Iba hacia el aeropuerto de Casablanca en febrero del 2016, me llevaba el chófer de la institución que me había invitado a participar en la feria del libro que se hacía en la ciudad cuando de repente, en los arcenes de la autovía, aparecieron muchas personas que blandían unos papeles en la mano, haciéndonos gestos para llamar nuestra atención. Era un hecho inesperado, extraño, que tardé rato en entender. Gente que pide por las calles marroquíes hay mucha, pero es más frecuente encontrarla en los núcleos urbanos, no en medio de la carretera. Y aquello que movían con la mano tampoco no conseguía saber qué era. Había hombres y mujeres, niños. Todos ellos tenían el rostro quemado por el sol, la mayoría eran de piel más bien blanca pero en las mejillas, en la nariz, en la frente y en la barbilla se les hacía una sombra característica, el tono tostado de quien ha estado a la intemperie, de quien ha andado mucho. Me impactó aquella piel curtida primero pero fue la expresión de los ojos de todos ellos lo que me arrojó sin remedio a su situación íntima, tan íntima. He intentado desde entonces entender qué fue lo que encontré en la mirada de aquellas personas que me penetrara venciendo cualquier tipo de resistencia que mi conciencia pudiera poner. Eso es lo que pasó, que los ojos de los que interpelaban a los viajeros acomodados dentro de los coches llegaban directamente a los profundidades más abismales de nuestro ser. O así lo sentí yo en aquel momento. Bajé la ventanilla para verlos todavía mejor, no sin sentir, claro está, una cierta culpa por una curiosidad que se parecía demasiado al morbo. Pero no me podía resistir, aquellos ojos buscaban a los míos y me querían hacer partícipe de una experiencia salvaje de la cual había oído hablar muy a distancia, desde los medios, pero que no conocía en absoluto de cerca. Puestos a imaginar, me puedo imaginar lo que ellos han vivido y las circunstancias en que viven, pero hacerse a la idea de alguna cosa tiene poco que ver con la realidad, la imaginación es conmensurable a lo que podemos soportar. Son refugiados, me dijo el conductor, refugiados sirios. Lo que enseñan es el pasaporte que demuestra que sí, que lo son: huidos de una guerra de la cual el mundo entero tenía noticias. Y pensé que ya es triste que para obtener la compasión de los otros deba demostrarse que esta se merece, como si no fuera suficiente con el relato de lo que somos y lo que nos ha pasado, como si ser persona que cuenta la propia desgracia ya no fuera suficiente para tener una mano tendida ni siquiera en las situaciones más extremas. Que vaya por delante la sospecha que el hecho de escuchar lo que el otro nos tiene que explicar.

Me imaginé toda la geografía por la que habían tenido que pasar todos aquellos refugiados y comprendí que aquel manojo de hojas que era el pasaporte había sido un objeto al que se habían aferrado con uñas y dientes, puesto que era la única cosa que demostraba lo que eran, de dónde venían y cuál es la barbarie en la que vive su pueblo. ¿Cuántas fronteras habían tenido que atravesar desde Siria hasta el extremo occidental del Norte de África? Muchos países, muchos paisajes diferentes, con habitantes bien diversos que en algunos casos les habrán echado una mano y en otros no sólo no los habrán ayudado, sino que les habrán puesto trabas. Algunas de las zonas que han tenido que atravesar están también en conflicto, sea político-social, en sordina, como Egipto o Túnez o bélico como Libia. Todo este periplo para estar en un país, Marruecos, que no les reconoce su condición de asilados. Por eso la mayoría se dirigían a la frontera norte, la del sur de Europa, marcada por las dos ciudades españolas de la costa norteafricana, Ceuta y Melilla.

Mi madre, que pasa temporadas en el pueblo donde nacimos, en la provincia de Nador y en la ciudad barcelonesa de Vic, donde crecimos, hace tiempo que me habla de la llegada de refugiados a la zona. Llenan las calles, me decía en el 2014, piden y no saben que aquí la gente a duras penas tiene para vivir.

