Se ha escrito ya bastante sobre posibles soluciones al conflicto político en el que está sumergida la política catalana y española en los últimos años. Muchas (y algunas de ellas expuestas en esta serie de artículos) son interesantes desde una aproximación sincera que intenta plantear un acuerdo, acomodando preferencias a nuestro marco legal o reformas de éste que eviten rupturas unilaterales y permitan un pacto. Pero sabemos que, en política, entre lo deseable y lo posible hay a menudo demasiada distancia. Otras propuestas se han instrumentalizado políticamente hasta el punto de mimetizarse en una preferencia de parte que dificulta enormemente su viabilidad política. Parece que la única vía de salida sea un cambio sustantivo en las correlaciones de fuerza, aunque no haya ningún indicio en el horizonte que así vaya a suceder, al menos en el corto plazo. Más allá, por tanto, de la bondad de las soluciones planteadas parece evidente afirmar que hay un problema de bloqueo que impide transitar hacia otro escenario, sea el que sea.

El bloqueo de posiciones de fondo no sólo no es inocuo en términos de buena gobernanza de nuestro espacio público compartido, sino que sugiere un esfuerzo de cambio de enfoque que permita ver si es posible avanzar en este mientras tanto que hace tantos años que dura.

La tesis principal de este artículo es que debe cambiarse la pregunta que nos hacemos sobre la solución al conflicto: no tanto preguntarnos qué solución sería deseable y que apoyos podría tener, sino preguntarnos si hay la posibilidad de acometer pequeñas reformas viables a partir de las intersecciones entre las preferencias ya expresadas. Más que buscar una solución al conflicto, por tanto, se trataría de preguntarse si hay la posibilidad de avanzar hacia el post bloqueo, con la idea de que un cambio de escenario podrá permitir nuevos planteamientos.

Tomemos como punto de partida los siguientes puntos fácticos. El primero, que en Cataluña existe una proporción considerable de la población que, de manera sostenida en el tiempo, demanda, con más o menos intensidad y, a través de diferentes estrategias políticas, un mayor grado de autogobierno. Si tomamos las encuestas de opinión pública, esta demanda de mayor autogobierno es apoyada por dos tercios de la sociedad catalana. Si tomamos los resultados electorales, algo menos de la mitad de la población ha optado en el último ciclo político por votar a fuerzas independentistas. Así, parece evidente que para que una reforma sea viable en Cataluña debe de ser capaz de interpelar y de atraer a al menos una parte de grupo de la sociedad catalana que reclama más autogobierno.

El segundo punto de partida es que, en el conjunto de España, el modelo actual de reparto de poder territorial cuasifederal que hemos venido en llamar el Estado autonómico, sigue siendo aceptado y defendido con claridad por la mayoría, pero ha sido sometido a un considerable estrés en el último ciclo político. La consecuencia principal es que una alteración de este modelo territorial en la dirección de una mayor descentralización del poder para satisfacer las demandas de autogobierno de una parte de los catalanes es, como mínimo, políticamente arriesgada, y va a ser cuestionada por el actual bloque de partidos de oposición. Del mismo modo que un acuerdo que no resulta atrayente a una parte del soberanismo no será sostenible, un acuerdo que sea incapaz de suscitar apoyos o, al menos, aquiescencia de los dos grandes bloques políticos que estructuran la competición en España y que incluya a parte de estos que llamaremos de manera reduccionista “centralistas”, será intrínsecamente frágil y vulnerable en el medio y largo plazo.  

Debemos cambiar la pregunta sobre la solución al conflicto y plantearnos si hay la posibilidad de acometer pequeñas reformas viables para avanzar hacia el post bloqueo

En resumen, para que exista algún tipo de acuerdo en Cataluña y España que sea estable y viable políticamente, ha de atraer a parte del electorado independentista y a parte de electorado de centro-derecha español, hoy contrario a una mayor descentralización. Eso no significa que en ausencia de acuerdos que cumplan estos dos exigentes requisitos estemos condenados a la crisis y al conflicto, pero sí parece claro que un acuerdo será más viable si es capaz de superar esta prueba. Y por ello merece la pena hacer el ejercicio de imaginar qué características debería tener ese acuerdo para poder superarla. 

Objetivos políticos incompatibles

A primera vista, parecería que lo que impide satisfacer hoy los dos requisitos simultáneamente (el apoyo de unos y de otros) es que los objetivos políticos finales de unos y otros son, sencillamente, incompatibles entre sí. Estaríamos, por tanto, en un juego de suma cero y toda alteración de la situación actual obedecería a un cambio en la correlación de fuerzas entre, precisamente, unos y otros. 

