad en democracias avanzadas”, Política exterior, nº 186, 2018. . Pero mientras la situación no sea esa, y la probabilidad de llegar ahí es remota dada la actual estructura de preferencias de la población de Catalunya (tablas 1 y 2), no parece justificado regular la posibilidad de una secesión.
¿Qué consecuencias se derivan del doble diagnóstico aquí realizado (el histórico y el más reciente) sobre la relación Catalunya-España? ¿Son acomodables las demandas secesionistas? Como se ha dicho, es muy difícil que lo sea el reconocimiento del derecho a la independencia, lo que aboca a un diálogo poco fructífero en el corto plazo. No obstante, a medio y largo plazo, resulta plausible que buena parte del nacionalismo constate la extraordinaria dificultad para alcanzar sus objetivos máximos dada la realidad social de Catalunya, la falta de apoyo europeo a la causa de la ruptura, las consecuencias económicas y sociales del conflicto o la pérdida de influencia de Catalunya en el conjunto de España. Eso puede promover una moderación realista de las demandas, la derrota de los nacionalistas intransigentes y la búsqueda de un gran pacto interno, que cuente con apoyos muy amplios en la sociedad catalana. Un método para empezar a trabajar en ello, y superar el bloqueo de la carrera por la autodeterminación, es asumir que las muchas consultas y elecciones celebradas entre 2012 y 2019 ya nos dejan vislumbrar el resultado de ese hipotético referéndum. Un resultado que arroja una derrota por la mínima de las posturas independentistas y permite, a partir de ahí, pensar un nuevo Estatuto susceptible de ser ratificado en referéndum por al menos el mismo porcentaje favorable que obtuvo el de 2006 (73,2%).
En paralelo, el Estado podría actuar con más imaginación y transitar hacia un pacto diferencial en Catalunya. Mientras en el conjunto de la ciudadanía española hay un equilibrio sobre el actual modelo autonómico (con aproximadamente un 40% de la opinión pública que se dice satisfecha y sendos 25% que quieren recentralizar o descentralizar más), en el caso catalán la demanda de más autogobierno sube hasta un 60% (tabla 2). Las democracias no basadas en el Estado-nación son siempre muy complejas y se requiere mucha pedagogía para convencer a los españoles (que en esto no son distintos a británicos o canadienses) que deben empatizar más con los miedos legítimos de las minorías a la asimilación lingüística y cultural. No será fácil aquí tampoco derrotar a los nacionalistas intransigentes, pero, con cierta perspectiva, es razonable que una mayoría de españoles llegue a la conclusión realista de que la complejidad de un país tan heterogéneo y la gran importancia objetiva de Catalunya exigen un esfuerzo de acomodación.
El diseño de la reforma debería orientarse a compartir más el poder con la periferia en las instituciones del Estado (Senado, Tribunal Constitucional, Administración General del Estado), y a reforzar en ellas, de manera decidida, el estatus del catalán
¿Qué contenidos podría tener? Seguramente no en forma de nuevas competencias, donde hay escaso margen, pero sí en una serie de cuestiones institucionales, simbólicas y de financiación. Este era un artículo de diagnóstico y, por tanto, no queda espacio para desarrollar en qué podrían consistir. Con todo, del análisis realizado, la conclusión más plausible apunta a una asunción más resuelta de la naturaleza multinacional de la democracia española desarrollando lo que tímidamente se apunta en el actual artículo 2 de la Constitución. El diseño de la reforma, que debería tener en cuenta la naturaleza a su vez multinacional de las comunidades autónomas con sentimientos nacionales propios, debería orientarse a compartir más el poder con la periferia en las instituciones del Estado (Senado, Tribunal Constitucional, Administración General del Estado), y a reforzar en ellas, de manera decidida, el estatus del catalán. En todo caso, cualquier solución de nuevo encaje, que nunca sería definitiva por la inestabilidad inherente a las democracias multinacionales, deberá partir de la aceptación de los principios del Estado de Derecho y de la propia pluralidad interna de Catalunya, reacomodando también a los muchos catalanes (y a una gran mayoría de españoles) opuestos a que las instituciones de autogobierno estén al servicio de una construcción nacional que tenga por objetivo último la ruptura.
Hoy un pacto de esas características parece lejano y se impone en ambos lados la percepción de fracaso expresada en las dos citas que abrían este trabajo. Un sentimiento de bloqueo y frustración que parece ahora estructural pero que en absoluto lo es, comparado con otros casos de ebullición soberanista superada (como Quebec y el País Vasco) o mirando a la propia realidad catalana y española de hace pocos años. En realidad, las afirmaciones de los dos ‘Arturos’ tienen un carácter mucho más circunstancial de lo que a primera vista parece. Hace solo veinte años, en la España optimista y hasta autocomplaciente del fin del milenio, habría sido muy difícil que alguien con la orientación ideológica e influencia intelectual de Pérez Reverte hubiese hablado de fallo sistémico en el proyecto nacional español e, igualmente, ninguno de los presidentes de la Generalitat previos a Mas habría declarado que el modelo de autogobierno iniciado a final de los años setenta se había arruinado hasta el punto de hacer la situación catalana humillante e insoportable. Ahora, para empezar, se requiere cambiar el tono de la conversación, negar que haya condena alguna al fracaso y, con permiso del oxímoron, reflexionar con imaginación realista o con realismo imaginativo sobre el punto de llegada.
