They will construct your sentences for you – even think your thoughts for you, to a certain extent – and at need they will perform the important service of partially concealing your meaning even from yourself. It is at this point that the special connection between politics and the debasement of language becomes clear. (…) This invasion of one’s mind by ready-made phrases can only be prevented if one is constantly on guard against them, and every such phrase anaesthetizes a portion of one’s brain.

George Orwell, 1946 (Politics and the English Language)


El principal problema del pensamiento político en Catalunya es que no existe. Se detecta como unos ruidos, que recuerdan la existencia de una cosa similar al pensamiento y a la política, pero son una mala copia, que no busca ni siquiera la verosimilitud. Exactamente cómo sucede con los mercados medievales de fin de semana: todo el mundo sabe que es un simulacro, participa para tratar de imaginarse una cosa más auténtica, pero nadie tiene la esperanza de que sea real en ningún sentido mínimamente convencional. Eso sí: en la evocación está el recuerdo de alguna cosa valiosa que se perdió. La ausencia de pensamiento político hace imposible discutir seriamente ninguno de los conceptos que la prensa y los políticos utilizan como moneda corriente. Ni siquiera para criticarlos. Hacerlo sería como ir al mercado medieval de Vic y tratar de convencer a un señor de Manlleu de que tenemos que abolir el derecho de pernada. Ampliar la base, desbordamiento democrático, confrontación inteligente, cambio de ciclo, etc, etc. Todo eso no significa nada. Esta es su virtud y su valor como moneda corriente.

Uno de los problemas de estos eufemismos es que, para liberarte, te obligas a pensar como un histérico. Tener que hablar claro y separarte de estas expresiones y su contenido ambiguo y tramposo te lleva a afirmar con vehemencia ideas estridentes. Ideas que acaban siendo tan inequívocas como poco matizadas. Lo haces a conciencia para enviar un doble mensaje: que no compartes el contenido del eufemismo en cuestión y que no estás dispuesto a negociar con los que trafican. Es como un puñetazo sobre la mesa, que se hace para evitar un puñetazo en la mandíbula. Es un acto de violencia intelectual que sirve para proteger las convicciones no negociables de tu sentido de la justicia, pero también para defender la idea misma de que existen convicciones no negociables en cualquier sentido de la justicia que merezca este nombre. Te hace sentir en una historieta moral del Far West, atrincherado con los otros seis magníficos. Te vuelve marginal, suicida y moralizante hasta el ridículo. Claro que la alternativa es ceder y volverse idiota, también en el sentido griego clásico: alguien totalmente indiferente a la suerte que puedan correr los asuntos públicos de la comunidad mientras las cosas le vayan lo bastante bien personalmente. Al final del camino te has convertido en un erizo con los pinchos erizados con el único objetivo de preservar la salud mental y el mínimo instinto político racional.

Eufemismos vacíos de significado

Pongo el ejemplo de ampliar la base —no porque sea el peor, sino porque es el que parece más razonable. Es uno de estos eufemismos que tienes que definir antes de poder criticar porque estrictamente no quiere decir nada. Es una evocación, una manera de evitar decir lo que se piensa y así, a la larga, que la expresión te ahorre tener que pensar. En teoría quiere decir que haya más gente que quiera la independencia que ahora. ¿Quién puede estar en contra de tener más apoyo para su propuesta política? Pero no dice: convencer a la gente que no quiere la independencia de que le conviene quererla, o que es justo que lo acepte, aunque no la desee, o que si no lo acepta sufrirá las consecuencias, o que es mejor defenderla que votar en contra, o que lo tiene que aceptar por dinero, o por miedo a una muerte violenta. No habla de persuadir, coaccionar, amenazar o incentivar. No concreta nada. ¿Tenemos que dar miedo o tenemos que ser inofensivos? ¿Tenemos que resistir en nuestras convicciones y demostrar que vamos con todo lo que tenemos o tenemos que enviar la señal de que estamos dispuestos a negociarlo todo? ¿Estamos dando poder de veto a quien todavía no quiere la independencia o, al revés, estamos convirtiéndonos en un poder de veto que lo bloqueará todo hasta que no consigamos nuestros objetivos mínimos? ¿Qué hacemos, mientras tanto? ¿Tenemos que ir aceptando todo lo que vaya pasando o en algún momento el coste de no ampliar es más digerible que el de no hacer nada? El eufemismo sólo habla de ampliar como quien habla de llover, frase que no tiene sujeto. Es un verbo que libera los que lo usan de cualquier trabajo concreto y que se puede invocar como un conjuro ante cualquier acción —o su contrario.