Sin duda, una parte importante del problema y de su difícil solución es la existencia de un conflicto sustancial sobre el modelo de reparto de poder territorial. Pero un análisis más cuidadoso de las causas de por qué defensores del mayor autogobierno de Cataluña y opositores a la descentralización en el conjunto de España son incapaces de encontrar un punto de acuerdo que mejore el statu quo actual muestra que hay dos problemas que subyacen a la parálisis en la que estamos instalados: el de la inconsistencia temporal de las preferencias de ambos, y el de la falta de credibilidad de los posibles acuerdos. Si lográramos corregir o, al menos, mitigar estos dos problemas, se podría abrir una veta que desembocara en un cambio de escenario que suscitara el acuerdo, tanto de una parte de los soberanistas catalanes como de una parte de los centralistas españoles. ¿Podemos, por tanto, imaginar un conjunto de posibles reformas que, bajo este enfoque pragmático, nos podrían permitir transitar hacia otro escenario?

El problema de inconsistencia temporal es fácil de describir. La estructura de preferencias de los dos grupos les impulsa, una vez hechas las cesiones necesarias para alcanzar un posible acuerdo, a desviarse después de sus compromisos para perseguir sus objetivos políticos últimos. Así, por ejemplo, los soberanistas catalanes pueden aceptar un nuevo reparto de poder que mejore la situación del autogobierno en Cataluña hoy a cambio de abandonar la estrategia independentista; pero una vez se obtenga ese mayor grado de autogobierno, su preferencia será usarlo para impulsar de nuevo esa misma causa. El problema de credibilidad está intrínsecamente ligado a este primero, y es que la naturaleza de los actores y de la negociación hace que estos acuerdos no sean ejecutables por un tercero. Eso hace, por ejemplo, que los catalanes que demandan más autogobierno, una vez acordado un posible nuevo acuerdo con el conjunto de España, no tengan garantías de que los contenidos y el espíritu de este pacto será respetado de manera continuada por el gobierno central, toda vez que los que ocupen el gobierno tienen capacidad de reinterpretarlo o redefinirlo de manera unilateral en el futuro. La memoria reciente de la aprobación del Estatut y la sentencia de 2010 incide en este punto.

Estos dos problemas, de inconsistencia temporal y de falta de credibilidad de los acuerdos, resumen bastante bien el núcleo del problema. Los acuerdos son (hoy) políticamente inviables porque unos y otros creen que las necesarias cesiones que tendrían que hacer para alcanzarlos serán usadas en su contra en el futuro. Eso es lo que, en gran medida, explica el bloqueo actual.

Cómo corregir el problema de la falta de garantías

La siguiente pregunta, como apuntábamos, es pensar si es posible plantear algunas reformas que eliminen o, al menos, corrijan estos problemas de falta de garantías para que los acuerdos sean respetados y no usados para laminar su despliegue futuro.

La respuesta está en acompañar los acuerdos sustantivos sobre el modelo federal del país con un cambio en el reparto de poder institucional, tanto en el seno de Cataluña como en el del conjunto del país, que reduzca, por un lado, la inconsistencia temporal de las preferencias, y por otro, que haga creíbles los compromisos de cumplimiento del pacto por las dos partes. 

La mejor fórmula para que los demandantes de más autogobierno en Cataluña vean como creíble un eventual pacto con el Estado central en el que se avance en esa dirección es que se fortalezcan, en el seno del conjunto del país, aquellos grupos que se opondrían a la ruptura de ese pacto. Por eso, una España más federal, más allá de lo que ello suponga en términos concretos para el poder de la Generalitat de Catalunya, es importante para la demanda de autogobierno que se hace desde Cataluña. Una España más descentralizada, donde queden debilitados los impulsos centralistas, es una España que puede llegar a acuerdos más creíbles con la parte de Cataluña que exige más autogobierno. En este sentido, el denostado “café para todos”, al que muchas veces se ha culpado injustamente de la debilidad de nuestro modelo de descentralización, es de hecho un elemento central para hacer estos pactos creíbles. Y es por este motivo también por el que la deriva independentista ha complicado este acuerdo de convivencia políticamente viable, al distanciar a los defensores del autogobierno en Cataluña de sus posibles (y necesarios) aliados en el resto de España.

Conviene discutir aquí un pequeño problema que este enfoque podría plantear: el acuerdo al que deberíamos aspirar exige la aceptación del problema de reconocimiento que la demanda de autogobierno catalana plantea. Y muchas veces, la forma natural de responder a esta demanda de reconocimiento ha sido la de plantear un Estado asimétrico. La asimetría dificulta la construcción de una pulsión descentralizadora en el seno del Estado que, de acuerdo al argumento de este artículo, es la garantía última de que el centro cumplirá sus compromisos en el futuro. Pero es igual de cierto que una España simétricamente federal puede complicar las demandas de reconocimiento especial de Cataluña. Insistiendo en el reconocimiento al derecho a la diferencia sin diferencia de derechos, debería ser posible combinar descentralización universal y aceptación de las demandas de reconocimiento catalanas como de hecho faculta el artículo 2 de la Constitución y se ha venido haciendo a menudo en democracia. La pedagogía sobre que la igualdad no implica igualación o, lo que es lo mismo, el derecho a la diferencia no es sinónimo de privilegio es importante en este punto.