***

Hacía siete años que no había viajado a Marruecos. Bueno, hacía siete años que no había viajado a “mi” Marruecos, en la zona donde nací. Y la última vez que fui fue una estancia corta para un reportaje de televisión, de manera que no sé si cuenta. Volé en lowcost, algo que cambia significativamente el largo periplo que tenía que hacer mi familia cuando íbamos a los veranos. En el aeropuerto observé a los que hacían el mismo trayecto que yo, hombres y mujeres de diferentes edades, algunos niños. Hombres antiguos de los de la primera inmigración, con pantalones de tergal y sombrero de ganchillo, mujeres jóvenes que combinan la ropa de manera estudiada y hacen fotos con el smartphone.

Todas las fronteras son extrañas, artificios que ordenan, segregan, separan, marcan un punto concreto donde se diferencian unas realidades de las otras, un punto artificial

Resulta extraño llegar en menos de dos horas a la provincia de Nador, las largas horas de carretera que son necesarias para atravesar toda la península cuando se opta por el trayecto terrestre hacen la transición de un mundo al otro más tangible, tiene más cuerpo el desplazamiento. Se percibe el cambio de paisaje, el sur de Andalucía ya se parece bastante a la aridez de la costa norteafricana. Pero en avión todo eso pasa en dos horas desde los asientos donde nos metemos los pasajeros, no hay transición física sino que pasamos de un punto al otro del mapa sin fases intermedias. Eso da la falsa sensación de que no hay una separación tan importante entre las dos realidades, pero es un puro espejismo. Antes viajar en avión era cosa de ricos, ahora ir al pueblo de esta manera nos hace creer que hemos subido de categoría, aunque el paisaje humano sea tres cuartos de lo mismo que el de los autobuses que iban por carretera, mujeres con criaturas, viejos cansados, jóvenes modernos. Lo que sí que nos ahorra el avión es pasar por el lugar que resultaba más incómodo del trayecto, por la frontera.

Hace años que tengo una fijación constante con la frontera entre Nador y Melilla. De niña y de adolescente pasé muchas horas allí, con los pies encogidos dentro del coche abarrotado, esperando, esperando. Para entrar en Marruecos porque sus funcionarios sólo dejaban pasar rápido si les dabas “para un café”, a la vuelta, para entrar en España, porque cualquiera que viniera del sur era sospechoso y el control era escrupuloso, meticuloso. Todas las fronteras son extrañas, artificios que ordenan, segregan, separan, marcan un punto concreto donde se diferencian unas realidades de las otras, un punto artificial. Las culturas, las civilizaciones, como se diga, tienden a cambiar paulatinamente de una a otra, no de manera tajante, violentamente concreta como pasa en una frontera. El caso de esta frontera en concreto es evidente que es así. La realidad que separa Nador de Melilla, en muchos casos no es tan diferente. Si se miran los indicadores económicos, el PIB, el paro, etc., resulta que esta ciudad española se parece más a Nador que a la península. Su paisaje humano, además, es muy parecido puesto que hay muchos melillenses llamados “musulmanes”, que en realidad son rifeños, ya sea de los que proceden de la población autóctona ya sea por la emigración más reciente o más lejana. Y en cambio, muchos de estos melillenses de habla amazig miran a sus homólogos del otro lado de la frontera como si fueran de una clase social diferente de la suya.

La frontera

La frontera siempre ha sido un lugar en el que clasificar a las personas: los que tienen nacionalidad española de los que no la tienen, los que tienen permiso para residir en España y los que no, los que son de los pueblos de los alrededores de la frontera que tienen un permiso especial que les permite entrar en Melilla, pero no atravesar el estrecho. Los que tienen familiares en Europa que les han tramitado papeles para pasar y los que no, los que tienen dinero y los que no porque si se demuestra un depósito lo bastante elevado en la cuenta corriente se puede obtener un visado sin problemas para entrar a territorio Schengen.

