En 1904, el genial escritor Benito Pérez Galdós (1843-1920) publicó la única novela de sus indispensables Episodios Nacionales que transcurre fuera de España. Se trata de Aita Tettauen, la sexta de la cuarta serie, en la que, a través de los personajes Juan Santiuste y Mohamed El Nasiry, Galdós narra de manera muy crítica el episodio colonial llamado pomposamente “Guerra de África”: el enfrentamiento militar con el sultán de Marruecos que en 1859 llevaría a la ocupación de Tetuán. Si públicamente la posición de nuestro escritor en contra de la guerra se va a hacer cada vez más clara, sobre todo a partir de la Semana Trágica de Barcelona (1909) —la revuelta del pueblo barcelonés contra los reclutamientos selectivos—, en su obra literaria esta oposición se traduce en un acercamiento humano al “enemigo” y en una irónica incomprensión, a ras de tierra, de los motivos de la guerra, pues Galdós no ve ninguna diferencia entre los combatientes de a pie: “Otra cosa les digo para que se pongan en lo cierto al entender de guerras africanas, y es que el moro y el español son más hermanos de lo que parece. Quiten un poco de religión, quiten otro poco de lengua, y el parentesco y aire de familia saltan a los ojos. ¿Qué es el moro más que un español mahometano? ¿Y cuántos españoles vemos que son moros con disfraz de cristianos?”. En otro momento Galdós se refiere a España como “una Berbería bautizada” e insiste en que entre un vasco y un andaluz hay muchas más diferencias que “entre el malagueño y el berberisco que ahora van a pelearse por una brizna de honor”.
Se puede aducir, claro, que Galdós está pensando en el legado de Al-Andalus y la historia común entre España y el norte de África, pero con igual derecho podemos apuntar a una familiaridad más ancha. Si un malagueño y un marroquí se parecen más que un vasco y un andaluz es por su compartida identidad mediterránea. Cualquiera que haya visitado el Mediterráneo oriental —precipitadamente llamado “árabe”— y haya viajado después a América Latina, descubre con perplejidad un salto cultural difícil de explicar: ocurre que un marroquí o un tunecino, que hablan una lengua distinta, nos parecen más próximos y comprensibles que un venezolano o un hondureño, que hablan, como nosotros, español. Hay aquí un doble malentendido suscitado por la cuestión lingüística: creemos que el idioma, sustentado en “placas materiales” subterráneas, clarifica de tal modo a los sujetos que todo entendimiento es por fuerza verbal y todo distanciamiento no verbal. De ahí el —digámoslo así— “vértigo cultural” que nos asalta cada vez que nos sentimos cómodos con alguien que habla en árabe y extraños y lejanos con alguien que habla nuestra propia lengua: que habla nuestra propia lengua sí, pero que viene de un paisaje, un mar y una mesa radicalmente diferentes. Las palabras son fáciles de traducir: la luz, el vino, la almendra y el aceite no.
Los historiadores deben hacer cuantas distinciones sean necesarias para conocer mejor un espacio físico y cultural, pero conviene recordar también la conciencia material, casi siempre irreflexiva, de los que lo pueblan. El adjetivo mediterráneo define una cultura tendencial formada por tres vías: la naturaleza, el comercio y la guerra
Fernand Braudel, el indispensable historiador del Mediterráneo, distinguía entre dos Mediterráneos: el corazón, constituido por las “llanuras líquidas” —es decir, las costas continentales y las islas— y los “confines”, entre los que hay que incluir el Sáhara, el mar Negro, los Balcanes y el océano Atlántico. Para Robert Lafont, por su parte, habría dos Mediterráneos separados geográficamente por la cadena de los Apeninos, el Aspromonte y el canal de Sicilia: el oriental, mucho más complejo en términos orográficos y geopolíticos y que incluiría los Balcanes y el Próximo Oriente; y el occidental, menos trabajoso, que iría de Gibraltar a Mesina. Los historiadores deben hacer cuantas distinciones sean necesarias para conocer mejor un espacio físico y cultural, pero conviene recordar también la conciencia material, casi siempre irreflexiva, de los que lo pueblan. «El adjetivo mediterráneo», dice el lingüista Louis-Jean Calvet en La Méditerranée, mer de nos langues, «no define una nacionalidad sino eso que yo llamaré “una cultura tendencial”, un conjunto de rasgos que convergen y a veces divergen.» Y añade: «no hay un pasaporte mediterráneo sino olores, colores y gustos.» Tiene razón. Ahora bien, una vez aceptada esta revelación, uno se ve obligado enseguida a abordar este misterio mediante dos interrogantes indisociables. Uno: ¿cómo se ha formado esa “cultura tendencial”? Dos: ¿se ha reforzado o, al contrario, debilitado en los últimos años?