Una España más descentralizada, donde queden debilitados los impulsos centralistas, es una España que puede llegar a acuerdos más creíbles con la parte de Cataluña que exige más autogobierno

Son varios las reformas que pueden contribuir a hacer a España más plural en términos de reparto de poder, pero las más importantes deberían ir en la dirección de culminar la gran carencia de nuestro modelo federal: la participación de las entidades “federadas” en la conformación de las políticas comunes de la unión. Como se ha repetido muchas veces, nuestro Estado de las autonomías ha descentralizado mucho poder político y económico (según algunas métricas, incluso más que muchos países federales), pero ofrece muy pocos canales a las autonomías para participar en la construcción de la voluntad federal: el caso del débil papel del Senado como articulador de las demandas territoriales, o la mejorable gobernanza de las conferencias sectoriales son quizá los mejores ejemplos, aunque no los únicos. Además, una España más plural y federal exige no solo cambios en el Estado, sino también en los actores que ocupan posiciones de poder dentro de él: un alto funcionariado más diverso territorialmente, o unos partidos políticos menos centralizados en su funcionamiento interno deberían ser elementos centrales de esta serie de reformas. 

Un acuerdo creíble

Para que el acuerdo sea viable políticamente debe no solo dar garantías a los demandantes de más autogobierno en Cataluña, debe también convencer a los reacios a la descentralización en el conjunto del país de que el acuerdo no será instrumentalizado para impulsar la demanda independentista. Por eso, un acuerdo creíble no puede limitarse a una descentralización del conjunto de España, sino que debería incluir también con un reparto de poder institucional en el seno de Cataluña.

La pluralidad interna de Cataluña, donde el independentismo coexiste con quienes defienden el federalismo o el statu quo institucional en el seno de España, ofrece oportunidades para esa reforma en cierta dirección consociativa. Una posible vía sería la reforma del sistema electoral, que hoy al sobrerrepresentar los territorios menos poblados facilita la formación de gobiernos exclusivamente soberanistas. Otras son las mayorías necesarias para la conformación de instituciones que dependen del Parlament. Mayorías más allá del 50% más uno serían exigibles para representar mejor la pluralidad interna de Cataluña. Convendría, eso sí, que estas modificaciones institucionales en el seno de Cataluña con el objetivo de fomentar la incorporación a la toma de decisiones de los segmentos no independentistas, no derivara en una segmentación de la sociedad catalana en grupos con poco contacto entre sí, como a veces estos acuerdos consociativos involuntariamente provocan. Afortunadamente, la realidad social, cultural política y económica de Cataluña no es solo plural, sino además fluida, y esa fluidez ha de ser preservada. 

Así pues, una España más plural y federal y una Cataluña más consociativa con mejor reconocimiento a su pluralidad, ofrecerían una posibilidad de acuerdos que garantizaran más autogobierno para Cataluña, y, simultáneamente, más lealtad por parte del soberanismo para con el orden constitucional español.  Estas reformas institucionales son, por tanto, condiciones necesarias para ese acuerdo, pero no son suficientes. ¿Qué obtendrían las partes gracias a él?  ¿Cómo hacer atractivo ese acuerdo para, al menos, parte de los dos actores –soberanistas catalanes, centralistas españoles– que hoy no lo hacen viable?

Para el “soberanismo catalán”, estos acuerdos –con todas las transformaciones institucionales que exige, tanto en Cataluña como en España– imponen unos sacrificios importantes, pero también unas claras ventajas: en primer lugar, un autogobierno no solo mayor, sino más sólido y robusto en el medio y largo plazo, al estar sostenido por un pacto más creíble. En segundo lugar, la superación de la situación actual de bloqueo y con ella una mayor capacidad para desplegar políticas públicas en Cataluña. Y tercero, una mejora en su posición negociadora frente a otros actores políticos, tanto en el contexto catalán (haciéndose actor pivotal por el cual pasan todos los gobiernos, frente a la polarización actual) como el español (donde la agenda independentista y la federalización imperfecta ha limitado su capacidad de influencia). La clave para que este arreglo se vea como atractivo por parte del independentismo no es conseguir convencerlos de que la reforma federal de España es una concesión hacia ellos, sino que es el prerrequisito institucional necesario para que los acuerdos de garantía del autogobierno funcionen. No obstante, no todo el soberanismo ponderará de igual manera los costes y los beneficios presentes y futuros de este acuerdo, y es esperable que estos sacrificios se vean como insuficientes o innecesarios para muchos. La actual fragmentación partidista en el ámbito independentista es sin duda un impedimento para que los segundos pierdan la hegemonía. Pero pensando especialmente en el medio plazo, es perfectamente razonable pensar que una parte de los que hoy demandan más autogobierno en Cataluña, tendrán motivos para intentar recorrer este camino.

