Adebayo Olukoshi es investigador y profesor distinguido en la Wits School of Governance de la Universidad de Witwatersrand, en Sudáfrica. Con una larga trayectoria en el ámbito de las relaciones internacionales, la gobernanza y los derechos humanos, ha ocupado varias posiciones importantes: fue director del Instituto Africano de las Naciones Unidas para el Desarrollo Económico y la Planificación en Dakar, Senegal, y hasta hace poco dirigía la Oficina Regional para África y Asia Occidental del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (International IDEA). En esta entrevista con Oscar Mateos, Adebayo Olukoshi reflexiona sobre las diferentes oleadas de reformas y transiciones políticas hacia una gobernanza democrática en África, y analiza los retrocesos actuales que viven, de nuevo, muchos países africanos, donde se está produciendo un proceso de desaceleración democrática acompañado de un conjunto de descontentos y desafecciones por parte de la ciudadanía. Sin embargo, Olukoshi destaca el proceso de repolitización de los jóvenes, que están liderando movimientos de protesta en todo el continente.

Los recientes acontecimientos en Sudán y Etiopía han sorprendido a la comunidad internacional por el grado de violencia actual. Hace solo dos años, ambos países recibieron elogios por aplicar unas políticas de transición alentadoras para el continente.

En primer lugar, si tomamos el ejemplo de Etiopía y Sudán para ilustrar la situación general en África, tengo la sensación de que nos encontramos ante el desafío de crear sinergias renovadas para conseguir una gobernanza democrática perdurable en el continente pese al resurgimiento del autoritarismo en el mundo y en el continente. Digo esto desde mi sentido particular de periodización de la transición contemporánea hacia la gobernanza democrática del continente. Recordemos que la primera ola de procesos de transición se produjo a principios de la década de 1990, cuando los ciudadanos tomaron las calles de la República de Benín para manifestarse contra el longevo régimen dictatorial que imperó durante décadas y que monopolizaba eficazmente un poder exento de responsabilidades. Esas manifestaciones simbolizan el principio del fin del gobierno militar y de partido único en todo el continente.

Han pasado 30 años desde aquellos acontecimientos en la República de Benín que dieron pie a las Conferencias Nacionales Soberanas celebradas en diversos países africanos francófonos con el fin de trazar un nuevo rumbo. Simultáneamente, vimos un impulso para promover conferencias orientadas a emprender reformas políticas y constitucionales allí donde no se organizaron Conferencias Nacionales Soberanas. Los diversos procesos de reforma se tradujeron en una nueva ola de políticas multipartidistas y pluralismo electoral, con la correspondiente ingeniería constitucional y, en concreto, la introducción de una limitación de los mandatos, con el objeto de acabar con la lacra de las presidencias vitalicias.

Las reformas políticas que se introdujeron funcionaron durante cierto tiempo. Diría que, tal vez durante la primera década de esa transición, de la década de 1990 al cambio de milenio, se observan una serie de cambios interesantes, incluso drásticos. Observamos progresos interesantes en cuanto a una mejora y consolidación del pluralismo electoral. Así, por ejemplo, en muchos países se produjo por primera vez una alternancia en el poder pacífica, es decir, no por vía de un golpe de estado, sino de las urnas. Vimos cómo el poder se transfería pacíficamente de un gobernante en funciones a otro. En el contexto de ese cambio, vimos avances que una o dos décadas antes habrían sido impensables en algunos casos, como la expulsión, mediante el voto electoral, de gobernantes instalados durante demasiado tiempo en el poder.

¿Qué ejemplos de este contexto histórico destacaría usted?