A la primera pregunta se responde muy deprisa: esa cultura de “olores, colores y gustos” se ha formado, hasta constituir un horizonte sensible común, por tres vías: la naturaleza, el comercio y la guerra.
Empecemos por la naturaleza. Como he escrito en otra ocasión, el suelo mediterráneo hizo posible la “invención” de tres vegetales y cinco animales en torno a los cuales tejió luego, durante milenios, una red tupida de intercambios, modos de vida, negociaciones, mitos y visiones. El trigo, la vid, el olivo. La vaca, la cabra, la oveja, el caballo, el cerdo. Ese pan cuyo nombre pronunciaron en frigio, sin haberlo aprendido, los dos niños del experimento cruel de Amenofis I y que, ácimo o leudado, se bendice, de un modo u otro, en todas las mesas, de Atenas a Tetuán. El vino de Dionisio y Noé, pero también el de Abu Nawas y Rabelais. El aceite de Atenea y de Isis, de los reyes hebreos y del bautismo cristiano. ¿Y los animales? La vaca asociada al nacimiento mítico de Europa. La cabra Amaltea que amamantó a Zeus, la que alberga a Satán, la de Pan y Juno Sospita. Las ovejas gracias a las cuales logró Ulises huir de Polifemo en Creta. El cerdo alado de Clazómenas o los que vencieron en Megara a los elefantes de Antígono. El caballo, en fin, de Poseidón, el de Alejandro, el del Cid, el del Profeta (o el asno duro y fiel de Sancho Panza y de Yuha). Con estos ocho elementos esenciales, abastecidos por una tierra generosa y familiar, se ha trenzado un regazo compartido que permite que nos movamos por el Mediterráneo, de un país a otro, sin que nos sintamos nunca del todo extranjeros. La comida es la matriz esencial de la hospitalidad y el vehículo más seguro de toda integración social: a partir de materias primas semejantes los países mediterráneos han elaborado variantes gastronómicas en las que, como ocurre con las lenguas, reconocemos un sustrato común.
Estos ocho elementos han sido objeto, por supuesto, de un largo intercambio comercial entre las dos orillas. Como el propio nombre indica (“Mediterráneo”, cuya interposición acuática está implícita en el árabe “mutawasit”), sus habitantes, en el norte y en el sur, fueron siempre conscientes de la existencia, al otro lado del horizonte, de otras tierras simétricas, y ello incluso antes de llegar a ellas. A las primeras expediciones de cabotaje en paralelo siguió la audacia de los fenicios, que entre el siglo XI y IX a. de C. viajaron no sólo al norte de África sino que cruzaron a Sicilia, Cerdeña y el sur de España; en dirección inversa los griegos, un siglo más tarde, se instalaron en el sur de Italia y en Marsella y se desparramaron por todas las islas de la Anatolia. Mediante este comercio, que mezcló los saberes de ambas riberas, se difundieron también las lenguas —las indoeuropeas y las semitas— y se decantaron los alfabetos, ese invento mediterráneo que, salvo en el extremo Oriente, se impondrá poco a poco en todo el mundo. Las palabras también viajan y enriquecen los acervos nativos: en árabe “bolígrafo” se dice “qalam”, que viene del latín “calamus”, que a su vez procede del griego “kálamos”, la caña o el junco; y en todas las lenguas romances decimos “limón” o “alcohol”, términos legados por los árabes. Calvet pone un ejemplo bellísimo de estos viajes lingüísticos —a veces de ida y vuelta— de palabras finalmente mediterráneas. “Albaricoque”, ¿no es evidente que procede del árabe? Pues no. El vocablo es originalmente latino (praecoquum); del latín pasa al árabe albarquq, que a través de Al-Andalus da lugar a nuestro albaricoque, que a su vez se convierte en el francés abricot. Mucho antes de que la globalización capitalista trufase nuestras lenguas de palabras inglesas, el comercio en el Mediterráneo había mediterraneizado nuestros idiomas vernáculos, dándoles esa forma centenaria que hoy ven un poco descascarillada o erosionada por la koyné consumista y tecnológica.
