“Como republicano irlandés y como ciudadano de Irlanda, quiero ver el fin de la dominación británica sobre este país. Continuaré esforzándome para ello hasta que sea una realidad. Lo conseguiremos mediante un proceso, no mediante ultimátums”.

Gerry Adams, 2003.


He optado por escribir este artículo en primera persona y desde mi experiencia política. Se trata de un ejercicio personal que no es deudor de ninguna línea de reflexión colectiva, ya que hace más de un año que no me mantengo activo en ningún proyecto político.

Durante mi ya dilatada vida de militancias diversas, siempre me he declarado independentista. Lo soy. Durante los años del denominado procés me he comprometido activamente en generar condiciones favorables a la autodeterminación. He participado en movilizaciones y posicionamientos políticos; he estado al frente de la organización del referéndum del 1 de octubre en mi municipio. He ido a buscar urnas y las he escondido; he abierto colegios para votar; he tenido las papeletas de voto en casa. He incentivado ir a votar. Era mi deber y lo acometí con convicción. Pero me arrepiento de no haber sido más categórico durante el periodo del procés al expresar mis dudas relativas a la génesis del movimiento independentista de la última década, de cómo iba quemando etapas, porque eran dudas razonables. He estado repasando mis intervenciones hasta 2019 y puedo decir que siempre he intentado introducir elementos de reflexión entre mi audiencia. Pero no lo suficiente, en mi opinión. Por lo que empiezo pidiendo disculpas a aquellas personas que poco o mucho me han tenido como un pequeño y modesto referente del independentismo. Expresar dudas, corregir posiciones, hablar con claridad, son actos de responsabilidad tanto en la vida como en la política, que nunca deberían dejarse en suspenso.

¿Si se quiere se puede?

El periodo de aceleración del Procés me pilló de lleno en mi etapa de alcalde de Vilassar de Dalt (2011-2019), un municipio de la zona de montaña del Maresme. Vilassar es uno de aquellos lugares donde el independentismo es claramente mayoritario, aunque no absolutamente hegemónico. Haciendo números redondos, diremos que unos dos tercios de la población podría mantener posiciones favorables a la autodeterminación y la independencia, mientras que el último tercio incluiría el autonomismo y el españolismo más partidario de la recentralización. Por lo que he vivido durante estos años al frente del consistorio, estoy en condiciones de afirmar que entre los vecinos y las vecinas de mi municipio existe la conciencia muy mayoritaria que no todos estamos de acuerdo, y que por este motivo debemos buscar soluciones procedimentales democráticas que resuelvan estos desacuerdos. Si Vilassar fuera Catalunya y uno de estos mecanismos de solución del conflicto fuera un referéndum de autodeterminación con todas las garantías legales y, lógicamente, con el beneplácito político y el consenso cívico de aceptación de los resultados, podríamos llegar a la conclusión de que Catalunya tendría todos los números a favor para convertirse en estado, si para serlo básicamente de lo que se trata es de disponer de una mayoría social claramente expresada, recurrente en el tiempo, y si la política realmente existente dirimiera todos los conflictos políticos de manera binaria, del tipo a favor o en contra de, en un momento dado.

Pero bien sabemos que el mundo no funciona así. Si lo vivís y lo observáis con atención, veréis como los conflictos sociales fundamentales siguen itinerarios temporales dilatados y múltiples ensayos de solución que conllevan pasos adelante y atrás, reajustes continuos, generaciones que se traspasan el testigo de un conflicto aún no resuelto. Sudáfrica está indudablemente mucho mejor ahora que bajo el apartheid, pero la nación del Arco Iris que Mandela promovía está lejos de alcanzarse; en Estados Unidos la población afroamericana continúa movilizándose décadas después de los logros del movimiento por los derechos civiles liderado por Martin Luther-King; en Irlanda del Norte no se prevé la reunificación con la República de Irlanda, pero es una posibilidad factible después de haber superado el baño de sangre más importante de Europa Occidental hasta bien entrada la década de los 90 del siglo XX.