Mirando en retrospectiva, en esa época, en lugares del continente como Zambia, el eslogan «ha llegado el momento» capturó la imaginación del electorado y logró acabar con el mandato de Kenneth Kaunda y el Partido Unido para la Independencia Nacional que presidía. Desde aquí hemos visto surgir órganos de gestión electoral que han afianzado su autonomía e independencia de las fuerzas políticas partidistas, incluso de las influencias adversas que los mandatarios de turno pudieran ejercer sobre aquellos. Uno de los mejores ejemplos de la década de los noventa fue la Comisión Electoral de Ghana y su célebre primer presidente, Afari Gyan. Presenciamos la aceptación y el respeto de la limitación de mandatos, de manera que los presidentes que habían cumplido dos mandatos sucesivos abandonaban el poder voluntariamente, y sin escándalos, al concluir el segundo. Por primera vez, los partidos gobernantes derrotados en las urnas por la oposición aceptaban el relevo a partir de las normas de competencia electoral acordadas. Durante esta época, algunos países vivieron la primera transición de su historia entre civiles. Podría citar muchos otros ejemplos, pero estos procesos de reforma y cambio también empezaron a desacelerarse y a estancarse con el cambio de milenio. Es posible que el proceso de desaceleración democrática haya ido acompañado de lo que yo llamo una serie de descontentos.

¿Y qué cree que no ha funcionado en los últimos años?

Ese descontento se ha producido a distintos niveles. No parece que las transiciones políticas democráticas se hayan desarrollado en toda su capacidad, tampoco han ido acompañadas de manera consistente y universal de cambios significativos en la esencia del poder, la política y las estrategias de gobierno. Más allá de la euforia inicial en torno al voto de nuevos candidatos y nuevos partidos políticos, al respeto por los límites constitucionales de los mandatos, a la libertad de prensa y al permiso para las organizaciones de la sociedad civil para actuar libremente, queda claro que los problemas fundamentales de subsistencia y progreso social, así como los económicos, son mucho más difíciles de alcanzar. Así, aunque las libertades y derechos civiles básicos recogidos en la constitución se respetaron ampliamente durante un tiempo, había cierta vacuidad en la política, que acabó traduciéndose en una fatiga del electorado.

«Las transiciones políticas democráticas no se han desarrollado en toda su capacidad, y tampoco han ido acompañadas de manera consistente y universal de cambios significativos en la esencia del poder, la política y las estrategias de gobierno»

En cuanto a las experiencias sustanciales para el pueblo y los tan esperados dividendos de la democracia, tardaron en llegar. Para la mayoría de los ciudadanos, la transición política y la alternancia del poder, tal como han sucedido hasta ahora, parece cada vez más un juego de azar que un cambio decisivo que mejorará su suerte. Existe la sensación generalizada de que, hasta la fecha, la experiencia es que cuanto más parece cambiar la situación, peor es para la mayoría. Por otra parte, en muchos casos la calidad de la gobernanza también ha empezado a deteriorarse. Por lo tanto, las nuevas democracias no solo no han proporcionado beneficios a la población, si no que ni siquiera ha recibido los beneficios de carácter social que la población pudiera relacionar la mejora de su modo de vida con la experiencia de una gobernanza democrática. La calidad de la gobernanza democrática en sí misma también empezó a resentirse, y fue entonces cuando empezamos a observar enmiendas oportunistas de las constituciones meticulosamente negociadas unos años antes. Así, al menos 13 países han desechado cláusulas relativas a la limitación de mandatos.

Parece que intentar limitar los mandatos es el centro de la disputa, pero ¿cuáles son los aspectos estructurales clave que deben tenerse en cuenta?

Hacia finales de 2010, cada vez más países eliminaron de sus constituciones el límite de los mandatos y los gobernantes de turno empezaron a fomentar lo que ha venido a llamarse un nuevo presidencialismo según el cual el presidente se apropia del poder y queda todo concentrado en él. Esto nos retrotrae a las antiguas dictaduras del «big man» al mando que tuvimos durante la época de partidos únicos y gobiernos militares. En la fase inicial de la transición del autoritarismo, y a pesar de haber imperfecciones, había una sensación general de que la primera ola de elecciones reflejaba la voluntad de los ciudadanos. Una década después, hemos visto que las élites políticas intervinieron para manipular y amañar elecciones como solía hacerse cuando imperaban las irregularidades políticas.

