La masculinidad es un fenómeno histórico, qué definimos como masculino y qué no es construido socialmente, de forma cambiante, de forma inestable y pluralmente. Como todo acontecimiento histórico, es complejo e implica en toda la sociedad. La masculinidad es en un valor social que no tiene que ver sólo con los hombres. Los que son educados como tales la viven en propia piel, de forma íntima, es evidente, pero no son los únicos que participan ni que definen exclusivamente qué es aquello viril.

La masculinidad contemporánea se empieza a configurar a principios del siglo XIX. Como ha explicado Xavier Andreu [1]1 — Andreu, X. 2016. “Tambores de guerra y lágrimas de emoción. Nación y masculinidad en el primer republicanisme” en Bosch, A; Saz, I. Izquierdas y derechas ante el espejo: culturas políticas en conflicto, 2016, p. 91-118. , durante las revoluciones liberales se construye un nuevo modelo de organización política, pero también una nueva sociedad donde, entre otras cosas, se irá consolidando un ideal nuevo de masculinidad. Es el ciudadano que defiende la nación con las armas, lucha por la libertad, es valeroso y está dispuesto a sacrificarse por este ideal, la sumisión es una rasgo feminizado. Así la defensa de la libertad contra el absolutismo equivale a la afirmación de la virilidad. Aunque esta militarización de la masculinidad profundizaba en la división entre los sexos, en este contexto muchas mujeres participaron también en la lucha revolucionaria. Se adhirieron a la causa y adquirieron así cualidades viriles. Ocurrieron también modelos para los hombres, los exhortaban a luchar.

Vemos, pues, que la masculinidad no se ha construido históricamente en el vacío, sino en una estrecha interacción con otros valores sociales —como la defensa de la libertad ante el absolutismo en este caso— que no pertenecen sólo a los hombres, sino que implican a la sociedad en su conjunto. Así, en este contexto concreto, cuando se equipara la virilidad a la defensa de la libertad, cuando la sumisión a un poder autocrático se convierte en un elemento emasculador, la virilidad apela a hombres y mujeres, a toda la sociedad. Por eso no nos tiene que extrañar que las mujeres participaran de los valores que estructuraban la virilidad y el liberalismo de forma interrelacionada y que finalmente cogieran también las armas.

Durante las revoluciones liberales, pero también en muchos otros contextos, todo el mundo, hombres y mujeres, comparten las emociones que suscitan los héroes y sus grandes causas. Años más tarde, España se había embarcado en una guerra contra el Imperio Marroquí. Se convirtió en un conflicto de afirmación nacional, que se volvió bastante popular, incluso las clases más humildes participaron de esta exaltación patriótica. En este contexto, la figura del soldado heroico que de nuevo defiende la nación y la libertad delante de un supuesto autocratismo de los marroquíes es una figura célebre. El retorno de las tropas del África se celebró en Barcelona con desfiles y recibimientos de carácter eminentemente popular. Supusieron una aclamación de la victoria, pero también una afirmación de los valores masculinos soldadescos. Las emociones que generaba la patria, la victoria y la masculinidad eran vividas al mismo tiempo y eran compartidas. Las lágrimas de mujeres y hombres que se emocionaban al ver a los soldados reanimados eran las mismas lágrimas. Es más, las mujeres se dolían de no ser hombres y no poder ir a luchar. En la crónica de Ferrer Ferrándiz, una de las mujeres se lamentaba amargamente, “Ay si fuera general” [2]2 — Ferrer Ferrándiz, A (1860): A l’Àfrica minyons, Los catalans en África, Minyons ja hi som. Barcelona: Impr. de la Publicitat de Antoni Flotats, p. 49 , cuando observaba a los soldados que venían de la guerra. Compartía una misma emoción por los valores nacionales y viriles y por eso mismo se sentía frustrada para no poder participar de forma directa. De la misma manera, el tópico de la mujer viuda que ha perdido a su marido a la guerra y desea sustituirlo, vengarlo e ir ella misma a luchar es muy reproducido a la literatura bélica y se ha descrito en diferentes contextos.

