Cuando se habla de la secesión territorial en una democracia, conviene ser cuidadoso con las palabras. No es lo mismo hablar de un derecho a la autodeterminación que de una independencia lograda mediante un acuerdo democrático que no apela al cumplimiento de derecho alguno, por no mencionar la hipótesis de una decisión unilateral que invoque una mayoría popular al margen de los procedimientos. Esta cautela inicial vale para el debate abstracto sobre la secesión tanto como para la discusión concreta del caso catalán. También es aconsejable que quienes tomen parte en esa discusión lo hagan con la disposición adecuada. Y es que podemos preguntarnos si existe un derecho a la secesión, si es legítima su reivindicación en una sociedad democrática o si concurren en un supuesto particular las circunstancias para su reconocimiento; la deliberación correspondiente no servirá de nada, sin embargo, si los participantes carecen de la necesaria buena fe. Esto quiere decir que prestan atención a las razones que se ponen sobre la mesa y son capaces de reconocer las mejores de entre ellas; incluso si no fueran las suyas. De lo contrario, la deliberación se convierte en una farsa: una ocasión para la derrota del adversario al margen de la justicia, coherencia o veracidad de sus argumentos.

Las democracias liberales poseen un núcleo normativo que resulta impermeable a la simple fuerza del número: no todas las razones son aceptables

Hay que suponer, pues, que los argumentos cuentan. Y que fundamentar normativamente las demandas políticas constituye un requisito democrático: la política en la democracia parlamentaria no puede limitarse a satisfacer exigencias que vengan respaldadas por los votos o la movilización colectiva, sino que debe atender a razones si no quiere vaciarse de todo contenido moral. Mal podríamos ceder así ante quien reclamase la segregación racial o el castigo penal de la homosexualidad, por mucho respaldo que llegase a acumular. No quiere decirse que el racismo o la homofobia sean equiparables al nacionalismo, aunque este último acumula episodios históricos indeseables e incurre con facilidad en una lógica excluyente que distingue a nacionales de extranjeros; solo se trata de subrayar que las mayorías no son por sí mismas legitimadoras de los fines que ellas mismas se fijan. Hay una razón histórica para ello: el derecho constitucional que surge tras las dos guerras mundiales es receloso del gobierno popular y de la estimulación caudillista de las masas, razón por la cual el diseño institucional de las democracias de posguerra pone el énfasis en la división de poderes, el control de legalidad o la exigencia de mayorías cualificadas. Así que las democracias liberales poseen un núcleo normativo que resulta impermeable a la simple fuerza del número: no todas las razones son aceptables. Por ello, de lo que se trata aquí es de elucidar si la reivindicación secesionista es legítima o puede llegar a serlo, con independencia del apoyo ciudadano que posea en casos particulares.

Esto puede ser difícil de comprender, y no digamos de aceptar, allí donde predomina la idea de que la democracia es «el gobierno del pueblo» o «el gobierno de la mayoría». Se trata de eslóganes que traducen al lenguaje popular el fundamento último de las democracias, pero que están lejos de describir fielmente el sofisticado entramado institucional de los regímenes constitucionales realmente existentes. Es con el fin de evitar el abuso del gobierno popular que nuestras democracias despliegan contrapesos liberales: imperio de la ley, división de poderes, órganos contramayoritarios, protección de individuos y minorías, libertad de prensa. En este tipo de democracia, la protección jurídica del individuo y el respeto al pluralismo son valores que ningún procedimiento puede vulnerar. Probablemente, una democracia plebiscitaria o aclamativa —si eso es una democracia— constituye un marco más favorable para la satisfacción de aquellos fines que contravienen el ethos del pluralismo liberal. De ahí que el independentismo catalán haya echado mano con frecuencia de un discurso que identifica la voluntad popular expresada en referéndum con el non plus ultra del ideal democrático, introduciendo así de paso elementos populistas en la práctica liberal-democrática. En todo caso, la reflexión sobre la legitimidad de la secesión se circunscribirá en las líneas que siguen al marco institucional y normativo de la democracia liberal.