Al final, remite a una estrategia electoral de un partido independentista, ERC en el caso que nos ocupa, que consiste en utilizar las ideas, gestos y estéticas de sus adversarios como si fueran las suyas, para tratar de generar identificación y que los voten. Hablar castellano más a menudo, denunciar el nacionalismo de los otros independentistas (vs un republicanismo que tampoco quiere decir nada), naturalizar el nacionalismo de izquierdas español, garantizar la estabilidad del gobierno del Estado, y decir cosas como que los independentistas de derechas quieren la emancipación nacional para ‘preservar sus privilegios’ —un cliché lobotomizante. En lo más trágico, implica acatar lo que hasta el enaltecimiento de esta estrategia era tildado de abuso autoritario. Y acatarlo porque la relación de fuerzas no permite ganar, es decir, porque no hemos ampliado todavía. ¿Qué valor tienen las palabras si se ha renunciado a todas las grandes afirmaciones unos meses atrás? Ninguno. En resumen, ampliar la base quiere decir no-hacer-la-independencia a cambio de conseguir el apoyo de los que no quieren la independencia. Quiere decir gobernar en nombre de una centralidad que evita —oculta— el conflicto. Quiere decir rechazar que la actual “base” pueda hacer algo para defender sus ideas no negociables. Quiere decir, en definitiva, negar la base. Empequeñecerla hasta la inoperancia. De esta manera se niega que el conflicto sea de naturaleza nacional y se pretende comprar el electorado contrario a la independencia arguyendo que se trata sólo del despliegue de determinadas partidas presupuestarias sobre determinadas áreas de la gestión de bienes y servicios públicos. Se le niega al contrario a la independencia su capacidad de actuar como ser moral y político, con derecho a defender su identificación nacional. Se envía la señal de que las propias convicciones no tienen ninguna importancia porque todas son negociables y reducibles a un pretexto. Y por el mismo motivo, que también las de los demás son susceptibles de una subasta al por menor.

El párrafo anterior es pesado de leer (y de escribir) porque pide concretar una serie de cosas que en realidad son como un debate entre monjes dominicos en el siglo XIII —una escolástica para iniciados. La lógica perversa del simulacro me tendría que llevar ahora a compensar la crítica, matizándola con algunas bondades, de la “estrategia de fondo”. Que en el mundo sindical, o en el mundo universitario, o en el mundo de la prensa existan estas o aquellas “correlaciones de fuerzas” (otro cliché que ya sólo nubla el pensamiento, como se ve en el hecho que desplegado en rigor lógico, impediría al señor de Manlleu del mercado medieval de Vic de comprar longaniza hasta que no mejore la correlación de fuerzas). Tendría que decir, en fin, que claro que es deseable pensar que tenemos que trabajar en bla, bla, bla… Atrapado en la telaraña viscosa del eufemismo, la expresión —ampliar la base— estaría pensando por mí, embutiendo el cerebro de nada.

Ahora tendría que desmontar también la palabra “base” en el eufemismo: tan impersonal, tan totalizante, tan vacía de contenido que en realidad es una negación. Es la suma de gente sin rostro, sin intereses, sin vida. Un muro de hormigón que prohíbe mirar dentro del país vivo, para saber cuál es el tema de conversación, cuál la disputa, cuáles los acuerdos. Es una palabra de orden pensada para mantener a todo el mundo quieto hasta que haya un “todo”, una “base” a punto: un momento indefinido, esotérico, milenarista. Imposible de concretar. Me vería obligado a señalar que es una palabra que sirve, ante cualquier otra cosa, para no pensar en aquello que no es la base, es decir, en el liderazgo. Señalando una supuesta carencia en la base se exonera la carencia del vértice. Pero todo eso es tan insignificante como el eufemismo mismo: ser el adversario dialéctico de la nada no te convierte en alguna cosa, sino en otra nada.