No saben a dónde han venido, me decía mi madre cuando veía a los sirios por las calles de Nador. Aquí qué quieren que les den si los autóctonos viven en la miseria. Y claro está, los refugiados, no habían acabado en una zona tan pobre para quedarse, el objetivo no era este, estaban allí por la frontera próxima que les tendría que permitir pisar un territorio donde podrían ser solicitantes de asilo.

Ahora ya casi no hay refugiados sirios en Nador. Cuando mi tío me lleva hacia su casa, en las afueras de la ciudad, vemos a algunas niñas en la puerta de una mezquita. Piden caridad, llaman padre a quién pasa y alguien les hace la broma de preguntarles si son realmente sirias, si no están mintiendo. Juran y perjuran que sí, que son de donde dicen ser. Su árabe tan oriental es una buena prueba, pero el hombre que les habla insiste en seguir la broma que a mí me parece cruel y no me hace pizca de gracia. Las niñas, de pelo aclarado por el sol y la misma sombra en el rostro que los que vi en Casablanca, llevaban chancletas que arrastraban cuando jugaban a saltar.

Al día siguiente paseo por el centro de la ciudad. La imagen es bien distinta de la que yo tenía los veranos en que íbamos: ahora es tranquila, hay poca gente, el alboroto que recuerdo no tiene nada que ver con un lugar que parece funcionar a medio gas. Incluso los mercados son un lugar en calma. No es que la gente se haya marchado, es que los hijos de la inmigración sólo conocemos el Nador de los veranos, saturado de todas las familias que viven en el extranjero y vuelven de vacaciones. Es toda una clase social, la de los emigrados, les llaman “la gente del extranjero” y deben ser decenas de miles los que retornan a visitar cada año su lugar de nacimiento. No en vano esta región, la del Rif, es la que ha vivido más intensamente este fenómeno. En todas las familias hay alguien que vive fuera, algunas se han marchado enteras. Es una región castigada desde hace décadas por la sequía, explotada por el protectorado español hasta la independencia y abandonada deliberadamente por el régimen de Hassan II por el supuesto espíritu de rebelión de su gente. La historia migratoria es parte constitutiva de todas las familias, primero se marchaban a las ciudades marroquíes, después a Argelia y finalmente a países europeos. España es un destino de emigración muy reciente. Cada verano, pues, en las calles de Nador se puede observar la población que se ha marchado y sus hijos y sus nietos, y como lo colapsan todo, hacen subir los precios y alteran del todo el día a día tranquilo que ahora, fuera de temporada, puedo observar. Pero ando y ando y no veo muchos refugiados, la verdad. Aquella imagen que describía mi madre no la encuentro por ningún sitio.

Yo recuerdo mi abuelo cuando iba a Melilla a comprar, con su “carte nationale”, sin necesidad de pasaporte, o el caso de aquellos que, viviendo en Tánger, iban a pasar el fin de semana en el sur de Andalucía

Antes de viajar un conocido mío que vive en Francia me había aconsejado hablar con una organización de defensa de los derechos humanos. He quedado con Omar Naji, secretario general del AMDH, Asociación Marroquí por los Derechos del Hombre. La sede la tienen en el barrio de Larri Chaikh. El paseo marítimo de Nador ha sido remodelado, en la Corniche delante de la Mar Chica se ve que han puesto mucho dinero. Incluso han construido un Mercure. Se ve que el gobierno marroquí quiere invertir en la zona para convertirla en turística. Pero cuando entramos dentro de la ciudad, el paisaje cambia radicalmente. El barrio donde está la asociación es popular, calles sin asfaltar, casitas de dos o tres plantas deterioradas y el típico déficit en la recogida de basura. Al lado de la sede del AMDH hay un mercado, fruta y verdura encima de carros de madera o en el suelo. Me espero en la entrada del edificio y una señora mayor, desdentada, me pregunta qué busco. Le hablo de la asociación y me pregunta si es que necesito que me ayuden. Me quiere convencer de que no sirven para nada, que dicen mucho pero no hacen nada, ¿qué quieres que hagan? me dice. Gastarse el dinero en el alquiler, eso hacen.