La incardinación de las demandas secesionistas en el marco liberal-democrático presenta un aspecto suplementario que no debe pasarse por alto. Se trata de la cualidad histórica de las sociedades contemporáneas. Dicho sencillamente: las democracias constitucionales han recorrido ya un largo camino desde el siglo XIX y han podido aprender no pocas cosas; el conocimiento así adquirido tiene que ser tomado en consideración cuando se abordan conflictos que —como sucede con la reivindicación secesionista del nacionalismo catalán— resultan más recurrentes que novedosos. Sabemos que la democracia no puede definir democráticamente el espacio en el que opera, como ha señalado Pierre Manent, y recurre para ello a ideas como la nación: un sentimiento compartido que legitima la obediencia política al Estado. Esto explica que pudiera existir un nacionalismo liberal durante el siglo XIX, cuando la lucha de las naciones por emanciparse del Antiguo Régimen era también una lucha por el gobierno democrático. Se pusieron así en marcha procesos de homogenización cultural que trataban de crear identidades nacionales bajo las que habían de subsumirse las particularidades regionales, locales e incluso nacionales allí donde existieran. La ambivalencia histórica del «principio de las nacionalidades» formulado por Giuseppe Mazzini quedó pronto de manifiesto: si fue liberador contra legitimistas y colonizadores, también sirvió para excluir o silenciar a las minorías subnacionales.

Hablar de la legitimidad y justicia de la secesión es hacerlo en relación al marco insoslayable de la democracia pluralista, pues es en su interior donde se afirma el derecho de autodeterminación o se formula la exigencia separatista

Posteriormente, sin embargo, el nacionalismo adquiriría rasgos más siniestros de la mano del colonialismo europeo, el darwinismo social o el decisionismo fascista; muchos desastres del siglo XX llevan su impronta. No es de extrañar que Jürgen Habermas haya llegado a la siguiente conclusión: por más que el nacionalismo fuera una precondición histórica para la democratización del poder estatal, su trayectoria posterior ha dejado clara la necesidad de que los Estados democráticos prescindan de su fundamento nacional y avancen hacia formas supranacionales de integración. Desde este punto de vista, el nacionalismo –especialmente en su versión cultural o romántica— sería un anacronismo. Y es que a mediados del siglo XIX podía defenderse la idea de que a toda nación cultural le corresponde un Estado; es muy distinto hacerlo cuando ya no hay Antiguo Régimen que derribar y conocemos el daño que las reivindicaciones etnonacionales pueden inflingir a las sociedades plurales. En suma: hablar de la legitimidad y justicia de la secesión es hacerlo en relación al marco insoslayable de la democracia pluralista, pues es en su interior donde se afirma el derecho de autodeterminación o se formula la exigencia separatista. Pero ese marco no es neutral, ni un puro procedimiento; incorpora valores que las instituciones encarnan y están obligadas a defender.

Sostener que las razones deben contar en una democracia, por lo demás, en modo alguno implica que cuenten de verdad. Estamos ante un mandato normativo; una prescripción que habría de orientar nuestra conducta y que todavía organiza el debate público. Ya sea en las redes sociales o en publicaciones especializadas, presentamos razones para justificar nuestras demandas; así viene a exigirlo el uso público de la razón. Pero este debate de apariencia normativa está inmerso en una realidad política marcada por los intereses, las identidades, las emociones: hablar de buenas razones o de verdades públicas puede ser terriblemente ingenuo.

¿Qué hay de los discursos políticos que recurren a afirmaciones mendaces o que llaman a desobedecer las leyes? ¿Qué ocurre con el debate de ideas cuando se basa en percepciones falsas de la realidad? ¿Para qué sirven las razones cuando están modeladas por las emociones? En relación con nuestro tema, ¿cómo hemos de considerar el hecho de que el nacionalismo sea una ideología política dedicada activamente a construir un sentimiento nacional mediante las herramientas a su disposición? ¿Y de qué sirve hablar con quien nunca aceptará que reclamar algo en el interior de una democracia no significa llegar a obtenerlo forzosamente? Al fin y al cabo, siempre cabe la posibilidad de que la exigencia en cuestión sea irrazonable o no se logre convencer a los demás de su pertinencia. El debate normativo, en fin, no tiene lugar en el vacío ni está protagonizado por seres angelicales dedicados al descubrimiento de la verdad. Por algo ha sostenido el filósofo político Daniel Weinstock que los argumentos basados en la identidad son impermeables a la deliberación y refractarios al compromiso, lo que naturalmente encaja mal con la praxis democrática. Dicho sea todo esto para advertir de que el debate teórico acerca de la legitimidad de la secesión tiene escasa influencia sobre quienes están convencidos de la misma por adelantado. Naturalmente, puede decirse lo mismo acerca del debate sobre la legitimidad del status quo constitucional; la diferencia estriba en que un orden constitucional que reconoce la diversidad interna de su territorio puede justificarse sin apelación a la identidad «nacional».