¿Qué valor tienen las palabras si se ha renunciado a todas las grandes afirmaciones unos meses atrás? Ninguno. La hipérbole acaba siendo la única verdad disponible porque es la única que permite pensar. Permite, sobre todo, oponerse a la montaña de clichés gastados que mantienen la población secuestrada dentro de un mercado medieval ficticio

Este es la cuestión: me queda sólo defender ideas que claramente digan que no quiero tener esta conversación. Porque de lo contrario el sistema político que nos domina nos envilece cada vez que negociamos con la mentira. Por ejemplo: para salir de esta conversación, quiero defender que la presencia de la mitad del electorado catalán que no se ha manifestado a favor de la independencia es un bien a preservar, porque, a diferencia de todos los antecedentes históricos, su presencia dificulta que el Estado opere con violencia contra la población. Que en vez de ser la carne de cañón que siempre ha parecido que el Estado quería que fueran, son en realidad escudos humanos que evitan que nos bombardeen. ¿Por qué? Porque son indistinguibles de un catalán autoconsciente. Es una hipérbole que, como todas las exageraciones, contiene una verdad, pero que busca sobre todo sacudirse la idea de que tenemos que ampliar la base. Y que quiere iluminar que hay muchas cosas que ahora mismo se podrían hacer que ni los unos ni los otros tratarían como la carne fresca de un mercado de falsas persuasiones. Que ya somos bastantes para defender lo que es innegociable y que el señor de Manlleu puede comprar longaniza tranquilo. Y que es defendiendo lo innegociable que uno puede plantearse llegar a acuerdos con los que piensan diferente —acuerdos, y no subastas. El tipo de acuerdos que respetan sus vidas y sus identidades. ¿O es que alguien se puede creer que uno se tomará seriamente la verdad moral y política de un adversario si no es capaz de tomarse su verdad con igual seriedad? El principio del respeto es el respeto de uno mismo. Etcétera, etcétera: todo eso son hechos básicos. La hipérbole acaba siendo la única verdad disponible porque es la única que permite pensar. Permite, sobre todo, oponerse a la montaña de clichés gastados que mantienen la población secuestrada dentro de un mercado medieval ficticio.

¿Qué falló el año 2017?

Como se ve, el objeto de este artículo no es discutir sobre la ampliación de la base, ni atacar ERC. No creo que haya ninguna diferencia entre lo que hace ERC con la ampliación de la base y lo que hace JxC con el “desbordamiento democrático” o la CUP con el “cambio de ciclo”. Tampoco quiere decir nada, cómo no quiere decir nada la palabra “procés”. El objeto de este artículo es responder a la pregunta, ¿qué falló en 2017 y qué tenemos que hacer diferente para realizar independencia?, que es la pregunta que se me ha encargado. Y esta es la respuesta: fallamos nosotros. Nosotros, los autores de estos artículos. Nosotros, los que producimos el pensamiento político en Catalunya. Nosotros, los que hemos aceptado o no hemos sido lo bastante fuertes para desmontar la distorsión del lenguaje, las ambigüedades, los eufemismos. Hemos permitido o no hemos sabido evitar las victorias electorales que mantenían los mercaderes vendiendo sus mercancías caducadas, tan caducadas como mis críticas a los conceptos concretos de este artículo. Porque nada puede durar si está hecho de materiales falsos —ni siquiera la crítica.