Para muchos ciudadanos, aparte de reforzar la sensación de que la democracia no estaba aportando cambios sustanciales, existía la preocupación de que, votaras a quien votaras para la presidencia, independientemente de las promesas que hubieran hecho, ya en el programa electoral, ya en los mítines, aplicaban exactamente las mismas políticas, sobre todo las económicas y sociales. Muchos de los que vivíamos en el continente empezamos a hablar del fenómeno de las «democracias sin elección» a finales de la década de 1990. Se trata de gobiernos electos que tomaban posesión del cargo, sin ninguna posibilidad de modificar el marco económico y social establecido, ya que el existente se había instaurado para ajustarse a las exigencias del neoliberalismo global controlado por el FMI y el Banco Mundial. Cuando estos gobiernos llegaban al poder, a pesar del programa de desarrollo económico y social que habían diseñado, se encontraban con que debían recurrir a su legitimidad para imponer austeridad y fomentar la deflación. A efectos prácticos, los problemas de pobreza y desigualdad que durante décadas han sido estructurales en materia de desarrollo sencillamente se agravaron bajo la supervisión del gobierno electo, de manera que comenzó a producirse un desafecto que, en muchos casos, derivó en descontento.

¿Cuáles son las consecuencias sociales y políticas de esta situación?

Entre otras consecuencias, en un contexto en el que se obstaculiza el desarrollo, y el estado está absolutamente ausente o distante en términos territoriales-administrativos, el descontento ha hecho resurgir las identidades etno-regionales, así como el irredentismo religioso y el extremismo radical. En la política económica existen muchos vacíos estructurales que son aprovechados por fanáticos religiosos, bandas criminales y caciques políticos que resultan atractivos a desempleados de larga duración en un continente muy joven. Es decir, piense en una sociedad en la que el 60 o 70 por ciento de los jóvenes hace tiempo que no tienen trabajo o el que tienen es precario, y verá el polvorín sobre el que muchos países se asientan. Boko Haram, o el grupo terrorista Provincia del Estado Islámico de África Occidental, o Al Qaeda en el Magreb o Al Shabab en Somalia, tienen suficiente con cinco dólares para reclutar a gente joven en sus movimientos de insurgencia y prometerles un nuevo «El Dorado».

Cuando observamos los ejemplos específicos de Etiopía y Somalia, algo que llama la atención al instante es que, en medio de la euforia desatada tras la elección del primer ministro etíope Abiy, o tras el pacto negociado entre el ejército y las fuerzas civiles de la oposición que permitió la caída de Omar al-Bashir en Sudán, observamos que a esos gobiernos les costó implementar unas políticas socioeconómicas que otorgaran potestad a los ciudadanos, y les permitieran ser participantes activos en el proceso de gobernanza democrática. No es de sorprender que el entusiasmo popular haya decaído rápidamente, pues sobre la mayoría de la población se impone la dura realidad de sobrevivir día a día. En un contexto así, empiezas a ver aparecer descontentos de toda clase, e incluso, en algunos casos, una nostalgia genuina de las antiguas dictaduras que «controlaban las cosas» y garantizaban un liderazgo «fuerte».

Precisamente, algo que ha captado la atención de la mayoría de los análisis sobre las realidades africanas en los últimos diez años se refiere a las llamadas «primaveras africanas», o las protestas políticas que surgieron en diversos lugares, como Senegal o Burkina Faso. ¿Podría hacer una breve valoración del significado y la perspectiva de estas protestas políticas? 

Uno de los signos más alentadores de la imposibilidad de reconciliar democracia y desarrollo es el proceso de repolitización, sobre todo, entre los jóvenes. Observamos una reacción que contrasta con una tendencia que se consolidó tras la primera década de la transición, según la cual la participación de los votantes en esas democracias emergentes descendió considerablemente, y los ciudadanos empezaron a perder la fe en las urnas en cuanto mecanismo para lograr un cambio eficaz, no solo de carácter formal o ritual. A su vez, esto básicamente creó el impulso para esa repolitización de, al menos, una parte de los jóvenes. La autoorganización para materializar el impulso y el programa políticos está a la orden del día, y lo cierto es que no faltan ocasiones en que los jóvenes se unen para defender grandes causas sociales, que son importantes para otorgar poder al pueblo y mejorar la calidad de vida de la ciudadanía.