Así las cosas, ¿existe el derecho de autodeterminación? ¿Puede invocárselo, aun cuando no esté reconocido en los textos constitucionales? Y si no existiera, ¿es pese a ello legítima la reivindicación secesionista? ¿Qué requisitos habrían de cumplirse para que lo fuera? ¿Cuándo resulta injusto desatender las demandas de un movimiento independentista? ¿Es justa, en particular, la reivindicación del separatismo catalán?

Hay que empezar por señalar que apenas hay constituciones en el mundo que reconozcan el derecho a la autodeterminación de sus territorios o regiones; ninguna de las excepciones —Etiopía, San Cristóbal y Nieves— corresponde a una democracia avanzada. En el plano del Derecho Internacional, la posibilidad de la secesión está condicionada al cumplimiento de alguna de estas dos condiciones: grave violación de derechos u ocupación colonial. Así lo señalan la Carta de Naciones Unidas y el conjunto de declaraciones que la desarrollan, en consonancia con el origen de un concepto cuya vida política comienza con la declaración que hace el presidente norteamericano Woodrow Wilson tras la I Guerra Mundial pensando en los pueblos sometidos a dominación colonial. Ni que decir tiene que, pese a la fuerte condicionalidad prevista para el ejercicio del derecho de autodeterminación, un Estado pueda decidir internamente atender una demanda de secesión, como sucedió en Escocia con el referéndum pactado de 2014. En el caso de Québec, conviene resaltarlo, las consultas de 1980 y 1995 no resultan de acuerdo alguno: fueron organizadas por el gobierno provincial sin contar con el apoyo del gobierno central. En una democracia, el derecho de una comunidad a autodeterminarse se considera cumplido ya si existen derechos políticos que permiten a los ciudadanos elegir a sus representantes y, por tanto, participar en el autogobierno.

Nada de esto impide que el independentismo recurra al lenguaje de los derechos; bien porque crea disfrutar de él o porque se entienda más eficaz en términos propagandísticos

Se deduce de todo ello que Catalunya no posee derecho a autodeterminarse, ya que ni tal derecho está recogido en la Constitución española (que, a diferencia de otras, no excluye que pueda iniciarse el procedimiento agravado de reforma necesario para incluir tal derecho en su articulado) ni concurren en esta comunidad autónoma las circunstancias previstas en el derecho internacional (por mucho que algunos puedan creer lo contrario, Catalunya no es objeto de dominio colonial ni se vulneran en ella sistemáticamente los derechos de los ciudadanos). Nada de esto impide, faltaría más, que el independentismo recurra al lenguaje de los derechos; bien porque crea disfrutar de él o porque se entienda más eficaz en términos propagandísticos que otras formulaciones con menor resonancia emocional.

Admitido que el derecho a la autodeterminación de los pueblos no puede aplicarse al caso de una comunidad autónoma que goza de un extenso autogobierno en el interior de una democracia constitucional de orientación federal, ¿es legítima la reivindicación secesionista en algún otro sentido? El debate dentro de la teoría política conoce tres tipos de argumentos favorables a la posibilidad de la autodeterminación, ninguno de ellos libre de inconvenientes.