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NOTAS
1 —EEUU, Alemania, o Austria sí que serían Estados-nación, al margen de que estén organizados como federaciones. Se debate si Suiza es otra desviación del modelo o si allí también existe una única comunidad nacional. Como quiera que sea, la vieja confederación está formada por cantones de habla alemana, francesa, o italiana que justo desean preservar su independencia con respecto a esos tres Estados vecinos.
2 —En las revoluciones burguesas de esos dos países a final del siglo XVIII hay ya elementos que apuntan al Estado-nación pero éste no se asume como proyecto político que debe ser implementado en todo el territorio hasta un siglo más tarde. En EEUU, el hito obvio es la Guerra de Secesión (1861-1865) y el impulso ideológico y constitucional que se produce a partir de entonces por parte del presidente Lincoln (discurso de Gettysburg o proclamación del día de Acción de Gracias como fiesta nacional) y de la Corte Suprema (sentencia Texas v. White, y la definición de la unión como perpetua e indestructible). En el caso de Francia va a ser la III República la que plasma la idea de nación política en audaces políticas sobre educación, uso de la lengua, servicio militar, justicia, administración periférica, red ferroviaria y laicidad que, como de forma célebre analizó el historiador Eugen Weber, se proyectan en todo el medio rural. En este sentido, por cierto, no tendría razón el antes citado Pérez Reverte porque la “ocasión perdida” para homogeneizar España al modo francés habría sido un siglo más tarde de lo que él señala y, para entonces, ya se habían generado nacionalismos propios por parte de las burguesías catalana y vasca.
3 —El concepto refleja un hecho sociopolítico objetivo, la existencia de varias identidades nacionales en un mismo Estado, pero suena todavía inquietante en amplios sectores políticos e intelectuales de toda España. Sin embargo, ha sido desarrollado por el autor más importante en la historia de la ciencia política española, cuya obra no suscita rechazo en los círculos liberales o de centro-derecha del conjunto de España. Véase Juan J. Linz, “Democracia, multinacionalismo y federalismo”, Revista Española de Ciencia Política, nº 1, 1999.
4 —Catalunya ha sabido aprovechar históricamente las ventajas de su ubicación en un mercado nacional importante y su cercanía al resto de Europa. Hoy es el territorio con mayor poder adquisitivo de todo el Mediterráneo, con la excepción de dos regiones en la zona más rica de otro Estado grande como es Italia. Véase Ignacio Molina, “Alberto Alesina y el tamaño de las naciones”, Agenda Pública, 2020, a propósito del libro de Alberto Alesina y Enrico Spolaore, The Size of Nations, MIT Press, 2003 que fue editado en catalán en 2008 por la Generalitat.
5 —Para un análisis de estos desarrollos, puede verse Joaquim Coll, Ignacio Molina y Manuel Arias Maldonado, eds. Anatomía del procés. Debate, 2018. Con un enfoque expresamente independentista, véase Jordi Muñoz. Principi de realitat, L’Avenç, 2020.
6 —Véase Astrid Barrio y Juan Rodríguez-Teruel, “Reducing the gap between leaders and voters? Elite polarization, outbidding competition, and the rise of secessionism in Catalonia”, Ethnic and Racial Studies, vol. 40, nº 10, 2017.
7 —El vigor del procés es incontestable en términos comparados pero sus rasgos son similares a los de otros países occidentales: movilización por agravios objetivos que se engrandecen o retroalimentan con percepciones difusas y expresión pública de un enfado que empodera y desahoga. Tiene una cara positiva (reclamaciones legítimas ante lo que se considera una situación injusta) y otra más inquietante (grupos antagónicos incapaces de superar el conflicto tribal usando los mecanismos tradicionales del diálogo y la transacción políticos). Véase Eric Lonergan y Mark Blyth, Angrynomics. Agenda Publishing, 2020.
8 —Véase Marina Subirats, “Una utopía disponible: la Cataluña independiente”, La Maleta de Portbou, n.º 6, 2014.
9 —Véase Pau Marí-Klose, “Cataluña deshilachada: procesos de desintegración de una comunidad imaginada”. En Joaquim Coll, Ignacio Molina y Manuel Arias Maldonado, Op. Cit.
10 —Véase Astrid Barrio, “Ciutadans, de la irrelevancia a liderar la oposición”, en Joan Marcet y Lucía Medina, eds. La política del proceso: actores y elecciones (2010-2016): el sistema político catalán en tiempos de crisis y cambio. Barcelona, Institut de Ciències Polítiques i Socials, 2017
11 —Véase Molina, Ignacio. “Secesión y unidad en democracias avanzadas”, Política exterior, nº 186, 2018.

Ignacio Molina
Ignacio Molina es investigador principal del Real Instituto Elcano y profesor en el Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Madrid. Doctor en Ciencia Política por esta misma universidad, ha sido investigador visitante en el Trinity College de Dublín, en Harvard y en Oxford. Ha impartido seminarios o clases de posgrado en más de 30 centros académicos o institutos de análisis y ha participado en una veintena de proyectos de investigación nacionales o internacionales. Como experto y consultor, ha colaborado con el Parlamento Europeo, la Comisión Europea, el Consejo de Estado, el Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación, el INAP o la Fundación Bertelsmann. Sus áreas de interés son el estudio de la política exterior y europea de España, el futuro de la Unión Europea, la europeización del sistema político español, el análisis de la capacidad institucional del Estado y la calidad de gobierno en España. Tiene varias decenas de publicaciones incluyendo libros, capítulos y artículos en revistas especializadas.