Omar me explica que estos días están movilizando a la población, convocando manifestaciones en todas las ciudades marroquíes. El motivo es que no hacía mucho que un pescador de Alhucemas había muerto trinchado por el camión en el que la policía le había confiscado el pescado y eso había sido el detonante de unas revueltas contra la impunidad de un majzen, la estructura de funcionarios del gobierno, que no parece haber dejado atrás ni la corrupción ni el despotismo de otros tiempos más oscuros. El mayor temor tanto de la monarquía como de la minoría oligárquica que domina Marruecos es que se produzcan revueltas parecidas a las de Túnez o Egipto. No en vano este es de los pocos países árabes en los que no ha habido una primavera. Cosa que no parece que tenga que pasar, el país de Mohamed VI siempre parece que esté a punto de estallar pero no lo hace nunca.

Cuando le pregunto por los sirios empieza por explicarme que Marruecos no reconoce casi nunca la condición de asilado a nadie porque eso querría decir tener que asumir unas responsabilidades con las personas refugiadas. Calcula que, en 2015, en Beni Ansar, el pueblo al lado de la frontera, había cerca de 5.000 personas que esperaban entrar en España y que ahora ya no queda ninguna. También había iraquíes, palestinos, yemeníes. ¿Y dónde están? Le pregunto. “Ah, esta es la cuestión”, me dice como a punto de rebelarme un dato importante. España ha puesto una oficina de asilo, pero está pasada la frontera española. Los refugiados pueden verla, pero no pueden acceder a ella porque para pedir asilo tienes que estar dentro del territorio del país donde lo solicitas. El caso es que la frontera es cada vez más impenetrable. Antes había la valla española que con los años se fue haciendo cada vez más alta. Incluso se pusieron concertinas, arriba del todo cuchillas mortales para disuadir a los que quieren pasar. No faltan cámaras de seguridad, vigilancia constante. Pero es que ahora además Marruecos ha instalado su propia valla, de manera que es del todo imposible poder acceder a territorio europeo desde aquí.

Yo recuerdo a mi abuelo cuando iba a Melilla a comprar, con su “carte nationale”, sin necesidad de pasaporte, o el caso de aquellos que, viviendo en Tánger, iban a pasar el fin de semana en el sur de Andalucía. Había un convenio bilateral entre los dos países, cosa lógica teniendo en cuenta la proximidad geográfica, pero un día todo eso cambió de repente. Llegó Schengen, España se hizo europea y decidió que era demasiado diferente de Marruecos. Se establecieron todas las restricciones que nosotros hemos vivido como si hubieran existido siempre. Aunque fuéramos nosotros los clasificados, no hemos puesto nunca en duda esta frontera.

¿Pero qué se ha hecho de los refugiados de Nador, dónde han ido? “Han pasado la frontera”, me explica Omar. ¿Pero cómo? ¿Si es imposible? Su tesis es que hay una red de tráfico de personas en la frontera que hace pasar a los refugiados, cosa que algunos medios ya han recogido. Que algunos compran pasaportes marroquíes, se cambian de ropa y se visten como ellos, pero que es imposible que 5,000 personas hayan pasado, así como así sin la complicidad de las autoridades. Pagan entre 350 y 1.200 euros por entrar, “tú calcula lo que es eso”. Hace poco se ve que detuvieron a una mujer, una policía, acusada de dedicarse al tráfico de personas. Es imposible que tanta gente pueda pasar sin la complicidad de las autoridades aduaneras.