(i) Las teorías de la causa justa o teorías «remediales» entienden justificada la secesión allí donde se produzca una injusticia a la que solo la propia secesión puede poner freno. Ya hemos visto que el derecho internacional recoge este supuesto e incluso podríamos entenderlo implícito en sus dos fundamentos de hecho (violación de derechos y dominación colonial). Será difícil que nos encontremos con causas justas de este tipo en una sociedad democrática que no haya dejado de serlo; será más frecuente que un movimiento nacionalista haga uso de una presunta injusticia como argumento favorable a la secesión. Así sucedió con el uso de la fuerza policial del Estado durante la jornada del referéndum ilegal del 1-0 en Catalunya, presentado a la opinión pública europea como una grave violación de derechos que justificaría la autodeterminación.

(ii) Las teorías plebiscitarias apenas exigen que una mayoría concentrada en el interior de un territorio exprese su deseo de separarse de la unidad más amplia de la que venía formando parte. Se trata de una argumentación basada en el principio de libre asociación, extraña al carácter étnico o adscriptivo del nacionalismo que suele promover las demandas secesionistas. La base normativa la proporciona aquí el principio de libre asociación que se preconiza habitualmente del individuo, pero se aplica a la voluntad colectiva de una nación que se ha designado a sí misma como tal por medio de una movilización política. En el contexto catalán, la incongruencia de la tesis plebiscitaria quedó expuesta con la hipótesis de Tabarnia: ¿qué impediría a Tarragona y Barcelona separarse mediante el voto de una Catalunya que se hubiera secesionado de España? ¿Quién decide el tamaño y la cualidad de cada una de las cajas chinas en que puede descomponerse un territorio, una vez que se ha proclamado el derecho a la libre asociación de todas sus partes?

(iii) Las teorías de la autodeterminación nacional se basan en el principio normativo nacionalista y son las más sencillas, en apariencia, de todas ellas. De acuerdo con este principio, debe haber plena coincidencia entre las fronteras culturales y las fronteras políticas: cada nación tiene derecho a un Estado propio. No es un derecho individual, sino colectivo; por más que se justifique apelando al sentido de pertenencia de los individuos que componen la nación. El criterio es adscriptivo, ya que concede ese derecho a la nación que se designe a sí misma a través de sus élites o mediante una movilización popular (impulsada normalmente por las élites); en el caso de un territorio que ya existe, por ejemplo con forma de región o provincia, se identifica a la nación con el territorio sin prestar atención a las minorías que residen en su interior. Semejante equiparación es especialmente llamativa en el caso de Catalunya, ya que hay motivos para cuestionar que los partidarios de la independencia hayan compuesto jamás una mayoría. La causa de este desajuste es obvia: para algunos independentistas, solo ellos componen la nación «genuina» u orgánica que tendría derecho a separarse; el resto de ciudadanos residentes en Catalunya no serían «verdaderos» catalanes. solo así puede entenderse que los resultados del referéndum del 1-O, al que acudió a votar en torno al 42.3% del censo, pudieran presentarse como expresión de una genuina «voluntad nacional». Además de la evidente dificultad de determinar quién es el «pueblo», al principio normativo nacionalista suele oponerse el riesgo asociado al «efecto demostración». A saber: ningún orden nacional ni internacional sería viable si se reconociese incondicionalmente el derecho a la secesión de aquella colectividad capaz de movilizarse con éxito; una movilización estimulada, a su vez, por esa disponibilidad.

Ya se ha señalado más arriba que la inexistencia de un derecho a la autodeterminación no es obstáculo para que una secesión pueda tener lugar, ya sea mediante una declaración unilateral seguida de violencia (el caso esloveno) o a través de un acuerdo que desemboca en un referéndum decisorio (el caso escocés). Habría que añadir que a este mismo resultado puede llegarse en ausencia de cualquier fundamento normativo: se puede ganar sin tener razón. Imaginemos por un momento que millones de catalanes se hubieran echado a la calle tras la proclamación de la independencia realizada por el ex presidente Puigdemont; es probable que eso hubiera puesto en marcha una dinámica política que condujese, por la desnuda fuerza de los acontecimientos, a la independencia o a la negociación sobre la independencia. Por otro lado, y si nos ceñimos a la noción de una secesión democráticamente ordenada, la teoría política no puede desatender la hipótesis contraria: la de un territorio en cuyo interior exista una mayoría abrumadora en favor de la secesión.