En el caso de Y’en Marre en Senegal, por ejemplo, lo que empezó como una resistencia contra el intento de Abdoulaye Wade de atrincherarse en el poder, acabó por convertirse en un movimiento que sirvió de voz a los ciudadanos y de conciencia a la sociedad al respecto de, por ejemplo, asuntos relacionados con las tarifas eléctricas. Esa politización, que se produjo a partir de un hecho específico que la desencadenó, impulsó a los jóvenes a actuar para lograr un programa de reforma política y social más amplio y ha surgido como un elemento importante de la coyuntura política actual en muchas partes del continente. Dicho de otro modo, los mismos procesos de democratización parciales o estancados que dejaron sin poder al pueblo, generaron un proceso de empoderamiento popular, donde los jóvenes son la voz de la ciudadanía que presiona a las elites políticas para que reformen el sistema, de modo que sea más participativo, más responsable y más receptivo en cuanto a los intereses del pueblo.

«Los mismos procesos de democratización parciales o estancados que dejaron sin poder al pueblo, generaron un proceso de empoderamiento popular, donde los jóvenes son la voz de la ciudadanía que presiona a las elites políticas para que reformen el sistema para que sea más participativo, más responsable y más receptivo en cuanto a los intereses del pueblo»

Esto precisamente es lo que sucedió en Burkina Faso. El detonante fue el intento de Blaise Compaoré de perpetuar su posición en el poder, pero la protesta no se limitó a rechazar esa monopolización continua y descarada del poder, sino que comprendió una reivindicación masiva de una reforma política. En ese contexto, los jóvenes ampliaron su programa para convertirse en la voz y la conciencia de la sociedad, de un modo similar al movimiento social End SARS en Nigeria. No era una cuestión de diferenciación de clases entre los jóvenes (en el caso del End SARS), sino que todos los jóvenes, pobres y ricos, integraban una misma categoría para expresar, unidos, que en Nigeria se podían hacer las cosas mejor, que no podían permitir ser aplastados o reprimidos por una elite política indigna, dedicada únicamente a hacer negocios, que considera la gobernanza como un ejercicio de administración corrupta de los asuntos públicos, de los cuales la brutalidad policial es solo una mínima parte.

Estos movimientos son lo bastante consistentes para tener un efecto significativo en la escena política y llamar la atención sobre aquello que les preocupa. La cuestión es si están suficientemente organizados y son lo bastante coherentes para representar una auténtica alternativa, capaz de sostenerse en el futuro. Los ejemplos que hemos visto en Sudán, Etiopía y Argelia, y lo que puede estar sucediendo actualmente en Túnez, apunta a que estos movimientos todavía necesitan cierto recorrido para alcanzar plena madurez, para poder representar no solo el punto débil de la elite política, sino para ser capaces de constituir un poder alternativo con alcance a nivel estatal, y pueda reconfigurar el estado de acuerdo con la visión que los impulsó inicialmente a la acción.

¿Cuál es la trayectoria política de estos movimientos sociales, y cómo están reaccionando los partidos en el poder?

El mayor reto que afrontan estos movimientos es cómo transformar las protestas en una acción política que realmente pueda ocupar el centro del estado y administrar el país sobre la base de una nueva visión. Para poder hacerlo, tendrán que hacer frente a un conjunto de medidas compensatorias desplegadas por las élites gobernantes para contener los movimientos. Y es que, aparte de recurrir a una represión y violencia brutales, estas suelen aplicar tácticas varias del tipo «divide y vencerás», además de censurar las redes sociales. Por poner un ejemplo, en Nigeria, visto el auge del crowdfunding, que permite donaciones voluntarias a las causas de los jóvenes con el fin de ayudarles a mantener el impulso para lograr las reformas estructurales, el Banco Central de Nigeria ha empezado a intervenir cuentas que reciben dinero de fuentes de crowdfunding, e incluso a prohibir el uso de criptomonedas, algo que no pueden controlar. Todo esto, con la intención de limitar la capacidad de los jóvenes para autoorganizarse a escala nacional. El Banco Central de Nigeria incluso ha llegado a decir que es un delito realizar transacciones con criptomonedas en Nigeria. En Senegal, el gobierno persiguió en un momento dado a los financiadores de los líderes del grupo Y’en Marre con el fin de socavar su capacidad para organizarse, hasta el punto de apuntar a ONGs que, a su juicio, financiaban el movimiento mediante recursos programáticos.

En su opinión, ¿qué similitudes y diferencias comparten las protestas políticas africanas con las olas de movilización política del resto del mundo?