Los conflictos sociales fundamentales siguen itinerarios temporales dilatados y múltiples ensayos de solución que conllevan pasos adelante y atrás, reajustes continuos, generaciones que se traspasan el testigo de un conflicto aún no resuelto

Todo esto me lleva a afirmar que, si en el conjunto de Catalunya se contara homogéneamente con la distribución de preferencias de mi vecindario de Vilassar en cuanto a la independencia, el independentismo dispondría de una condición indiscutiblemente necesaria para conquistar un estado, pero probablemente aún no seríamos independientes. Porque la política (y un proceso de independencia es una acción política sostenida de alto voltaje) se refiere, ante todo, al poder y su desigual distribución entre los actores involucrados en un conflicto. Si, como en el caso que nos ocupa, se dispone de una base social inapelable, está claro que el movimiento independentista tiene un potencial de poder muy significativo. Pero el independentismo es una variable en movimiento entre otros que comprenden una dinámica de conjunto que compone el escenario (la lógica de la situación) y el proceso del conflicto político (las evoluciones de éste en el transcurso del tiempo). El Estado en su conjunto (el famoso Deep State), el espacio económico y geopolítico que es la UE, las grandes empresas y la banca acumulan más poder que una mayoría ciudadana independentista en Catalunya. Por este motivo es fundamental la acción política estratégica, para remover estas condiciones que hacen que, desde la perspectiva del poder, el hecho de ser más en número no sea definitivo para conquistar un objetivo.

Cuando hablamos de estrategia deberíamos referirnos siempre a cómo hacer evolucionar una acción política en un contexto que ni de lejos domina completamente. Así, la estrategia está en la base de la actividad política racionalmente pensada que tiene que hacer avanzar los independentistas hacia la independencia, y en función de las condiciones contextuales esta actividad toma una u otra orientación sin que ello implique desautorizar el núcleo de la estrategia (el conjunto de acciones políticas) que apuesta por la independencia. Pero la realidad de los procesos políticos es que la dinámica de un grupo en un conflicto interactúa con otros grupos de oposición y/o de alianza potencial a la causa expresada por este primer grupo. La sociología de los movimientos sociales sabe de qué va la cosa. El paradigma estratégico de la acción colectiva afirma que en un conflicto es necesario observar tres procesos simultáneos: a) El impulso de los propios recursos (organizativos, de movilización, de fuerza colectiva e institucional); b) La articulación de marcos conceptuales que delimiten la identidad discursiva del conflicto (las razones, las justificaciones, la proyección pública de la comunidad movilizada); c) El proceso político general, la lógica de la situación que comprende en una estructura de relaciones el propio grupo respecto de los otros grupos y/o centros de poder que actúan en oposición o en alianza a la dinámica de conflicto (y entre los que la variable capacidad coercitiva del Estado y su contexto geopolítico son factores clave). No hay indicio de unilateralidad en todo esto. El unilateralismo es un mito, como lo es pensar que, si dispones de una estrategia, ya lo tienes todo. El escenario de un conflicto se define siempre por la característica de la multilateralidad entre varios actores en relaciones de alianza y de oposición, donde el factor estratégico nuclear del grupo que protagoniza el conflicto consiste en acumular fuerzas (movilizar recursos propios), forjar una entidad discursiva potente (delimitar el marco), y mejorar las propias posiciones en el espacio de poder y temporal -histórico- que conforma el proceso político escenario del conflicto, aprovechando las oportunidades que tenga al alcance y generando otras nuevas.

¿Por qué no somos independientes?

Catalunya no es independiente porque en 2017 no estaba en condiciones contextuales de serlo. No se puede confundir la acción política concreta en un marco de condiciones con la formulación de deseos. La independencia de Catalunya no se dirime, políticamente hablando, en el terreno subjetivo del poder de la voluntad, sino en el escenario histórico (evolutivo) de las posibilidades, que es a la vez objetivo y subjetivo.