Todos los referéndums son políticamente vinculantes. A cambio, ninguno soluciona nada en una comunidad fracturada en dos; su empleo debería restringirse a la validación o el rechazo de los acuerdos forjados por los representantes electos

¿Qué hacer, en este supuesto? ¿Podría ignorarse la voluntad de tantos ciudadanos? No parece razonable, ni políticamente viable. En este caso, la única solución es admitir de manera implícita una suerte de cláusula de salvaguardia según la cual una mayoría abrumadoramente favorable a la secesión no podrá ser ni moral ni políticamente ignorada. Se trata, sí, de una cláusula implícita: ninguna constitución puede formular esa idea sin crear el incentivo de su propia fragmentación. Pero no hace falta demasiada sofisticación intelectual para concluir que de una situación así solo puede salirse con el acuerdo de una secesión negociada; de ahí que haya sectores del nacionalismo escocés y catalán que apuesten por la gradual ampliación de su base social, vale decir por la paciencia estratégica. Esta solución tiene un problema evidente: deja sin escrutinio proceso que conduce a la formación de esa «voluntad nacional». Nada garantiza, por tanto, la limpieza de las políticas de nacionalización que dan lugar a esa mayoría. En todo caso, una cláusula de este tipo difícilmente será de aplicación en comunidades pluralistas donde la dificultad estriba en la ordenación de las relaciones que mantienen entre sí dos mayorías de magnitud similar. En estos casos, dicho sea en passant, el referéndum constituye un instrumento de dudosa utilidad: que una mayoría de un solo voto pudiera decidir una secesión es tan disparatado como creer que una pregunta de este tipo pudiera ser meramente consultiva. No es así: todos los referéndums son políticamente vinculantes. A cambio, ninguno soluciona nada en una comunidad fracturada en dos; su empleo debería restringirse a la validación o el rechazo de los acuerdos forjados por los representantes electos.

Resta preguntarse qué tipo de acuerdo es factible en un escenario como el catalán. En estas circunstancias, la racionalización del federalismo español sería la salida más deseable; es dudoso que sea también la salida preferida por un nacionalismo catalán habituado a la negociación bilateral y necesitado de un reconocimiento suplementario. Cuando hablo de un federalismo racionalizado, me refiero a la construcción de un orden político descentralizado en el que el reparto competencial esté cerrado y responda a criterios de eficacia. Para ello es necesaria una Bundestreue o lealtad federal que ha brillado por su ausencia durante estas cuatro décadas y que seguramente solo puede construirse a partir de un diagnóstico realista de la situación. En nada ayuda insistir en que el Estatudo de Autonomía fue injustamente «anulado» por el Tribunal Constitucional, como si la norma careciese de vicios de inconstitucionalidad; del otro lado, resulta indeseable perpetuar la autoimagen de España como un país que gira en torno al centro simbólico de Madrid (una metropolitanización que tiene lugar en otros países europeos desarrollados y responde también a lógicas económicas y sociológicas ajenas a la dimensión nacional). Naturalmente que hay un «conflicto político»: para que este se produzca, basta con que un actor o movimiento politice con éxito un aspecto cualquiera de la realidad, coinvirtiendo en materia contenciosa lo que hasta ese momento quizá no lo era.

Lo decisivo será el criterio que sigamos para tratar de resolver ese conflicto y si vamos a aceptar que quien quiere algo puede no obtenerlo si no consigue persuadir a los demás ni amasar las mayorías necesarias para encontrar satisfacción a sus demandas. Bien es verdad que esas demandas tampoco van a desaparecer por arte de magia, espejismo que en no pocas ocasiones han sufrido los gobernantes españoles. Pero el nacionalismo catalán no es el único actor político que reclama cambios en el Estado de las Autonomías; otros piden suprimir los derechos históricos y aun los hay que desean dar un giro jacobino a la organización política española. En este debate, pues, las voces son muchas y no solamente una ni dos.