La masculinidad no se ha construido históricamente en el vacío, sino en una estrecha interacción con otros valores sociales que no pertenecen sólo a los hombres, sino a la sociedad en su conjunto

Las imágenes de mujeres viriles con todas las cualidades de la masculinidad como el valor, la autoridad, la majestad, la determinación no son una excepción de este primer periodo liberal o de la Guerra de África. Se han descrito, por ejemplo, como en el marco de conflictos de liberación nacional proliferan las heroínas aguerridas, valerosas que son ejemplo de virilidad, la excepcionalidad de la propia “raza” o nación (dependiendo del periodo) se ejemplariza con mujeres también excepcionales y especialmente heroicas y viriles [3]3 — Aresti, Nerea, 2014. “De heroínas viriles a madres de la patria”. Historia y Política, 31, Madrid, gener-juny, p. 281-308. . Así el ejercicio de la virilidad no depende tanto del cuerpo sexuado de los hombres, sino de otros vectores sociales que la implican, como la “raza” o la pertenencia nacional. El ejercicio de la virilidad no es responsabilidad exclusiva de los hombres.

A principios del siglo XX, se escribían novelas cortas por entregas, se compraban en los quioscos y eran muy populares. Las de temas bélicos eran especialmente apreciadas. En estas novelas se describía y por lo tanto se afirmaba y se definía de nuevo la masculinidad. El hombre que tenía que evitar la debilidad, ser héroe, determinado, valiendo, sacrificado. Las mujeres no quedaban excluidas de este proceso. La mujer abnegada que amaba, acompañaba y admiraba a este hombre era a menudo el personaje principal de estas novelas. Ahora bien, esta mujer no amaba a cualquier hombre, sólo el hombre que cumplía adecuadamente con la masculinidad. Lo amaba, no por sus cualidades singulares, sino en la medida que sobresalía en la performance de una virilidad conseguida. ¿Por qué sino las mujeres, en ficciones literarias y fílmicas, no se enamoran nunca del amigo del héroe (el Sancho Panza del Quijote, contra-modelo que resalta la masculinidad exitosa del protagonista), a menudo más interesante y accesible que él? Se enamoran de la “masculinidad”, no del “hombre”. En esta literatura popular, la mirada femenina, este amor y reconocimiento que ofrecen las mujeres a esta virilidad normativa ayuda a su afirmación y reproducción. Más recientemente Halberstam ha explicado también a su libro Masculinidad femenina [4]4 — J. Halberstam. Masculinidad femenina. Madrid: Egales, 2008. , diferentes formas como las mujeres han encarnado la masculinidad en los siglos XIX y XX, desde las mujeres que vivían como a hombres o aquellas en las que, a principios del siglo XX, se llamaba “invertidas”, que vivían con sus esposas.

Así pues, tenemos numerosos ejemplos de cómo las mujeres han personificado los valores viriles, han aspirado, se han emocionado contemplándolos y han amado aquellos que los encarnaban. A lo largo de la historia las mujeres han vivido la masculinidad en propia piel y la han construido activamente. Puede ser provechoso, por lo tanto, desvincular la masculinidad del cuerpo de los hombres y entenderla como un valor social que todos y todas compartimos.

Valores masculinos más allá de la diferencia entre los sexos

Ahora bien, cuando decimos que la masculinidad es un valor social compartido no nos referimos sólo a que las mujeres aparezcan a veces como masculinas y participen de valores viriles, sino que la masculinidad se relaciona con otros fenómenos sociales e identitarios que aparentemente no tienen nada que ver con el género, valores como la nación o el estado se significan a través de imágenes y valores propios de la hombría.