Y luego está, como siempre, la guerra. Cuando el progreso tecnológico permitió diferenciar las naves comerciales de las naves de guerra, el tráfico se intensificó en ambas direcciones y con ambas intenciones. La historia del Mediterráneo es una historia de conflictos bélicos entre imperios marítimos. Los persas cruzaron a Grecia por el Helesponto en el siglo V. a. de C.; Alejandro Magno se apodero de todo el mediterráneo oriental y de la propia Persia ciento cincuenta años más tarde. Cartago, del lado africano, y Roma, del europeo, se disputaron la cuenca mediterránea durante tres siglos, hasta que en el año 146 Escipión destruyó para siempre el poder púnico. En el siglo VIII los musulmanes entraron en Europa a través de Hispania y luego de Sicilia; a continuación las cruzadas, en sentido inverso, tomaron Jerusalén. En el siglo XVI el imperio otomano, que llegó a las puertas de Viena, se disputó el Mediterráneo con el imperio de los Austria, que conquistó Túnez en 1534. Estas guerras, al mismo tiempo políticas, económicas y religiosas, relacionaron trágicamente las dos riberas, en un equilibrio que, en términos de poder, se rompió a favor del Mediterráneo europeo con la conquista de Egipto por parte de Napoleón en 1798. Estas guerras, en todo caso, no solo contribuyeron a mezclar aún más las lenguas y las poblaciones sino que generaron un marco de disputa común inseparable de la alta cultura compartida: los musulmanes salvaron la cultura griega y los europeos salvaron la obra de Averroes, amenazada por el fanatismo almohade.
Estos tres factores —materiales, comerciales, bélicos— asentaron el marco sensible de esa “cultura tendencial” citada más arriba. Pero la segunda pregunta sigue sin responder: ese mundo de colores, sabores y gustos familiares, ¿sigue existiendo? ¿Con más o menos fuerza? Los habitantes del Mediterráneo, ¿seguimos siendo “mediterráneos”?
Las políticas económicas de la UE no sólo han desplazado el poder real hacia el norte, sino que han acometido una radical desmediterraneización del Mediterráneo. En Europa este desarraigo es más que evidente en los casos de España y Grecia
Tengo mis dudas. Pensemos, por un lado, en la importancia decreciente de los ocho elementos esenciales de nuestra materialidad común (el trigo, el olivo, la vid, la vaca, la oveja, la cabra, el caballo). Las políticas económicas de la UE no sólo han desplazado el poder real hacia el norte (Alemania) sino que han acometido una radical desmediterraneización del Mediterráneo. En Europa este desarraigo es más que evidente en los casos de España y Grecia, cuyos sectores agropecuarios han sido desmantelados —en favor del sector servicios— o entregados a la gran industria de la alimentación. Hemos sustituido las huertas por autopistas, los bosques por aeropuertos, los botes de pesca por rascacielos, los bares y tabernas por cafeterías y “áreas de servicio” —los “no lugares” de la modernidad, según la caracterización del antropólogo Marc Augé. La expresión más trágica y elocuente de esta desmediterraneización es la extinción de los asnos, motor hasta hace muy poco de nuestra economía, cuya población ha pasado en apenas sesenta años de 700.000 ejemplares a tan sólo 30.000. El burro, el animal más familiar, inteligente y valiente, se ha convertido en algo más raro que un dinosaurio; hasta el punto de que un niño europeo se emociona hoy menos con Platero, al que no conoce ni comprende, que con un Tiranosaurio rex, que desapareció hace 65 millones de años.
Pero no sólo se ha desmediterraneizado Europa. Lo mismo pasa con el Mediterráneo sur. La ruptura del equilibrio milenario antes citado, bélico y comercial, en favor de unas relaciones de poder desigual de orden neocolonial ha acabado por imponer este mismo modelo a la ribera meridional. Como prolongación del dominio colonial del siglo XIX y de la primera mitad del XX, Europa y EEUU han buscado librarse también de la resistencia mediterránea en esta parte del mundo: desde la Conferencia de Barcelona en 1995 hasta la Unión por el Mediterráneo de 2010, toda una serie de iniciativas y negociaciones trataron de extender la desmediterraneización a África y el Próximo Oriente; en nombre de la cooperación, acuerdos firmados con dictadores locales a espaldas de las poblaciones buscaron garantizar a los inversores europeos el clima de seguridad y libre mercado propicio a las grandes ganancias. Eso requería de los gobiernos implicados básicamente dos cosas: ayuda en la represión de la “emigración ilegal” o, lo que es lo mismo, en la acumulación de cadáveres en la fosa común; y liberalización de la economía o, lo que es lo mismo, aumento de la pobreza y el paro y, por lo tanto, de los motivos para arrojarse al mar.