La racionalización del federalismo español sería la salida más deseable , es decir la construcción de un orden político descentralitzado en el que el reparto competencial esté cerrado y responda a criterios de eficàcia

A mi juicio, el principal obstáculo para su pacificación está en el orden de las percepciones: mientras el nacionalismo siga presentando a la sociedad catalana como víctima del centralismo español, la distancia entre sus reclamaciones y la realidad será demasiado grande como para hacer posible ningún acuerdo. Necesitamos un mejor diagnóstico del funcionamiento de la constitución del 78; uno basado en realidades mensurables y no en impresiones sensibles. Lo cierto es que el marco autonómico ha proporcionado a Catalunya poderosos instrumentos para el ejercicio del autogobierno; el éxito movilizador del independentismo no deja de ser reflejo de su «realización» nacional. ¿Cómo puede ignorarse esta realidad a la vista del modo en que está articulada hoy la sociedad catalana? Este proceso de construcción nacional ha sido, por añadidura, poco respetuoso con el pluralismo interior de la sociedad catalana. Y si bien este impulso nacionalizador puede entenderse como el producto de la voluntad de proteger una identidad cultural erosionada por el franquismo, esa necesidad no es ya hoy tan perentoria: no hay riesgo alguno de que la cultura catalana sea asimilada por la española. A decir verdad, no pueden separarse fácilmente y tratar de hacerlo resulta contraproducente: una hibridación cultural de siglos no puede deshacerse por decreto. Y esto, de nuevo, vale para todos.

En fin: si la Constitución de 1978 reconoció jurídica y políticamente el pluralismo interior de la nación española, ha llegado la hora de que sus nacionalidades y regiones hagan lo propio. Idealmente, ese reconocimiento debería ir acompañado de una normalización de la diferencia en la cultura política española, de tal manera que la autoimagen de los españoles se correspondiese en mayor medida con la de un Estado descentralizado que contiene distintas nacionalidades y regiones en su interior. Esto difícilmente podrá hacerse mientras la demonización de España forme parte del discurso político nacionalista. Dicho de otro modo: mientras el proceso de descentralización iniciado en 1978 sea presentado como un fracaso sin paliativos y no como el éxito que en tantos aspectos ha sido, no será posible entablar un debate sosegado sobre su posible reforma. Sin atenernos al principio de realidad, pues, será difícil que pueda avanzarse en la resolución del secular problema de la organización territorial española, que va camino de prolongarse más allá de los cien años en los que el famoso refrán fija la duración de todos los males.

  • Referencias

    Habermas, Jürgen (1995): «Citizenship and National Identity: Some Reflections on the Future of Europe». A: R. Breiner (ed.), Theorizing Citizenship. Albany: Suny Press, pp. 255-281.

     

    Manent, Pierre (2009): La razón de las naciones: reflexiones sobre la democracia en Europa. Madrid: Escolar y Mayo.

     

    Weinstock, Daniel (2018): «Is Identity a Danger to Democracy?». A: A. Pavkovic i Igor Pimoraz (ed.), Identity, Self-Determination and Seccesion. Londres: Routledge, pp. 15-26.

     

Manuel Arias Maldonado

Manuel Arias Maldonado

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Fue investigador Fulbright Scholar en la Universidad de Berkeley, y también ha sido investigador visitante en las universidades de Keele, Oxford, Siena y Múnich. Sus investigaciones giran alrededor de la dimensión política y filosófica del medio ambiente, la teoría de la democracia, el liberalismo político, los efectos sociopolíticos de la digitalización, la biopolítica y el giro afectivo en las Ciencias Sociales. Colabora habitualmente en medios como El País, El Mundo, Revista de Libros, Letras Libres, Lettre International, Cuadernos Hispanoamericanos y Revista de Occidente, y dirige el Aula de Pensamiento Político del centro cultural La Térmica, en Málaga. Ha publicado artículos en revistas internacionales sobre política y ecologismo, y es autor de libros como Sueño y mentira del ecologismo (2008), Wikipedia. Un estudio comparado (2010), Real Green: Sustainability after the End of Nature (2012), Premio al Mejor Libro del Año otorgado por la Asociación Española de Ciencia Política; Environment & Society: Socionatural Relations in the Anthropocene (2015), y más recientemente, Antropoceno: la política en la era humana (2018).