Por ejemplo, en el periodo álgido del imperialismo o durante las guerras mundiales se hablaba de naciones fuertes y débiles, de naciones que tenían que ser independientes, determinadas, valerosas, triunfantes. ¿No es eso una retórica que habla de la nación a través de los valores de la masculinidad? A través de imágenes de hombres y de los valores viriles se hace visible un fenómeno abstracto, del que no tenemos una experiencia directa y concreta, como es la nación. Se tiene que encarnar a fin de que resulte familiar a las personas y se puedan identificar. A menudo las naciones se han representado a través de imágenes femeninas, son conocidas las imágenes de mujeres que presentan la República o la nación, pero también es habitual pensar las naciones en términos masculinos. Sin embargo esta connotación de género pasa desapercibida a veces, porque históricamente se ha construido aquello masculino como aquello universal y no marcado en términos de género.

Ahora bien, si lo analizamos con detalle y desde la perspectiva de género, podemos concluir que, históricamente, a menudo se ha imaginado y se ha hablado de las naciones en términos masculinos. La nación adquiere atributos personales y concretamente viriles, cuando tiene que ser fuerte, determinada, independiente y autosuficiente, tener valor y resistir. De manera similar, esta retórica sutilmente viril se reproduce en otros contextos sociales. A menudo, por ejemplo, la comunicación política se sustenta también en valores que, a pesar de presentarse como neutros, son banalmente masculinos. Una masculinidad soldadesca edulcorada, que ha depurado sus elementos más agresivos, resuena cuando el debate político es una batalla, cuando imponer las propias opiniones se hace imprescindible para demostrar autoridad, cuando el reconocimiento de las dudas, de la interdependencia, de la vulnerabilidad y de las razones del otro se hace imposible porque se equipara a la debilidad o cuando la acumulación de poder es un mérito.

La masculinidad hegemónica ayuda a mantener relaciones de poder, sobre todo relativas a la opresión de las mujeres, pero también otras formas de jerarquización social. Desvincular la masculinidad del cuerpo de los hombres nos permite un análisis complejo de cómo el género estructura nuestra sociedad

De esta manera, cuando llega la pandemia, lo afrontamos de forma espontánea y banal también a través de valores propios de la hombría. En primer lugar, en los discursos públicos —y no sólo los políticos— la pandemia se plantea como una guerra contra el virus, que era el enemigo a vencer. Buena parte de la retórica ha sido articulada en torno a la «unión» ante la «desunión» y el «nosotros» contra el enemigo, uno nosotros que tenía que resistir. La comunicación de pandemia transmitía unos valores concretos: unión, determinación, valor, disciplina, fortaleza, resistencia, no desfallecimiento. Aparte de este discurso más explícitamente militar, que ciertamente fue criticado, otros valores, quizás más sutilmente viriles, sirvieron para dar sentido a la situación de crisis sanitaria. Se empieza a apelar a virtudes como la capacidad científica, la inteligencia, la eficacia y la buena organización, la razón, la capacidad intelectual o la serenidad y la sangre fría ante la adversidad. Valores, que aunque nos parecen «generales», «universales», se relacionan también con la configuración de la masculinidad.

Ya desde el siglo XIX otro modelo masculino se abría paso junto con el militar: el gentleman, el hombre científico moderno, eficaz, el hombre civilizado por excelencia. Inteligente y racional, era capaz de dominar la ciencia moderna. En buena medida definido en contraposición a los “bárbaros” y “retrasados” hombres colonizados, indios o africanos, incapaces de pensamiento científico, de capacidad de trabajo y organización racional. Ciertamente la ciencia ha sido fundamental para superar la pandemia, es una evidencia, pero más allá de la eficacia práctica, los valores ligados a esta masculinidad racional y contenida también nos han servido para gestionar y significar la situación de crisis que hemos vivido. De nuevo estos valores, que todos y todas hemos compartido, no son neutros en cuanto a género, sino específicamente masculinos.