Creo que la experiencia africana forma parte de esa amplia dinámica de descontento y resistencia que estamos observando a escala mundial. Al fin y al cabo, la transición africana de los noventa se basó en los modelos de democratización de otros lugares del mundo. Así, buena parte de las reformas que se emprendieron para progresar hacia un pluralismo electoral consistieron en emular los procesos y mecanismos institucionales de las llamadas democracias maduras y avanzadas, sobre todo las de Estados Unidos y Europa.

Obviamente, y por desgracia, cuando en África empezó a producirse la transición de los noventa como parte de la llamada tercera ola de democratización global, algunos países europeos como España, Italia y Francia, entre otros, también empezaron a experimentar una grave insatisfacción ciudadana con las instituciones democráticas, incluidos partidos políticos y parlamentos que parecían haber agotado sus posibilidades. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los partidos políticos occidentales rebosaban energía, con muchos miembros afiliados, e ideas e iniciativas que impulsaron la reconstrucción así como la democratización de Europa. Sin embargo, a finales de la década de 1980, empezamos a asistir a la caída en picado de la participación electoral y de las afiliaciones a partidos políticos. La confianza en las instituciones gubernamentales, incluidos los parlamentos, empezó a debilitarse, y se palpaba un déficit de confianza entre ciudadanos y gobiernos, entre el estado y la sociedad.

Esos mismos mecanismos y procedimientos internacionales se acogieron en el continente africano y, como cabía esperar, no han servido para garantizar la soberanía en el sistema democrático de los intereses e inquietudes de los ciudadanos. Ahora algunas democracias del mundo se enfrentan a ese mismo desafío aunque la manifestación específica del problema difiera de otro lugar. En Europa, por ejemplo, veo un auge de los nacionalismos de derecha, incluida la fobia a los inmigrantes, lo cual más o menos es un reflejo del resurgimiento del entno-regionalismo en África. El auge de la xenofobia en algunas regiones del continente es una consecuencia directa del fracaso de la gobernanza democrática para alcanzar el desarrollo. Responsabilizar a los ciudadanos extranjeros o abrazar el irredentismo étnico, o el extremismo radical, son la consecuencia directa de un sistema de democratización que es incapaz de alcanzar el desarrollo. Una democratización anclada en productos neoliberales es un punto muerto para el desarrollo.

Así, parece que en África y en otros contextos globales se dan los mismos problemas estructurales.

En mi opinión, comparten la circunstancia (aunque esto no siempre se afirme todo lo abiertamente que sería deseable) de que el espacio para promover políticas de mejora del bienestar y de la autonomía económica de la ciudadanía es muy limitado. Así, por ejemplo, los pactos de responsabilidad fiscal que las instituciones de Bretton Woods obligaron a los países africanos a aceptar, que se incluyen en las constituciones de varios países o que forman parte de legislaciones vinculantes en otros, no son distintos, en su esencia, de la norma de la Comisión Europea que limita los déficits presupuestarios a los estados miembros a no más del 3% de su PIB. 

«En África, una vez los gobernantes electos llegan al poder, enseguida se dan cuenta de que las normas ya están escritas y que la elaboración de políticas económicas queda fuera del dominio de la política. Una democratización anclada en productos neoliberales es un punto muerto para el desarrollo»

En África, una vez los gobernantes electos llegan al poder, enseguida se dan cuenta de que las normas ya están escritas y que la elaboración de políticas económicas queda fuera del dominio de la política, en aras de la «racionalidad» y la «previsibilidad» y todo aquello que el Banco Mundial y el FMI solían vender en su paquete de ajuste estructural. Dicho esto, la política se reduce esencialmente a un concurso de belleza que gira en torno a asuntos intrascendentes, un juego de personalidades y prejuicios que nos venden los políticos. No debería llamarse economía racional a una economía que determina el marco, el contenido y la forma que adopta la política. Más bien debería definirse como esos asuntos a los que la ciudadanía aspira y que acepta como válidos en virtud de los términos de una visión nacional que debería ser la base sobre la que construimos las políticas económicas. Es una forma segura de alejarnos de la ortodoxia a la que se están restringiendo las democracias, las políticas democráticas por definición, y allí donde funciona de manera eficaz es más probable que dé lugar a políticas económicas heterodoxas. Coartar las democracias a los límites de una ortodoxia restringida equivale a vaciar la política de significado, arrebatar cualquier forma de poder a la ciudadanía y descartar las alternativas.