Nunca hubo en Catalunya una reunión, ni una sola, entre representantes, que se planteara qué se tenía que hacer si ganaba la independencia en un referéndum con todas las virtudes que el más exigente de los inquisidores pueda imaginar. Eso lo sabemos todos. Lo podíamos sospechar antes del primero de octubre del 2017 pero aceptamos la premisa que había cosas que no se podían saber —o directamente, hay quien compró la estrategia de fondo: mentir, simular, para ampliar la base vía un intento referendario. También hubo quien pensó que la realidad sólida y concreta de un referéndum haría que la clase política más cínica se estrellara contra sus eufemismos y la libertad se abriría paso como la luz por una rendija. Yo era de estos y por eso promoví el referéndum con todas las palabras que estaban a mi alcance. En todos los casos, sin embargo, y a pesar de las evidentes jerarquías morales que hay entre ir tirando y fracasar, fallamos en nuestro trabajo de decir la máxima verdad disponible. De decirla de la manera más concreta posible, y de evitar la expansión de eufemismos y mentiras. Y sí, la degradación de la clase política está a la vista de todos, como los trucos de un payaso viejo y triste. Pero no ha sido suficiente para construir un mundo de palabras limpias y claras y honestas. Fallamos a la hora de producir un pensamiento político independiente de la acción política y de las estrategias electorales inmediatas y luego no llegamos a tiempo de decir una verdad que fuera reconocible fuera de la mentira. Fallaron los que protegieron a los políticos porque se convencieron de que su trabajo significaba alguna cosa, dado que las palabras no significaban nada. Y fallamos también los que esperábamos que del choque con la realidad saldría un deseo de llamar las cosas por su nombre. No protegimos nuestro baluarte, que eran las palabras que se utilizaban para construir realidades. No protegimos lo bastante bien la sinceridad, la voluntad de ser genuinos. Y es eso lo que ha hecho perder la confianza en la política, en las instituciones, y entre los votantes. Todo el mundo se ha resguardado en una ficción u otra porque es el único lugar donde parece posible sobrevivir.

Los casos del periodismo y del mundo editorial quizás sean los más transparentes. No encontraréis ni a un solo periodista en Catalunya que no sienta que trabaja en vano. Que se ve forzado a tomarse seriamente unos actores y unos discursos que están donde están y dicen lo que dicen justamente porque no se toman nada seriamente. Que la política se ha convertido en un mecanismo de banalización de lo más sagrado y que el periodismo es el oficio de tirar huesos a muchos animales invertebrados. Presentar las ausencias como la prueba de una presencia. Hacer pasar un trozo de blandiblú por los ladrillos de uno dique de contención, o una frase inconexa por un poema délfico, incidiendo como la profecía de un oráculo, o un pollo sin cabeza salpicando las paredes de la cripta de los reyes por una estrategia astuta —con una columna de opinión al lado, que destaca las similitudes, y quien sabe si las influencias, con la obra de Jackson Pollock. En el otro extremo de la letra impresa, los editores más espabilados del país publican libros enteros que no explican nada, ninguna cosa lo bastante a la vista para ser discutida y refutada. Relatos fantasiosos sobre el momento revelador que todo el mundo espera o crónicas sentimentales de la fragilidad de los políticos represaliados. Sólo buscan dibujar en el suelo los límites de lo discutible, construir con sentimientos de solidaridad y reverencia una serie de tótems que desvíen la mirada lejos de los tabúes. Tema aparte es la academia, pero no creo que pueda decir algo sobre de su lenguaje vacío que no dijera ya Orwell en el ensayo que cito al inicio de este artículo.

En el límite, se trata de señalar una violencia —la de la prisión, la del exilio, la de la memoria familiar, la del siglo XX— como un horizonte de referencias ineludible. Desviar la mirada lejos del hecho incontrovertible de que la violencia entre catalanes y con el Estado ha sido tan inexistente, en contraste con cualquier otro momento histórico escogido al azar, que es claramente el hecho novedoso de nuestro tiempo. Pero este horizonte de violencia permite a todo el mundo huir hacia el rincón más cínico de su carácter, donde todo se justifica por contraste: todo suma, incluso la bajeza, incluso la cobardía, cuando el contraste es la nada o la muerte. El mundo editorial convoca el olor de cadáver de la cultura catalana para justificar que cualquier movimiento sea un remedio. Hemos acabado exigiendo la promoción de productos de baja calidad con el fin de hacer sobrevivir la cultura. Decimos cultura popular para escondernos tras “la base”, para apelar a los intestinos, para dejar en evidencia que toda aspiración audaz, liberada o valiente es, por definición, elitista y excluyente, y está destinada al fracaso —a la muerte— porque no amplía la base, ni desborda democráticamente, ni confronta inteligentemente la correlación de fuerzas en este cambio de ciclo. El espectáculo produce un asco ineludible, todo el mundo disimulándose tras los intereses más descarnados, o las limitaciones más penosas, con disfraces infantiles de país de hadas varias tallas demasiado pequeñas para esconder algo.