En 2017 no se disponía de una mayoría social inapelable, ni los centros de poder opositores a la independencia, particularmente el Estado y el marco geopolítico que lo sustenta, la UE, tenían incentivos para ver en el ejercicio de la autodeterminación una salida al conflicto. ¿Por qué tenerlos, si el movimiento independentista no tenía y no tiene la capacidad de poder necesaria para superar los obstáculos de sus contrincantes? Como mucho, el independentismo catalán de los últimos tiempos se ha situado en los niveles de las realidades políticas vasca y norirlandesa: estar en condiciones de cronificar el conflicto, pero no de ganarlo. En este sentido, el éxito parcial del independentismo ha sido de enterrar en tan sólo una década el autonomismo para convertirse en la opción política mayoritaria para todas aquellas personas que comparten la convención social según la cual Catalunya es una nación, y que como tal no dispone de reconocimiento. Por otra parte, el fracaso del independentismo ha sido entregarse más a la moral de las cosas (tenemos derecho a) que a la política (como conseguir objetivos en función de). Desde las famosas elecciones plebiscitarias, el independentismo abandona la política, la acción propia en un escenario de oposiciones, para abrazar una visión unilateral (apolítica) fundamentada en la idea errónea conforme la garantía de éxito en la conquista de un objetivo depende básicamente de la determinación del movimiento que lo promueve.

El unilateralismo es un mito, como lo es pensar que, si dispones de una estrategia, ya lo tienes todo. El escenario de un conflicto se define siempre por la característica de la multilateralidad entre varios actores en relaciones de alianza y de oposición

Efectivamente, desde las elecciones de 2015, en la que se concurre a la competición electoral con la independencia como primer punto, el movimiento independentista permanece varado repitiendo por sistema lo que podríamos denominar como un error de fábrica: creer con los ojos cerrados en el poder de la voluntad y la bondad intrínseca de las propias convicciones, sin atender suficientemente a la realidad del contexto. Las elecciones plebiscitarias no se ganan, claramente. Recordemos que sobre el plebiscito se hablaba de votos, de si en el recuento final hay más o menos votos favorables a la independencia, no de la composición final del arco parlamentario en función de una ley electoral (estatal) que pondera el peso del voto. El hecho de no ganarlas podría haber supuesto una reflexión política en el espacio del conjunto del independentismo, pero no. En vez de eso la estrategia que impulsa traduce aceleradamente el «tenemos prisa» popular en un conjunto de apuestas políticas que conducen en poco tiempo a generar una situación de colapso. La madre de todas estas apuestas fue condicionar el hito de la independencia a un calendario de 18 meses, con un conjunto de pasos diáfanamente descritos en una infografía. El factor tiempo para alcanzar los objetivos se convierte en el combustible de la acción política. Acelera el movimiento a la vez que lo acerca a la implosión de su propia estrategia.

¿Qué quiero decir con esto? ¿Que en el marco de un conflicto siempre debe prevalecer la prudencia y una actitud conservadora? En absoluto. La acción política disruptiva es esencial en procesos de cambio. Me refiero a algo más sutil: un conflicto también se ha de gobernar, conducir, y a día de hoy podemos afirmar que los movimientos de cambio tienen direcciones políticas y que estas deben ser capaces de modular el conflicto partiendo de la conciencia de las propias fuerzas y la de los demás; que estas direcciones necesariamente deben tener capacidad interpretativa de la realidad, una capacidad que debe ser superior a la mayoría de la gente que comprende los objetivos del movimiento y participa más o menos, pero que no lo lidera. No hay política que valga la pena cuando dirigentes de todo tipo se limitan a afirmar frívolamente que son simples correas de transmisión de la voluntad popular, una voluntad por definición difusa, en absoluto unificada, interpretada según los intereses de quien continuamente se refiere a ella para justificar decisiones claramente discutibles. El hecho es que actualmente el independentismo es un gigante emocional y un enano político, por lo que podemos afirmar que estamos peor de lo que estábamos antes del otoño de 2017, y que la responsabilidad de haber empeorado nuestras condiciones es principalmente nuestra. Prueba de ello es que el movimiento independentista catalán a estas alturas no es un referente político (aunque sí simbólico) para las naciones sin estado que luchan por su reconocimiento nacional.