Así pues más allá de considerar a las mujeres que han ejercido, admirado, amado o participado de la masculinidad como una curiosidad o una anécdota, podemos asumir que la masculinidad ha sido un valor social que ha impregnado y ha estructurado históricamente nuestra sociedad. No es extraño porque la virilidad se construye en la contemporaneidad en relación con otros vectores sociales de los cuales es casi indiscernible, como la nación, el imperio, el estado, la división de clase. En este sentido, Tosh define dos maneras de interpretar el concepto de masculinidad hegemónica: la minimalista, que trataría de analizar la identidad masculina y como los hombres se adhieren o no a las normas de género, y la maximalista, que se refiere al análisis de la construcción de la masculinidad no sólo en oposición a la feminidad, y en relación con la identidad, sino en estrecha imbricación con la jerarquía de clase, la nación y otras formas de poder social.

Desde esta perspectiva más amplia se analiza cómo la masculinidad hegemónica ayuda a mantener relaciones de poder, sobre todo, relativas a la opresión de las mujeres, pero también de otras formas de jerarquización social. Por ejemplo, como determinados modelos de masculinidad contribuyen al mantenimiento de determinadas relaciones de clase o determinadas jerarquías nacionales [5]5 — Tosh, J. 2004. «Hegemonic Masculinity and the History of Gender». A: Tosh, J.; Dudink, S.; Hagemann, K. (ed.). Masculinities in Politics and War: Gendering Modern History. Manchester; New York: Manchester University Press; Palgrave Macmillan. . Así, el estudio de la masculinidad ayuda a entender a los modelos de género, pero también la construcción de la ciudadanía, el surgimiento del estado del bienestar o la nación [6]6 — Horne, J., 2005. «Introduction». A: Tosh, J. Manliness and Masculinities in Nineteenth-century Britain: Essays on Gender, Family, and Empire. New York: Pearson Education. . De esta manera, desvincular la masculinidad del cuerpo de los hombres nos permite un análisis complejo de cómo el género estructura nuestra sociedad en aspectos que aparentemente no tienen que ver con la diferencia entre los sexos.

¿Nos podemos imaginar una retórica que hable de naciones interdependientes y que necesitan de las otras, de líderes débiles que no lo podan todo solos, que necesitan ayuda y colaboración? O, por ejemplo, volviendo a la pandemia, el reconocimiento del sufrimiento por el dolor físico y la enfermedad, la ansiedad, el miedo, el luto por la muerte de familiares o amigos tuvo relativamente poco lugar en el discurso público sobre todo al inicio de la pandemia, siendo la experiencia fundamental de muchas personas en aquel contexto y hoy todavía. La validación pública y compartida de este dolor hubiera sido balsámica para los que se vieron más directamente afectados. Ahora bien, esta vulnerabilidad no está en el repertorio de los valores masculinos que estructuran nuestra sociedad. Tampoco el cuidado tiene un lugar preeminente, a pesar de que ha sido un elemento fundamental de la gestión de la pandemia. La necesidad de ser protegidos, cuidados y cuidadas y la clara dependencia que tenemos de los otros tampoco forma parte del catálogo de la hombría tradicional, lo cual no deja de tener consecuencias muy prácticas: el poco valor social que tiene el cuidado se traduce en remuneraciones bajas para quien se dedica a pesar de ser una necesidad social básica.

En su definición del concepto de masculinidad hegemónica, Connell definió el género como un sistema, como una red de relaciones de poder, no sólo como una identidad adherida a los individuos. Así, tenemos que entender la masculinidad no como una forma de identidad para las personas que viven como hombres, sino como una red que organiza nuestra sociedad, que privilegia algunos valores sobre los otros independientemente de quien los ejerza y que estructura nuestra sociedad banalmente, de forma implícita. Ciertamente en este análisis de la masculinidad como valor social compartido no podemos olvidar qué supone en términos de relaciones de poder. En este sentido, a esta perspectiva nos puedes ayudar a comprender por qué la masculinidad tradicional es tanto robusta y se afirma con tanta eficiencia: es banalmente reproducida cuando hablamos de hombres y mujeres, pero también cuando hablamos de naciones, de política, de pandemias.