Podría entonces argumentarse que, por su parte, el “centralismo español” tendría muy poco que ganar con un acuerdo de mejora del autogobierno catalán. Sin embargo, hay dos elementos que merecerían ser puestos en la balanza: por un lado, las dos reformas institucionales no son necesariamente desfavorables a sus intereses; al contrario, permitirían a sus electores en Cataluña incrementar su capacidad de influencia, y permitiría asentar su poder periférico, e indirectamente el central, cuando la mayoría en el conjunto del país fuera de signo ideológicamente opuesto. Por otra parte, conviene no olvidar que este nuevo acuerdo facilitaría la normalización de relaciones del centro-derecha español con fuerzas “periféricas”. Esta colaboración ha sido en el pasado fundamental para facilitar el acceso al poder de lo que hemos llamado “centralistas”, y se antoja como fundamental especialmente en un contexto de división interna del bloque, lo que dificulta de manera estructural su acceso al poder.  

Así pues, existen vías de reformas institucionales que aminoran los problemas de inconsistencia temporal y de credibilidad que permitan transitar hacia un escenario post bloqueo y hagan posible en el futuro un nuevo acuerdo de convivencia estable en Cataluña y España. Estas reformas propuestas, aunque difíciles de llevar a cabo en los dos ámbitos, no parecen tampoco inabordables en principio, y podrían verse como atractivas, por diferentes motivos, por actores a uno y otro lado que hoy hacen difícil ese acuerdo. Convencer al menos a parte de estos sectores es clave, porque sin ellos los acuerdos no serán políticamente sostenibles.

La clave no es conseguir convencer al independentismo que la reforma federal de España es una concesión, sino que es el prerrequisito institucional necesario para que los acuerdos de garantía del autogobierno funcionen

El principal problema de tipo práctico es el de la secuenciación de reformas. ¿Cómo van a ser las reformas en un ámbito correspondidas en otro? ¿Y cómo lograr potenciar el poder en el seno de cada uno de los grupos de los más proclives a ese pacto de tal manera que esta secuencia progrese adecuadamente? Aquí solo podemos ofrecer algunas especulaciones muy genéricas, pero la idea es que más que pensar en un gran acuerdo visible en el corto plazo cuyo anuncio seguramente reforzaría la posición de poder de aquellos más reacios al acuerdo, convendría pensar en pequeñas reformas progresivas, marginales si se quiere, y de medio largo plazo que vayan modificando progresivamente el entorno institucional en las direcciones apuntadas: hacia una mayor federalización de la toma de decisiones en España, y hacia una gobernanza más consociativa en Cataluña. Crear las condiciones para que lo que nos ha llevado a la parálisis se vaya levantando poco a poco nos parece la mejor manera para transitar hacia un escenario post bloqueo y permitir que un futuro acuerdo de convivencia sea posible. 

José Fernández Albertos

José Fernández Albertos es politólogo. Actualmente, es investigador permanente en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Sus líneas de investigación se centran en los ámbitos de la política comparada y la economía política internacional. Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Harvard, es miembro-doctor por el Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March y cuenta con un Diploma de Estudios Avanzados por la Universidad Complutense de Madrid. Es autor de numerosos artículos académicos y ha escrito libros como Los votantes de Podemos. Del partido de los indignados al partido de los excluidos (2015), Democracia Intervenida. Políticas económicas en la gran recesión (2012) y Democracia, instituciones y política económica (2010).


Rocío Martínez-Sampere

Rocío Martínez-Sampere

Rocío Martínez-Sampere es economista. Actualmente es directora de la Fundación Felipe González, con sede en Madrid. Durante el periodo 2006-2015, fue diputada en el Parlament de Catalunya por el Partido Socialista (PSC). Es Licenciada en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad Pompeu Fabra y tiene un Máster en Economía, Políticas Públicas y Administración por la London School of Econocmics. Ha ejercido la docencia en la London School of Economics and Political Science, en la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) y en el Instituto Barcelona, ​​American University. También ha trabajado como economista en las empresas IDEA y Fabian Society, como coordinadora del equipo de investigación de la Fundación Rafael Campalans, como investigadora en el Organismo Autónomo Flor de Maig de la Diputación de Barcelona y como responsable del gabinete del presidente de la Fundación CIDOB. Su actividad política se ha desarrollado entre Barcelona, ​​Londres y Madrid.