Fallamos a la hora de producir un pensamiento político independiente de la acción política y de las estrategias electorales inmediatas, y luego no llegamos a tiempo de decir una verdad que fuera reconocible fuera de la mentira

Eso es exactamente y literalmente lo que permitimos o no supimos evitar: la degradación de la lengua política, la lengua que sirve para decir una verdad que tenga consecuencias. La base no falló, es de las pocas cosas que no fallaron ni fallará, pero de todas las cosas que fallaron, que son muchas, y que no me caben en este artículo, la que era nuestra responsabilidad es mayor. Aboca a los que lo permitisteis a conciencia, por las razones que sean, a ser comentaristas escolásticos de palabras que no significan nada, a pasear por un mercado medieval disfrazados de pregoneros pretendiendo que os tomáis en serio lo que decís. A los que no lo supimos evitar y flirteamos todavía demasiado con la esperanza de que una bola de nieve haría emerger una verdad sobria y bien dicha, se nos empuja a gesticular histéricamente en un rincón de la esfera pública, con los ojos inyectados en sangre y el corazón palpitante con un deseo inconcreto de libertad —volviéndonos locos para no acabar locos.

Si queremos que las cosas no vuelvan a suceder igual o que cada vez todo sea peor tenemos que empezar por dejar de traficar con las palabras que inventan los oportunistas para evitar que pensemos. Tenemos que dejar de convertir en moneda corriente los eufemismos que no significan nada: cada uno los de su parroquia, si es que la tiene. Porque tal como están las cosas, y tal como hemos normalizado todas las excusas de los políticos, la principal irresponsabilidad del pensamiento catalán de los últimos años ha sido dejar a los catalanes atrapados en una elección imposible entre la negación de ellos mismos y la violencia. Una violencia que se ha convertido en la única ley fundamental de la vida pública que todo el mundo reconoce como válida. Este es el espacio que hemos creado con los eufemismos. Una ficción absurda, que no tiene ninguna conexión con la realidad, imposible de concretar o de negar, y que abandona a los catalanes a la imposibilidad de hablar con sentido, es decir, de pensar libremente, es decir, de ser libres con consecuencias.

Jordi Graupera

Jordi Graupera

Jordi Graupera es doctor en filosofía política por la New School for Social Research de Nueva York. Ha sido investigador en la Universidad de Princeton y profesor adjunto de pensamiento social en el departamento de Liberal Arts en la Universidad de Nueva York. También ha sido profesor de historia de la arquitectura y de teoría del diseño en la Parson's School of Design y profesor de Antropología y Filosofía Política en el Saint Francis College en Brooklyn. En sus investigaciones, ha explorado las contradicciones de los Estados liberales a la hora de encarar disputas de fondo sobre la naturaleza humana. Colabora en varios medios de comunicación y ha trabajado como articulista, corresponsal, tertuliano y comentarista en Catalunya Ràdio, Com Ràdio, El Mundo, L'Avui, La Vanguardia, Público, RAC 1, SER, Diari ARA, El Periódico, Crític o El Nacional, entre otros. Es el impulsor del movimiento Primarias Catalunya, que reivindica la configuración de una lista electoral unitaria y abierta dentro del independentismo con el objetivo de hacer efectivo el mandato del 1 de octubre. En 2019, fue candidato a la alcaldía de Barcelona en las elecciones municipales con la candidatura Barcelona es capital-Primarias. Es autor del ensayo La soberbia (Fragmenta, 2020).