Cuestionar la masculinidad ha sido una tarea muy difícil porque implicaba no sólo cuestionar la identidad de los hombres, sino todos aquellos significados que estaban adheridos: la nación, el estado el imperio, la diferencia de clase

Cuestionar la masculinidad ha sido una tarea muy difícil porque implicaba no sólo cuestionar la identidad de los hombres, sino todos aquellos significados que estaban adheridos: la nación, el estado el imperio, la diferencia de clase. Eso hace duradera una forma de masculinidad que es opresiva sobre todo para las mujeres. Sólo un cambio significativo en los valores masculinos banales en el que todos y todas vivimos puede conducirnos a una transformación social profunda. En este proceso los “hombres” son protagonistas, evidentemente, pero todos y todas tenemos que participar. Más todavía cuando la masculinidad está implícitamente por todas partes, a pesar de pase inadvertida. Así, la reflexión sobre la masculinidad puede ser eficaz si es compartida, organizada de forma colectiva, un movimiento social y no sólo un proceso vinculado al crecimiento personal de los hombres en concreto. Pensar sobre la masculinidad implica una reflexión sobre las relaciones de poder entre hombres y mujeres y también sobre otras formas de jerarquización social. Para este examen a la masculinidad, que no es sólo cosa de hombres, las herramientas del feminismo son fundamentales.

  • Referencias

    1 —

    Andreu, X. 2016. “Tambores de guerra y lágrimas de emoción. Nación y masculinidad en el primer republicanisme” en Bosch, A; Saz, I. Izquierdas y derechas ante el espejo: culturas políticas en conflicto, 2016, p. 91-118.

    2 —

    Ferrer Ferrándiz, A (1860): A l’Àfrica minyons, Los catalans en África, Minyons ja hi som. Barcelona: Impr. de la Publicitat de Antoni Flotats, p. 49

    3 —

    Aresti, Nerea, 2014. “De heroínas viriles a madres de la patria”. Historia y Política, 31, Madrid, gener-juny, p. 281-308.

    4 —

    J. Halberstam. Masculinidad femenina. Madrid: Egales, 2008.

    5 —

    Tosh, J. 2004. «Hegemonic Masculinity and the History of Gender». A: Tosh, J.; Dudink, S.; Hagemann, K. (ed.). Masculinities in Politics and War: Gendering Modern History. Manchester; New York: Manchester University Press; Palgrave Macmillan.

    6 —

    Horne, J., 2005. «Introduction». A: Tosh, J. Manliness and Masculinities in Nineteenth-century Britain: Essays on Gender, Family, and Empire. New York: Pearson Education.

Gemma Torres Delgado

Gemma Torres Delgado es profesora lectora del departamento de Historia contemporánea y Mundo actual de la Universidad de Barcelona. Licenciada en Humanidades, en 2016 obtuvo el título de doctora en Historia contemporánea en la misma universidad. Sus líneas de investigación giran alrededor de los estudios coloniales y poscoloniales, los estudios de género y las masculinidades contemporáneas. Es integrante del Grupo de Investigación Multiculturalismo y Género del Centro de Estudios Históricos Internacionales de la Universidad de Barcelona (GREC-CEHI). Ha participado en varios proyectos de investigación universitarios sobre género e inmigración, turismo y género e historia de las mujeres. Junto con Mary Nash, ha publicado los libros Los límites de la diferencia. Alteridad cultural, género y prácticas sociales (2009) y Feminismos en la Transición (2009). Entre sus publicaciones más recientes también hay "La nación viril. Imágenes masculinas de España en el africanismo reaccionario después de la derrota de Annual" (2017), "Emociones viriles y la experiencia de la nación imperial en las Guerras del Rif" (2020) y "La virilitat d'Espanya a l'Àfrica. Masculinitat i nació al colonialisme espanyol al Marroc" (2020).