Ahora que se cumplen diez años de las mal llamadas “revoluciones árabes”, es necesario recordar que esos movimientos populares que sacudieron la zona en 2011 trataban en realidad de remediterraneizar nuestro espacio común; y de hecho son inseparables de las réplicas sísmicas que se produjeron en España, con el 15-M, pero también en Grecia, en Italia y en Turquía. Esta “revolución mediterránea” intentó, en efecto, reequilibrar “la cultura tendencial”, no para invertir la relación de fuerzas sino para recordar la existencia de ese espacio común, y de su potencial transformador, que los propios europeos estaban y estamos cediendo. Las revoluciones y revueltas de 2011 sirvieron para derribar dictaduras y cuestionar dependencias coloniales, sí, pero también para sacar a la luz la diversidad cultural de un mundo mediterráneo un poco sofocado u oscurecido por el islam y el nacionalismo árabe: de los kurdos a los bereberes, sin olvidarnos de las mujeres, el Mediterráneo sur se puso en pie para dibujar el esbozo de un nuevo sujeto mediterráneo, despojado de los clichés de combate y volcado sobre marcos identitarios no religiosos y no nacionalistas: la comunidad, en efecto, de una “cultura tendencial”.
Túnez, el país donde vivo, siempre fue más consciente de esta dimensión mediterránea en razón de su propia historia, pero lo cierto es que, tras la revolución del 14 de enero de 2011, vivió una eclosión de autoconciencia liberadora, traducida, por ejemplo, en una reivindicación del “dialecto” tunecino y su promiscuidad morfosemántica, así como en una reflotación del elemento bereber, borrado por el jacobinismo de Bourguiba. En 2012, el joven Habib Sayah, jurista y director del Instituto Kheireddine, se preguntaba en un artículo: “¿Es Túnez un país árabe?”. Y respondía de manera tajante: “la lengua y la cultura tunecinas, que ya no eran árabes al final de la Edad Media, se han enriquecido a través de mil influencias, para llegar a ser únicas, originales y sobre todo mediterráneas”. Por su parte, el también jurista y ex diplomático Farhat Othman, criticando en 2014 el artículo de la nueva constitución relativo a la identidad tunecina, escribía: “antes de ser magrebí, Túnez es mediterránea”. Y añadía: “los cálculos políticos no han cambiado nada: el Túnez árabe y musulmán es también de entrada, históricamente, bereber y mediterráneo”.
El Mediterráneo vuelve a ser “il mare di mezzo”: un mar que nunca antes fue tan difícil cruzar y que se ha convertido en el Auschwitz submarino de la Europa intolerante, desmediterraneizada y suicida
La derrota de esas revoluciones devuelve esta zona del mundo, diez años después, al litigio estéril, muy funcional para los intereses de la economía global, entre una minoría islamista radical y una minoría neoliberal, dos fuerzas incompatibles con la “cultura tendencial” del Mediterráneo y sus “olores, colores y gustos”, bastidor sensible de todas las diferencias y todos los parentescos. El Mediterráneo vuelve a ser “il mare di mezzo”, el “mar que está en medio”, según el título del gran libro del periodista Gabriele del Grande sobre la migración clandestina: un mar que nunca antes en la historia fue tan difícil cruzar y que se ha convertido en el Auschwitz submarino de la Europa desmediterraneizada, intolerante y suicida.

Santiago Alba Rico
Santiago Alba Rico es escritor y ensayista. Estudió Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. En los años ochenta fue guionista del mítico programa de televisión La bola de cristal. Ha publicado más de veinte libros sobre política, filosofía y literatura, así como tres cuentos para niños y una obra de teatro. Su ensayo, Las reglas del caos, fue finalista del premio Anagrama 1995. Desde 1998 vive centrado en el mundo árabe, habiendo traducido al castellano al poeta egipcio Naguib Surur y al novelista iraquí Mohammed Jydair. Durante años ha dado clases de literatura en el instituto Cervantes. Sus últimos libros son Ser o no ser (un cuerpo) (Seix Barral, 2017), Todo el pasado por delante (Los libros de la catarata, 2017) y Nadie está seguro con un libro en las manos (Catarata, 2018). Colabora habitualmente con distintos medios de comunicación como Público, Cuarto Poder, CTXT, Diari ARA o El País, entre otros. En 2019, bajo el título Última hora, recogió sus colaboraciones radiofónicas con el programa Carne Cruda.