¿Nunca podremos ser independientes?

El 1 y el 3 de octubre de 2017 supusieron episodios de movilización social transversal muy serios, importantísimos, que destilaban una energía popular de cambio que iba más allá del campo estrictamente independentista. Todo un capital que se ha ido desvaneciendo pero que de alguna manera aún se mantiene latente, aunque no lo estará para siempre. Y recuperar -y gobernar- esta energía popular de cambio no se podrá hacer a base de referencias sobre momentos fundacionales, choques y momentum de lo que no fue. El Procés ha muerto.

El movimiento independentista declinará indefectiblemente si no se procede a una profunda revisión del camino seguido hasta ahora. Lo primero que hay que hacer es que los diferentes espacios independentistas se consoliden sin complejos, siguiendo sus propias pautas de recomposición y abandonen el frentismo retórico. La diversidad política y organizativa interna del independentismo es un hecho. También lo es que entre las organizaciones políticas independentistas hay diferencias programáticas importantes, además de las propiamente retóricas. Los discursos unitaristas de hoy en día son un simple recurso táctico de connotaciones electorales que no producen más que la amplificación del desencanto popular. En este sentido, afirmo que la unidad no es posible pero es que, además, no es deseable en las actuales circunstancias. La división se ha consumado, sin perjuicio de que convendrá cooperar tanto como sea necesario. Hay que renovarlo todo. Abrir una nueva etapa.

La unidad no es posible pero es que, además, no es deseable en las actuales circunstancias. La división se ha consumado, sin perjuicio de que convendrá cooperar tanto como sea necesario. Hay que renovarlo todo. Abrir una nueva etapa

El objetivo del independentismo debe ser convertirse en un movimiento político lo más amplio posible en Catalunya, un contrapoder, con capacidad de penetración en todos los ámbitos sociales y prioritariamente en el área metropolitana de Barcelona; capaz de formular propuestas concretas para este país antes de ni siquiera abordar la autodeterminación efectiva. El independentismo político debe recuperar pautas de cooperación con el conjunto de fuerzas políticas favorables a ejercer el derecho a la autodeterminación, pero también con las que al menos defiendan que Catalunya es una realidad nacional. Sería un gran error estratégico dividir exhaustivamente el país entre independentistas y no independentistas. Por otra parte, desde un punto de vista estrictamente democrático, se deben excluir del movimiento a los elementos esencialistas y nacionalistas excluyentes que han proliferado últimamente con el beneplácito de la facción derechista y supuestamente irredenta del independentismo.

Abriendo foco, el independentismo catalán debe tomar mucha más conciencia de la potencia del marco geopolítico en que se encuentra el país. Catalunya existe encajonada entre dos estados muy potentes, el español y el francés, ambos claves en la UE y el segundo matriz de la Unión. Por su parte, la Eurorregión política agrupada en la Unión Europea es de reacciones políticas extremadamente lentas, continuamente mediatizada por los Estados miembros, sacudida por intereses cruzados de difícil encaje común, profundamente inmersa en contradicciones, pero tiene una potencia enorme en dos aspectos clave: las directrices en materia de política económica y una posición radicalmente refractaria a reconfigurar fronteras, tras las últimas reconfiguraciones originadas por la caída del bloque del Este en plena crisis sistémica. La Unión sigue siendo un club de estados, sí, pero es en este escenario geopolítico que el independentismo debe hacer política. Tomando Europa como referencia, sus evoluciones y problemáticas. Siendo europeos. Estando, por ejemplo, atentos a la situación paradójica que representa el caso del Brexit: el Reino Unido, un gran estado, motor de la UE con Francia y Alemania, realiza su proceso de salida de la Unión en clave nacionalista, mientras que dos de sus naciones, Escocia e Irlanda del Norte, plantean retos de soberanía nacional en clave federal europea. Este es el marco. Los vientos que en Europa soplan a favor del retorno a los estados concebidos convencionalmente como fortalezas soberanas abren una ventana política para las naciones sin estado en clave de soberanía nacional, regeneración democrática y federalismo europeo.