En cierto modo, el Consenso de Washington se ha puesto en tela de juicio no solo por el Consenso de Beijing, sino por otras estrategias de cooperación que han cedido un lugar a nuevos países de la región del Golfo, del norte de África o de algunos países asiáticos. ¿Qué repercusiones tiene esta competición por los países africanos?

En general, hemos visto que ha habido posibilidades para que surjan alternativas globales al neoliberalismo global pero en la mayoría de los casos y lugares solo se han quedado en eso, en posibilidades. Por ejemplo, la opción del Consenso de Beijing es una, aunque China la está promoviendo con mucha cautela porque buena parte de su participación en África se ha ido conformando paralelamente al extenso y dilatado dominio del marco normativo africano establecido por las instituciones de Bretton Woods.

En la actualidad, no hay un solo país africano que haya sido capaz de definir un marco de elaboración de políticas que le permita tener el control absoluto de sus asuntos sociales y económicos sin que las instituciones de Bretton Woods hayan participado en establecer sus prioridades políticas internas. He visto ataques ocasionales contra el neoliberalismo, aderezados con la retórica de mirar a Oriente, pero en muchos casos, más bien se trata de una estrategia de negociación para plantear la alternativa de China cuando los préstamos del FMI no llegan a tiempo o directamente son denegados. Acuden entonces a China, y esta les concede un préstamo que les permite hacer frente a sus obligaciones. Desde el punto de vista chino, estos préstamos deben devolverse bajo unas condiciones acordadas. Nada hace pensar que China esté interesada, al menos de momento, en desmantelar el marco global de gobernanza financiera supervisado por el FMI y el Banco Mundial.

Adebayo Olukoshi

Adebayo Olukoshi es investigador y profesor destacado en la Wits School of Governance de la Universidad del Witwatersrand, en Sudáfrica. Acumula más de 35 años de experiencia en el ámbito de las relaciones internacionales, la gobernanza y los derechos humanos. Hasta hace poco (2021) ha sido director de la Oficina Regional para África y Asia Occidental del Instituto Internacional para la Democracia y Asistencia Electoral (IDEA). También ha dirigido el Instituto Africano de Naciones Unidas para el Desarrollo Económico y la Planificación (IDEP), en Dakar; ha sido investigador senior del Nordic Africa Institute (NAI); secretario ejecutivo en el Consejo para el Desarrollo de la Investigación en Ciencias Sociales en África (CODESRIA); director de investigación y estudios en el Instituto Nigeriano de Asuntos Internacionales y director en el African Governance Institute (AGI). Ha ganado varios premios y cargos honoríficos. Ha publicado numerosos artículos como Democratic Governance and Accountability in Africa (2011). Actualmente es presidente de la junta del Centro Europeo para la Gestión de la Política de Desarrollo (ECDPM).


Oscar Mateos

Oscar Mateos es coordinador del grupo de investigación sobre globalización, conflictos, desarrollo y seguridad (GLOBALCODES) de la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales de Blanquerna – Universidad Ramon Llull, donde también imparte docencia como profesor asociado de Relaciones Internacionales en varios estudios de Grado, Máster y Doctorado. Desde el año 2019, es delegado del rector de la URL para el impulso de la Agenda 2030. Mateos es miembro de la junta del Gobierno del Instituto Catalán Internacional para la Paz (ICIP) e investigador asociado del CIDOB. Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración, es posgraduado en Cultura de Paz y Doctor en Relaciones Internacionales con mención europea por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). Sus investigaciones se centran en el análisis de conflictos armados y de procesos de construcción de paz posbélica en el continente africano, especialmente en la región de África occidental. Ha trabajado en la Escuela de Cultura de Paz de la UAB y ha colaborado con organizaciones como Médicos Sin Fronteras en Sudán del Sur o Conciliation Resources en Sierra Leone. Fue profesor invitado en la Universidad de Sierra Leone (Fourah Bay College) entre los años 2006 y 2008, e investigador visitante de la School of Oriental and African Studies (SOAS) de la Universidad de Londres.