Los subsaharianos

Viniendo del aeropuerto de El Aroui en coche, vimos algunas mujeres negras que pedían caridad, llevaban niños atados a la espalda y otros un poco mayores al lado. La imagen más frecuente en los medios de comunicación españoles que hace referencia a la frontera tiene que ver con los inmigrantes subsaharianos que de vez en cuando intentan saltar la valla. Cuando hablan, algunas televisiones y diarios utilizan un lenguaje cargado de términos nada neutros: saltar la valla que a menudo se confunde con asaltar, en masa, coordinados, alud, masivo, etc. Un lenguaje que transmite inequívocamente el peligro que suponen los extranjeros y que, por descontado, da la impresión de que nuestro territorio está firmemente custodiado, que los que nos gobiernan saben protegernos del otro. Es una de las incongruencias de la opinión pública europea sobre estas cuestiones: separar tan nítidamente a los refugiados de los inmigrantes, pero lo cierto es que entre muchos de los subsaharianos que llegan a “saltar” el paso fronterizo hay muchos que provienen de países en guerra, guerras que no ocupan el mismo lugar que la siria, por antiguas, por crónicas y, quien sabe si también por africanas. La frontera, de nuevo, establece categorías entre los unos y los otros.

Me sorprende que por las calles de Nador no haya más subsaharianos, aparte de las mujeres que hemos visto pidiendo. Le pregunto a Omar y me explica que están en el Gurugú, la montaña más próxima a la ciudad. Que viven en campamentos, él tiene contados hasta cinco. Unos campamentos en condiciones deplorables, en tiendas de plástico. Los subsaharianos son a menudo brutalmente apaleados por la policía que a menudo sube a la montaña a desmantelar las tiendas. “Nador es la única ciudad marroquí sin negros por las calles, se esconden porque si los encuentran los llevan al medio del país lejos de aquí.”

Antes del viaje había hablado por teléfono con el padre Estevan Velázquez de quien sabía que trabajaba en Nador atendiendo refugiados e inmigrantes. Mi intención era ir a verlo en Nador mismo, pero él no está desde hace unos meses y las monjas que integran su equipo están este fin de semana ocupadas en la visita del obispo. Le pregunté por qué no estaba, en Marruecos, si era cierto, tal como recogen algunas noticias, que lo habían expulsado. “Expulsado no, me dice, pero me prohíben la entrada al país, cosa que es más o menos lo mismo”. Me explica la tarea que él hacía y que ahora siguen las monjas no era otra que la de atender a los inmigrantes, sobre todo los subsaharianos, que viven en condiciones deplorables en la montaña. No están sólo en el Gurugú, también hay en Serwan, esperando poder cruzar en patera. Hay campamentos de mujeres, de las que sospecha son víctimas de trata. Atienden médicamente a los que reciben palizas de la policía, se encuentran a menudo con personas a las que han fracturado algún hueso y a veces ha habido algún muerto. Con respecto a las mujeres, no son pocas las que quedan embarazadas y ellos las llevan al hospital a dar a luz. La suerte, me dice, es que los hospitales marroquíes las atienden sin problemas, pero claro está, ya sabes que todo lo que son medicamentos, aquí los tiene que pagar el paciente e intentamos encargarnos de eso.

Hablando de la valla, me dice que a estas alturas es imposible pasarla, que los inmigrantes están intentando cruzar el mar para llegar a Almería o Motril desde Alhucemas.

La frontera vista desde aquí no parece un lugar cargado de tantas connotaciones, un lugar donde cristalizan las desigualdades del mundo

Sobre la reacción de los autóctonos a los inmigrantes, me dice que hay de todo, hay quien les intenta ayudar, pero mucha gente tiene miedo de acercarse por la represión policial que sufren. Y tampoco hay que olvidar el racismo que hay en Marruecos. En todo caso es mucho más complicado para un subsahariano que para un sirio. Los sirios pueden pasar desapercibidos entre los marroquíes, pero un negro no puede disimular el color de su piel. Un color de piel que comporta sufrir una brutalidad específica. Pienso en algunos subsaharianos que he conocido en Barcelona desde hace un tiempo y que cuándo les decía que había nacido en Marruecos me decían, yo he estado bastante tiempo en tu país y me lo explicaban con alegría, buscando la complicidad que da haber atravesado los mismos paisajes.