Soy incapaz de ir más allá. No tengo suficientes elementos. A corto plazo, sin embargo, me aventuro a ensayar estos seis puntos sobre qué se debe hacer. Los considero fundamentales para rehacer el camino:

  1. Ejercitar una ética de la humildad. Asumir errores, enmendar despropósitos, admitir la derrota como paso previo para recomponer el espacio y el proyecto. Y con paciencia -sin prefijar fechas límite- continuar adelante con los cinco puntos que siguen.

  2. Idea recurrente, pero de sentido común: llegar a más gente. Ser más sin que ello comporte dar la espalda a quien no tenga por preferencia la independencia o al que, sencillamente, no la quiera. Fijémonos que, de entrada, llegar a más gente no significa disponer de más gente, ante todo significa ampliar el abanico de interlocuciones. Hacer posible que en Catalunya haya independentistas y no independentistas, pero que sea un solo país capaz de resolver democráticamente sus desacuerdos.

  3. Gobernar para todos mediante esta autonomía descabezada de que ahora disponemos, y volver a dignificar nuestras maltrechas instituciones fortaleciéndolas, no continuar por la vía de hacerles ascos ni despreciarlas por «autonómicas». Claramente, es necesario que el independentismo tenga, como Bildu o el BNG, una política autonómica. Atención, no autonomista, sino autonómica, en la medida que es un hecho que hoy por hoy disponemos de una autonomía.

  4. Fortalecer las propias organizaciones políticas y promover la autoorganización popular en esta densa red asociativa de la que dispone el país. En este mismo sentido, potenciar una sociedad civil incondicionalmente democrática, independiente, autoexigente, crítica y autónoma del poder político institucional y del sistema de partidos, pero consciente de su marco nacional.

  5. Ampliar las interlocuciones políticas europeas sin esperar que ningún estado dé un paso en favor de una Catalunya soberana (sería iluso esperarlo), pero insistir en trabajar sobre centros de poder y de influencia que puedan tener el conflicto catalán en su agenda, o que por lo menos se muestren receptivos a las demandas políticas de soberanía.

  6. Utilizar por sistema la fuerza política institucional y popular para presionar al Estado hacia una respuesta política en relación al conflicto catalán. Pero, también, el independentismo no debe ser ajeno a los cambios políticos españoles y hay que incidir en ellos, desde una perspectiva democrática y de progreso. Porque es un contrasentido volver la espalda al Estado respecto del que pretendemos autodeterminarnos.


Y con esto concluyo: insisto en la idea de que no se sale del actual callejón sin salida por la vía de soluciones milagrosas indoloras ni por una épica del martirio que sólo conduce a reforzar la impotencia política. Trabajar para enmendar el estado de cosas que condiciona el desarrollo de los propios objetivos es lo que se entiende por política de liberación. Y en eso no hay prisa que valga, sino inteligencia y una paciente sistemática de trabajo al servicio de todos los que forman parte de este país.

Xavier Godàs

Xavier Godàs

Xavier Godás y Pérez es sociólogo y político catalán. Es doctor en Sociología por la Universidad de Barcelona, donde ha sido profesor, y está especializado en movimientos sociales y teoría sociológica. Durante el período 2003-2011 trabajó como Jefe de Gabinete del Ayuntamiento de Barcelona. Actualmente colabora en ESADE y trabaja en la empresa Estratègies de Qualitat Urbana, una consultoría de políticas públicas, gestión de redes de acción social y análisis de servicios. Vinculado a Esquerra Republicana de Catalunya, ha sido alcalde Vilassar de Dalt para esta formación durante dos mandatos, desde el año 2011 al 2019. Es autor de varios libros, entre los cuales destaca Política del disenso: sociología de los movimientos sociales (2007) o El buen gobierno 2.0: la gobernanza democrática territorial (2010)