En casa de mis tíos, la televisión, gubernamental y propagandística, todo el día habla de dos únicos temas: la convención de Marrakech para el cambio climático y la visita de Mohamed VI a Senegal, donde es recibido con todos los honores. Forzosamente las dos realidades se me ponen de lado: los negros que sobreviven tratados como animales cerca de donde estoy y el monarca tan limpio, tan bien vestido y nutrido que encaja manos con otros negros también limpios, bien vestidos y nutridos.

No me quiero ir sin visitar la frontera, sin verla de nuevo, ahora con la perspectiva de no pasarla. Cojo un taxi desde Nador, compartido con tres mujeres que no paran de deslizar los dedos enjoyados por encima de las pantallas de sus móviles. En el asiento de delante se han metido dos hombres más. Los Mercedes antiguos de Marruecos me dan la impresión de que nada ha cambiado, con la manecilla que tienes que pedir al conductor para bajar la ventanilla. Pero las carreteras son más cómodas, están mejor asfaltadas y todo el litoral parece a punto de algún cambio importante. No tardo en descubrir que antes de Beni Ansar se ha construido una urbanización de lujo y un campo de golf, ni más ni menos.

Cuando llego al paso de Beni Ansar me cuesta creer que haya tanta calma, tan pocos coches esperando para cruzar. Estamos en el mes de noviembre y es viernes. La frontera vista desde aquí no parece un lugar cargado de tantas connotaciones, un lugar donde cristalizan las desigualdades del mundo. Hace buen día y todo está tranquilo, nadie diría que este es el lugar concreto donde se palpa toda la violencia del mundo. Sólo hay que sacar la cabeza pasados los edificios que rodean el paso fronterizo para descubrir la alambrada alzada, imponente y las cámaras de seguridad que custodian Europa. Y en los alrededores del paso, tan estrecho como un embudo, por el lado marroquí, claro está, el paisaje es deplorable. Hay pedigüeños, niños solos que esnifan cola, mujeres mayores deterioradas y chicos jóvenes que parecen viejos. Hay un mercado de segunda mano con todo tipo de productos viejos y sucios que se venden puestos encima de maderas o extendidos por el suelp. Un lugar donde se reciclan los desperdicios del mundo del otro lado, un mundo tan a cercano, tan infranqueable.

Najat El Hachmi

Najat El Hachmi

Najat El Hachmi Buhhu es escritora. Licenciada en Filología árabe por la Universidad de Barcelona, colabora habitualmente en la prensa y en diferentes emisoras radiofónicas. La extrañeza de sentirse parte de dos lugares y su voluntad de acercar los dos mundos a los que sentía pertenecer la llevaron a escribir su primer libro, Jo també sóc catalana (Columna, 2004). Entre sus obras de ficción cabe destacar su primera novela, L’últim patriarca (Planeta, 2008) que recibió el Premio Ramon Llull 2008, el Prix Ulysse y fue finalista del Prix Méditerranée étranger. También es autora de La cazadora de cuerpos (Columna – Planeta, 2011); La filla estrangera (Edicions 62 – Destino, 2015), que mereció el Premio BBVA Sant Joan de Novela y el Ciutat de Barcelona, y la exitosa Mare de llet i mel (Edicions 62 – Destino, 2018). Su obra más reciente es un ensayo sobre feminismo e Islam, Sempre han parlat per nosaltres (Edicions 62 – Destino, 2019), que ha merecido grandes elogios de crítica y público.